jueves, 29 de julio de 2010

Enrique Baltanás: Audacia crítica


No se anda con rodeos Enrique Baltanás a la hora de reivindicar el teatro de los hermanos Machado. Si no interesa, viene a decir, es porque no se ha leído con atención o, algo peor, porque se ha leído desde el prejuicio. Para Baltanás, el gran teatro del primer tercio del siglo XX no es el de Lorca (“más lírico que dramático”) y, menos aún, el de Valle-Inclán, a quien califica de “vacuo” y de “inmenso ingenio de la nadería pretenciosa”.
La obra común de los hermanos Machado (Renacimiento) pretende dar un golpe de mano en el escalafón crítico: colocar arriba lo que está abajo, convertir en clásico un teatro generalmente desdeñado.
El método utilizado para ello consiste en la lectura atenta, en dejar “hablar a los textos” Más de una vez se cita al historiador Robert G. Colingwood: “Solo en la medida en que el historiador logra saber lo que ha ocurrido, sabe entonces ya por qué ha ocurrido”.
Pero pronto nos damos cuenta de que Baltanás no se limita a dejar hablar a los textos, que parte de una tesis y que en ella encaja de mejor o peor manera las obras. El teatro de los Machado es, a su entender, un teatro “inequívocamente cristiano”, sin que eso quiera decir que sea “un teatro religioso o devoto ni, mucho menos, un teatro didáctico, apologético o moralizante”. Y quizá lo sea, pero no aumenta ni disminuye su calidad literaria.
Con acierto señala Baltanás los errores de otros críticos (especialmente de Ian Gibson, biógrafo no demasiado dotado para la crítica literaria), que a veces ni siquiera parecen haber leído la obra que comentan, sino a críticos anteriores. Pero a menudo se deja llevar por su entusiasmo prejuicioso. Una y otra vez insiste en que, al contrario de lo que se ha dicho, Las adelfas es una comedia que nada tiene que ver con el psicoanálisis. Releemos la obra y comprobamos que es una interpretación más o menos irónica de las doctrinas freudianas entonces de moda sobre el mundo de los sueños: “Los sueños / son cajitas de sorpresa / más que teatro. Y advierte / que el preguntarte en qué sueñas / no fue de curioso, sino / de médico a la moderna. / Sí, ya los sueños pasaron / de manos de los poetas / a las del médico; ahora / ya no es culto, sino guerra / a los sueños. Hoy se tratan, / se estudian y hasta se operan, / llegado el caso”. Las adelfas es una comedia más cercana a Benavente que a Pirandello (a quien se cita alguna vez), que se lee con agrado, en la que no faltan los pasajes poéticos, pero que huele a naftalina, como todo el teatro de los hermanos Machado, como casi todo el teatro español de su tiempo.
La tesis de La obra común de los hermanos Machado resulta menos literaria que ideológica: en Antonio Machado (al igual que en Manuel, en quien resulta más evidente) el krausismo tiene menos peso que el cristianismo. No digo yo que no haya algo de verdad en ello. La religiosidad de Antonio Machado (como la de Galdós o Clarín y la de otros denostados anticlericales) era profunda y sincera, más verdadera que la de tantos católicos a machamartillo. “Siempre buscando a Dios entre la niebla” se definió Machado en algún poema. Pero eso no impide que su teatro sea un teatro menor, grato en la lectura (no todo, ni siempre), pero insostenible hoy en el escenario y muy lejano de la poesía de ambos. Y del teatro de Valle-Inclán, que queda allá en lo alto, en la cumbre del siglo, al margen de las diatribas del apologista cristiano que asoma por detrás del disfraz de renovador crítico literario que en esta ocasión ha querido endosarse el excelente poeta y notable investigador que es Enrique Baltanás.

jueves, 22 de julio de 2010

Gabriel Pozo: Lo que Emma Penella sabía


Gabriel Pozo
Lorca, el último paseo
Ultramarina, Granada, 2009
414 páginas


Un día de noviembre del año 2003, en la rotonda del Palace, la actriz Emma Penella recibe a un periodista. No es una entrevista más, consecuencia del éxito de una serie televisiva –Aquí no hay quien viva— que acaba de rescatarla del olvido. La entrevista es a petición suya. El periodista, que trabaja en El Ideal de Granada, ha publicado un reportaje sobre la implicación de algunos redactores de ese periódico, que ahora pertenece a otra empresa, en el asesinato de Lorca. El principal de esos implicados era precisamente el padre de la actriz, Ramón Ruiz Alonso.
Esa entrevista –que Emma Penella no quiso que se publicara antes de su muerte— constituye el mayor atractivo de Lorca, el último paseo, un libro descuidadamente escrito (la primera obra de Luis Rosales, Abril, se convierte en Azul), que no contiene nuevas revelaciones fundamentales sobre el asesinato del poeta, pero que sí está lleno de curiosos y conmovedores detalles.
Gabriel Pozo confirma lo fundamental. Fue la ambición política de Ramón Ruiz Alonso, el hombre de Gil Robles en Granada, quien puso a García Lorca en el disparadero. Ramón Ruiz Alonso era linotipista y redactor de El Ideal, el diario granadino de la empresa de El Debate, pero no era un empleado más del periódico: sus andanzas políticas (por dos veces resultó elegido diputado, aunque la segunda elección resultara anulada) ocupaban a menudo la primera página. Comenzada la guerra, solo los falangistas podían disputarle protagonismo en el nuevo régimen. Y contra los falangistas, tanto como contra el poeta, iba la denuncia que escribió apresuradamente a máquina en la redacción del periódico.
Cuando Gabriel Pozo entró a trabajar en El Ideal todavía quedaban viejos redactores que habían conocido a Ruiz Alonso, pero ese nombre solo se pronunciaba en voz baja y con miedo. Le costó conseguir algún dato sobre un redactor estrella que, sin embargo, había sido literalmente borrado de los archivos del periódico. Lo que le contaron fue que, durante un tiempo, se jactaba de la muerte de Lorca como su principal hazaña, como su mayor mérito para ocupar un puesto importante en el franquismo.
Pero el asesinato de Lorca supondría la muerte política de Ruiz Alonso. El eco que de inmediato tuvo en el extranjero, el descrédito que supuso para unos golpistas que se quisieron presentar como “defensores de la civilización occidental cristiana” (la frase es de Unamuno), hizo que el propio Franco quisiera saber lo que había pasado y tratara de desligarse del asunto, oficialmente solo un desdichado accidente obra de incontrolados.
Ruiz Alonso había cometido otro error. Su libro Corporativismo, publicado en 1937, en el que formulaba sus ideas para el nuevo régimen, llevaba un prólogo de Gil Robles, el apoyo fundamental en su carrera política. Pero Gil Robles, el hombre fuerte de la república de derechas, era ahora un peso muerto.
A Ruiz Alonso le pusieron un discreto negocio, una imprenta, en un barrio de Madrid y allí vivió durante casi cuarenta años, siempre temeroso, sin querer hacer vida social, dedicándose al cuidado de sus hijas, varias de las cuales llegarían a ser famosas. Él nunca les habló de su pasado. Emma Penella cuenta cómo se enteraron. En una fiesta, en la que había mucha gente del espectáculo y su hermana Terele, “que era guapísima y despampanante”, llamaba especialmente la atención, una conocida actriz dijo en voz alta, para que se enterase todo el mundo: “Quién se habrá creído esa que es, si es la hija del que mató a García Lorca”. Volvieron llorando a casa y le contaron al padre lo que había ocurrido: “Entonces mi padre se encerró en la planta de arriba y allí estuvo varios días sin salir ni siquiera a comer. Cuando tenía alguna crisis de este tipo, reaccionaba encerrándose varios días”.
El asesinato de Lorca, en la España de Franco, fue durante décadas un secreto a voces. En los primeros tiempos todos los que intervinieron en él se jactaron de haberlo hecho e incluso hubo bastantes que fantasiosamente se atribuyeron haber tomado parte en la “hazaña”. Pero luego, desde el propio régimen, llegó la consigna del silencio. Tuvieron que ser investigadores extranjeros quienes lo rompieran. Cuando uno de los primeros, Claude Couffon, publicó en 1951, en Le Figaro, el resultado de sus investigaciones, Luis Rosales amenazó incluso con matarle (quien tan bien conocía el asunto, callaba más que nadie y no había olvidado el matonismo falangista).
Todos sabían, y de ahí la críptica polémica que tuvo lugar en 1972 entre los diarios Ya, sucesor de El Debate, y El Alcázar. Por aquellas fechas se colocó una lápida en el teatro de la Comedia, donde se había fundado la Falange, y donde se representaba Yerma. Luis Apostúa escribió: “El retorno a la vida activa de la Falange es bien visible”. Y desde el falangista El Alcázar replicaron que, si Apostúa quería saber algo de la muerte de Lorca, que preguntara en su propia católica empresa.
Todos sabían, como en la Alemania nazi del exterminio judío, pero todos en la España del franquismo obedecieron la consigna de callar y mirar para otro lado. Y el que más calló fue el que más sabía, Ramón Ruiz Alonso.
Vivió con miedo en la España de Franco, pero cuando Franco murió ese miedo se convirtió en terror. Sin duda temió que, al cambiar las tornas, hicieran con él lo que él había hecho con tantos en la Granada de 1936. Se marchó a Estados Unidos, donde vivía otra de sus hijas, y allí murió en 1978. Antes de morir le contó a Emma Penella lo que la actriz le contó a Gabriel Pozo en la rotonda del Palace una tarde otoñal del 2003. Su padre había cargado con culpas que no eran solo suyas. Si denunció a Lorca, fue por órdenes superiores, órdenes que venían de Sevilla, de Queipo de Llano. Y no se trataba de matar a Lorca, por supuesto que no, solo de asustarle un poquito para que denunciara a Fernando de los Ríos, el político socialista que era el verdadero enemigo.
La piadosa patraña que Ruiz Alonso le contó a su hija antes de marchar a Estados Unidos era, sin duda, la que él se contó a sí mismo durante cuarenta años. Pero lo más probable es que ni él mismo llegara a creérsela.
En el asesinato de Lorca la justicia miró, y sigue mirando, para otro lado (ni siquiera considera necesario encontrar su cadáver), pero no por eso el principal asesino, el que puso en marcha el perverso mecanismo imparable, dejó de recibir su castigo. Y también sus hijas tuvieron que vivir con ese peso sobre el corazón. Cuando Emma Penella trajo las cenizas de su padre a España no se atrevió a poner su nombre sobre la tumba donde las depositó.
Este libro añade nuevos datos a una historia que aún no ha terminado de contarse. Sabemos ya que el asesino tiene una tumba sin nombre. Pero el asesinado, el desaparecido un día de agosto de 1936, todavía no tiene tumba.

jueves, 15 de julio de 2010

Rafael Alberti: Grandes hombres, pequeñas miserias


Rafael Alberti,
Obras completas. Prosa II. Memorias,
Seix Barral, Barcelona, 2009.
Edición de Robert Marrast.



En una vida caben muchas vidas. En la memoria de un hombre, la memoria de un siglo. Pero no hay memoria que no sea parcial, hecha de olvidos, de involuntarias metamorfosis y de voluntarios (o quizá también involuntarios) retoques. La de Rafael Alberti no podía ser una excepción.
Robert Marrast, que lleva ya más de medio siglo estudiando la obra de Alberti, publica ahora La arboleda perdida en edición por primera vez completa y minuciosamente anotada. El título llama a engaño porque no se trata de una obra literaria concebida como tal, sino de una serie de obras, de muy desigual concepción y calidad, que comparten título. Por eso Marrast propone llamarlas Las arboledas perdidas.
Comenzaron a escribirse estas memorias al final de la guerra civil, cuando el autor era consciente de que un telón ensangrentado caía sobre una parte de su vida. El primer libro de La arboleda perdida, donde evoca su infancia gaditana, apareció en 1942, el mismo año en que Luis Cernuda recordaba y mitificaba su infancia sevillana en Ocnos. Esas pocas páginas, que aparecieron en un volumen con otros relatos, no se completarían hasta 1959, cuando se les añade un segundo libro, muy citado en los manuales de literatura porque cuenta los inicios literarios del autor y de su afortunada generación, la que luego recibiría el nombre de generación del 27.
La arboleda perdida de 1959 fue durante décadas la única “arboleda perdida” y quizá sigue siéndolo. El segundo volumen, comenzado a escribir tras su regreso a España y publicado en 1987, tenía otra concepción. En su origen era una serie periodística. Los capítulos pueden leerse sueltos y en la mayoría de ellos las glosas a la actualidad del momento de la escritura ocupan tanto lugar como las evocaciones memorialísticas, siempre fragmentarias y algo repetitivas. Ya no hay voluntad de contar seguida y ordenadamente una historia que abarca demasiados años —desde 1931, fecha de la proclamación de la república, hasta 1977—, y años que encierran además demasiadas cosas: una frustrada revolución y un primer exilio, una guerra, otros exilios (primero en Argentina, luego en Italia), varios amores (Maruja Mallo, María Teresa León, Beatriz Amposta), una fiel militancia en un Partido que gustaba de devorar a los suyos y que poco a poco (aunque él siempre se negara a verlo) fue mostrando un rostro cada vez más siniestro…
Durante setenta años, desde que en 1917 llega a Madrid y al Museo del Prado, hasta 1987, Alberti es un adolescente que pasa por los períodos más trágicos de la historia de España y del mundo, protegido por la armadura de sus versos felices e inagotables y de sus lápices de colores.
Ese año termina su vida, su verdadera vida, sabiamente irresponsable, y comienza el triste epílogo que dura más de una década, hasta su muerte en 1999. El 18 de julio de 1987 un absurdo accidente –el automóvil en que vuelve de una fiesta es embestido mientras se encuentra parado ante un semáforo— le lleva durante un mes al hospital y le obliga luego a permanecer inmovilizado en casa durante largos días. Jornadas fructíferas, sin embargo, puesto que las aprovecha para convertir en volumen los capítulos sueltos de la nueva entrega de La arboleda perdida, “preparados minuciosamente con Benjamín Prado, quien me ayudó a repasar todas las múltiples páginas del texto, dándoles al fin el orden definitivo”. Pasaba la convalecencia en casa de su sobrina, rodeado de amigos y de niños: María del Mar, Rafael, “con sus trece años plenos de logradísimos dibujos”, Elenita y Cristina, “la naciente actriz, junto a unos melocotones helados y, cerca de un tablero, a Ángel, aspirante a arquitecto, cerca de unas acuarelas desvanecidas…”
Pero todos esos niños, lo mismo que sus familiares o los amigos poetas que le había acompañado tras su vuelta a España –Benjamín Prado, Luis García Montero, Luis Muñoz— desaparecerían en la nueva edición del libro, publicada en 1997. Ahora ya nadie le ha ayudado a preparar minuciosamente los textos, ningún niño le acompaña. ¿Pero son del propio Alberti esos cambios o de la admiradora valenciana que entonces entró en su vida y, en un audaz golpe de mano, logró apartarle de todo lo que hasta entonces había sido su vida y, matrimonio mediante, convertirse en la administradora única de su patrimonio literario? Nunca lo sabremos, aunque todas las evidencias apuntan en una misma dirección.
El mismo año en que se reedita, minuciosamente rasurado, el segundo volumen de La arboleda perdida se publica un tercero, que ya más que libro de memorias es una glosa periodística de los años ochenta y primeros noventa. De vez en cuando algún párrafo recuerda la brillantez de antaño, pero casi todo suena a sabido y consabido.
Robert Marrast, que en sus precisas notas recoge lo que Alberti –o quien fuera—quiso borrar, añade a los tres volúmenes de La arboleda perdida unas prescindibles “Visitas a Picasso” (lo que aquí se cuenta ya lo había contado mejor antes) y los artículos periodísticos de los últimos años no incluidos en libro. No son ni mejores ni peores que los incluidos, pero hay uno memorable que podía haber servido para prologar el conjunto. Se titula “De 1985 hacia 1902” y en él el autor, retrocediendo en el tiempo, jugando con la memoria, hace una brillante síntesis de lo que fue su vida. Una vida plena, en la que no faltó nada, pero que tuvo un epílogo triste para quienes le admiraban y querían y siguieron queriéndole y admirándole a pesar de todo: los diez últimos años.

jueves, 8 de julio de 2010

Miguel Hernández: Una biografía a la española


Eutimio Martín,
El oficio de poeta. Miguel Hernández,
Aguilar, Madrid, 2010.


“¿Hemos ofrecido al lector una biografía de Miguel Hernández?”, se pregunta Eutimio Martín al final de su libro. Y se responde que no “una biografía a la inglesa, con carácter pretendidamente exhaustivo”. Él ha optado por una “biografía a la francesa”, entendida como aquella “donde pueden lamentarse lagunas factuales pero que no elude lo esencial de una biografía”.
Después de leer las 700 páginas de El oficio de poeta, yo diría que lo que ha escrito es una biografía a la española, muy barojiana en el peor sentido de la palabra: descuidada, impertinente, llena de contundentes opiniones de mesa de café.
Doy algunos ejemplos: “María Zambrano, como discípula de Ortega y Gasset, sobresalió más en la costumbre de fumar con boquilla que en la diafanidad de su prosa”. ¿No había otra manera de decir, sin traer a cuento a Ortega ni al fumar con boquilla, que la prosa de María Zambrano le parece un poco oscura? Eutimio Martín gusta del registro coloquial: “Hay amores que matan, se dicen. El amor de María Zambrano por Miguel Hernández no lo mata, pero lo vuelve memo de plantilla”.
A propósito de la “Fábula de Equis y Zeda”, de Gerardo Diego, escribe: “no sabemos de nadie que haya conseguido hincarle el diente a la hilación lógica de este críptico poema”. En nota a pie copia unas palabras de Andrés Sánchez Robayna y apostilla: “He aquí una supuesta crítica que no ilumina más que el elevado nivel de huera pedantería de su autor”.
La descalificación sumarísima alcanza a las personas más cercanas al poeta: “Siempre anduvo a vueltas con la satisfacción económica, pero más angustiosa fue la miseria afectiva. Sus relaciones amorosas fueron un desastre y de su esposa ni siquiera le satisfizo su condición de madre. Es un despropósito incluir a la pareja Miguel-Josefina en la lista de amantes célebres”.
De la descuidada redacción, de la falta de revisión que le lleva a incurrir en llamativas contradicciones podríamos ofrecer muchas muestras. Basta con una. En las páginas 52-53 nos habla del envío a un diario del poema “Citación fatal”, escrito a raíz de la muerte de Ignacio Sánchez Mejías, y no puede evitar dar su opinión: “Quería sin duda auparse al podio literario en compañía de Lorca y de Alberti, autores ambos de sendas elegías en honor del diestro”. Doscientas páginas más adelante vuelve a referirse a ese poema y aclara en nota: “Es de subrayar que le han ido a la zaga esta vez en el homenaje poético a Sánchez Mejías, Federico García Lorca (que no lee Llanto por Ignacio Sánchez Mejías hasta el 4 de noviembre en casa de los Morla) y Rafael Alberti con Verte y no verte. Alberti se hallaba de viaje por el mar Negro cuando la cogida y no se enteró del fallecimiento del diestro hasta una semana más tarde, cuando ya Hernández había puesto punto final a su poema”.
En la página 352 cita parcialmente el famoso soneto que da título a El rayo que no cesa, lleno a su entender de “términos de una rara crudeza sexual”, y el último verso aparece como “de sus húmedos rayos destructores” (glosa luego esos “húmedos rayos”, ejemplo para él de “crudeza sexual”). Unas páginas después, en la 369, vuelve al mismo poema –el rayo se identifica con “la angustiosa consecuencia de una impetuosa libido permanentemente insatisfecha”— y ahora el último verso aparece tal como figura en todas las ediciones: “de sus lluviosos rayos destructores”.
Considera el biógrafo que la inspiradora de El rayo que no cesa, a su entender producto de la represión sexual, no puede ser Maruja Mallo “por la sencilla razón –explica en su pintoresco estilo— de que la dinámica y temperamental pintora era de muslo lo suficientemente hospitalario como para no dejar a Miguel a la intemperie”.
No disimula Eutimio Martín sus opciones ideológicas. La visión de la España de la época que aparece en sus páginas no busca la objetividad, toma decididamente partido como si fuera un combatiente más en la España de la guerra civil: “No hay neutralidad que valga ni siquiera en el objetivo de un fotógrafo cuyo ángulo de enfoque es vehículo de una flagrante subjetividad. Hemos apostado, de entrada, por su denodado apoyo a la legalidad republicana frente al golpe de Estado de un ejército al servicio de una sociedad clasista donde ejercer libremente el oficio de poeta sería considerado un culpable intento de desclasamiento social”. De ahí su insistencia en que Miguel Hernández fue comunista con carnet y en negar cualquier evidencia que pudiera suponer que decayó en su fe militante tras la visita a la Unión Soviética en la época peor de las purgas estalinistas.
Podríamos seguir ejemplificando estridencias, inconsecuencias, salidas de tono. Abundan tanto que casi se encuentra una en cada página. En la 275 se reproduce fragmentariamente una carta a José Bergamín y en nota se nos indica: “Copiamos íntegra la carta por diferir sustancialmente del texto publicado en la Obra completa en la edición de 1992”. Eutimio Martín debió copiarla completa, pero luego los herederos del poeta negaron el permiso para reproducirla (esa es, sin duda, la razón de que ningún poema de Miguel Hernández aparezca íntegro) y alguien fue cortando acá y allá sin tomarse la molestia de revisar la indicación previa.
A pesar de ello, por paradójico que parezca, este es un libro fundamental para la comprensión de Miguel Hernández. Está lleno de datos nuevos, de informaciones de primera mano. Las intromisiones del biógrafo, que no parece resignarse a su papel e interrumpe a cada poco con sus opiniones, no impiden que la trayectoria vital de Miguel Hernández –“ruiseñor de las desdichas, / eco de la mala suerte”— nos vuelva a impactar con su desolación de tragedia antigua.
Todos los duros reproches que en el apéndice al volumen hace Eutimio Martín a la edición de la Obra completa de Miguel Hernández llevada a cabo por Agustín Sánchez Vidal y José Carlos Rovira se le podrían aplicar, con no menor razón, a él mismo (“Por lo que se ve, para la editorial no era cuestión de dejar pasar el tren propagandístico del cincuentenario e impuso a los preparadores un plazo a todas luces insuficiente…”), pero eso no les resta ni grandeza ni utilidad a uno y otro laborioso empeño.

jueves, 1 de julio de 2010

Ramón Gaya: Inagotable deslumbramiento

El tren, bajo el calor de julio, avanza por un campo llano en el que las huertas lucen esa fertilidad transitoria de las tierras inundables. Podía estar acercándose a Murcia o a Castellón, pero no: se aproxima a Venecia, ciudad a la que nunca se llega por primera vez y a la que siempre, por mucho que volvamos, se llega por vez primera.
Así comienza la Obra completa (Pre-Textos), de Ramón Gaya, un volumen manejable e inagotable que reúne los tres tomos ya publicados y otros muchos textos dispersos o inéditos. No quiso Gaya seguir el habitual orden cronológico, sino una caprichosa y sabia arbitrariedad que los actuales editores –Nigel Dennos e Isabel Verdejo— han respetado.
En Venecia descubrió Gaya el sentimiento de la pintura, una peculiar manera de entender el arte como naturalidad frente a la artificiosidad de la crítica. En Venecia están fechadas muchas de las anotaciones de su Diario de un pintor: “Amanece con tanta niebla que no veo, al abrir el balcón, no ya la orilla de enfrente, sino las góndolas o las barcas que pasan por el centro del Canal Grande. San Marcos y el Palacio Ducal parecen, no algo corpóreo que la niebla lograra borrar en unos instantes, sino algo ideado, pensado, y que empezara, de pronto, a tomar cuerpo, a convertirse en piedra”.
Como un pintor que escribe se definió a sí mismo Ramón Gaya, pero es bastante más: un testigo de lo mejor y lo peor de casi un siglo de historia, un pensador a contracorriente, un poeta en verso y prosa, un español que razona.
Muchos de los textos reunidos en la Obra completa –incompleta porque faltan sus cartas, también obra mayor— tienen un carácter aparentemente volandero: presentaciones, textos para una exposición, notas de agenda. Siempre añaden matices nuevos, por leves que sean, y no desmerecen junto a los títulos fundamentales, como Velázquez, pájaro solitario, publicado inicialmente en 1969 y su libro más reeditado.
Gaya gusta de las contundentes opiniones a contracorriente. Poco salva de la generación del 27, la de sus hermanos mayores (él nació en 1910, como Miguel Hernández): Lorca es un poeta “menor, decorativo, de un lirismo sobrante”; Alberti es un poeta muy frío, vacío, “uno de esos artistas jóvenes que, a la hora debida, no aciertan a sobrepasar su juventud”; Guillén, dejando a un lado su poesía inicial, se ha dedicado “tontamente a emborronarse, a desfigurarse”; Aleixandre, el más mediano de todos, “fue a desembarcar, sin más ni más, y después de unos primeros balbuceos grisáceos, en el río revuelto de un surrealismo tonto, gratuito, provinciano –como de veraneante desocupado—, pero muy de moda, una moda, por lo demás, un tanto atrasada, anticuada ya por entonces”. ¿Para qué seguir? Solo se salvan de la quema un esperable Luis Cernuda y un inesperado José Bergamín, los dos “más sustancialmente poetas” de esa generación. Pero para admirar a Gaya, no es ciertamente necesario coincidir con sus opiniones: a menudo nos enriquece más cuando nos incita a contradecirle.
Ramón Gaya es poeta en prosa, sin cultivar el género del poema en prosa, y también poeta en verso, no un versificador ocasional: sus “poemas imprecisos” tienen un dejo cernudiano, sus sonetos sobre la pintura aúnan intuición y concepto con una musicalidad de la que careció Unamuno.
Pero mis preferencias en esta Obra completa (que cabe en un elegante volumen de bolsillo) van hacia las anotaciones viajeras, especialmente, pero no solo, las dedicadas a Italia, que fue su perpetua academia de arte y de vida: “Siempre que paso por Vicenza procuro detenerme allí unas horas, atraído en parte por la ciudad misma y, sobre todo, por Palladio, ya que su limpia arquitectura nos conduce no hacia un tipo de bienestar disolvente, blando, sino al revés, porque parece empujarnos y forzarnos a una especie de severidad feliz”.
También merecen ser subrayadas las breves prosas del “Balcón español” –España evocada desde el exilio mexicano— o las glosas a algunos cuadros del Prado incluidas en “Recinto español” e incorporadas por primera vez a las obras completas. “Todo Goya parece reunido aquí –nos dice a propósito de “La familia de Carlos IV”—: el sensible, el feroz, el malhumorado, el delicado, el bruto, el sensual, el tierno, el desalmado, el sabio, el torpe, el poderoso, el truquista, el moderno, el tartamudo, el expresivo”. Sin olvidar sus aforismos –él prefiere llamarlos menos presuntuosamente “anotaciones”— que nunca condescienden con el ingenio, ni con la vacua brillantez.
“Como siempre, Venecia me sorprende con su actualidad, con su realidad. ¿De dónde saca tanto presente vivo?”, se pregunta Gaya en Diario de un pintor. En cualquier página suya, nos sorprende Ramón Gaya con su actualidad, con su realidad. Importa poco la cronología, todo en su obra –años de la República, la guerra civil, el exilio mexicano, la estancia en Roma, el regreso España, los retornos a Murcia— es, y para siempre, presente vivo.