jueves, 24 de junio de 2010

Miguel Herráez: Contar la vida

Miguel Herráez,
Sobre ellos,
Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 2010.



“No me cuente usted su vida” se convirtió en una frase proverbial cuando, tras la guerra civil, cada superviviente llevaba consigo una novela heroica o victimista que endilgarle a cualquier interlocutor propicio. En los últimos años, contar la propia vida se ha convertido en la ocupación principal de buena parte de los escritores: nunca se habían publicado tantas autobiografías, tantos diarios, tanta literatura del yo.
Más de un lector, tras curiosear en la mesa de novedades, tendrá la tentación de rescatar la vieja frase: “No me cuente usted su vida”. Pero el problema no está en lo que se cuente, sino en el arte con que se cuenta. Se puede aburrir con las batallas napoleónicas y fascinar con el relato de un paseo por una vieja ciudad castellana.
La literatura autobiográfica a menudo es solo a medias literatura y gracias a ello envejece menos que la literatura, sobre todo si no es gran literatura. Le pasa lo mismo que a la fotografía que, cuantas menos pretensiones artísticas tiene, más atractivo gana con el paso del tiempo.
Miguel Herráez titula Sobre ellos un libro en el que él resulta protagonista. La estructura externa –que se quiere innovadora y distinta, según leemos en la contraportada— es lo más prescindible, de una ingenuidad casi infantil. El volumen consta de 27 capítulos encabezados por cada una de las letras. Muchos escritores han recurrido al orden alfabético, a elaborar un peculiar diccionario, para ordenar sus elucubraciones. Bernardo Atxaga, durante un tiempo, reiteró hasta la saciedad el procedimiento para hablar de cualquier tema. Pero Miguel Herráez se limita a copiar la definición del diccionario (“Primera letra del alfabeto español y primera de sus vocales”, “Segunda letra del alfabeto español…”) para luego ponerse a hablar de cualquier cosa.
¿De cualquier cosa? Nos traza el autorretrato de un profesor universitario, especialista en Julio Cortázar, que es invitado por las más prestigiosas universidades, que vive en Valencia y marcha siempre que puede a París. Las minuciosas anotaciones de un diario sin fechas (pero que la fecha final nos lo sitúa poco después de que el autor cumpla cincuenta años), se entremezclan con las evocaciones memorialísticas, referidas especialmente a la época juvenil, la de su iniciación literaria. A veces el tono se hace ensayístico, como cuando se nos reseñan dos novedades recientes sobre Julio Cortázar o se vuelve una y otra vez sobre la literatura del “boom” (para utilizar la terminología de la época) y se subraya la novedad que supuso la irrupción de Vargas Llosa o García Márquez en el cansino panorama de la novela realista española.
Los modelos de Miguel Herráez en este libro misceláneo, que se ilustra con fotografías, están claros: el Sebald de Los anillos de Saturno, el Javier Marías de Negra espalda del tiempo. La insistencia en el azar y en las inverosímiles casualidades remite a Paul Auster.
Las historias vistas, o entrevistas, las historias leídas y hábilmente resumidas nos interesan más que los encuentros del profesor Miguel Herráez con sus alumnos (subraya su desinterés, como es habitual) o el énfasis que pone en hablarnos de sus varias intervenciones académicas o en glosar su currículum. Por detrás del aparente desorden del volumen (caprichosamente enmascarado por el orden alfabético), hay una cuidadosa estructura musical, de tema con variaciones, de acordes y resonancias. Un relato ajeno, “Transition”, de Blackwood, le sirve para formular la intuición central del libro, que podría formularse con un título cernudiano: “vivir sin estar viviendo”. El resumen que nos ofrece Miguel Herráez tiene valor por sí mismo y podría pasar a cualquier antología del relato breve.
John Mudbury regresa del trabajo por el centro de Londres, carga con regalos (es casi Navidad) para su esposa e hijos, camina feliz, abstraído en sus pensamientos, avanza por Piccadilly Circus entre la gente para tomar el autobús que le lleve a casa, pone un pie en la calzada y logra evitar por muy poco que un taxi le atropelle. Pronto se recupera del susto. La vida le sonríe (es casi Navidad). Decide regresar caminando, atraviesa por Glasshouse y enlaza hacia Regent Street, luego por Clifford y New Bond, de repente ya ha arribado al norte de Hyde Park, y no tarda en encontrarse frente a la verja de su vivienda. Alguien le saluda, alguien que le resulta familiar, pero que no acaba de reconocer. La casa parece estar llena de gente. ¿Se trata de una fiesta? John Mudbury ve a través de la ventana a su esposa y a sus hijos apesadumbrados. No comprende, trae regalos, es casi Navidad, ¿qué pasa? En ese momento consigue recordar quién le ha saludado, quien le ha dicho por favor, señor Mudbury, pase por aquí, extendiendo su mano hacia la puerta de la casa. Es James Epiphany, muerto hace años. Entonces John Mudbury comprende la verdad. Le ha atropellado el taxi. Él es solo un fantasma.
Quizá el título de este libro desigual y desolado, lleno de detalles exactos y de inteligentes lecturas, al que quizá le falte una pizca de autoría, alude a los fantasmas que nos rodean y que esperan pacientes a que nos convirtamos en uno de ellos. O quizá ya nos hemos convertido y aún no nos damos cuenta.

jueves, 17 de junio de 2010

Vila-Matas, Casas Ros y otras supercherías


Antoni Casas Ros,
Enigma,
Seix Barral, Barcelona, 2010.


Literatura y superchería siempre han ido de la mano. Recordemos el caso de Ossian, aquel bardo escocés del siglo III, que descubierto y traducido por Macpherson a finales del XVIII, fascinó a toda Europa, fue imitado y traducido por Goethe y por Espronceda, y no era en realidad sino una invención del presunto traductor. O el caso, más trágico, de Thomas Chatterton, que se suicidó el 24 de agosto de 1770, a los diecisiete años, nueve meses y cuatro días, porque no pudo resistir que se hiciera público que él era el autor de los poemas recién conocidos de Thomas Rowley, un poeta del siglo XV que todavía sigue fascinando.
Más reciente, y algo distinto, es el caso de los escritores famosos por no querer ser famosos, lo que podríamos llamar el síndrome Salinger. “Tal vez el verdadero misterio –cito a Rodrigo Fresán— resida no en que un escritor decida desaparecer, sino en que haya tantos escritores mostrándose demasiado”. No querer dar entrevistas, asistir a festivales literarios y programas de televisión, no querer ser otra cosa que un nombre al frente de un libro consistiría así un acto heroico y llamativo, algo de lo que pocos resultarían capaces. Olvida Fresán que esa es la situación de la mayoría de los escritores, que no es necesario hacer nada para, una vez publicado un libro, dejar que se defienda solo, no dar entrevistas, no presentarlo, etc., etc. Al contrario: lo que requiere un esfuerzo, a veces heroico, es conseguir que se hable de una obra, que llegue siquiera a las librerías, que asome en los suplementos literarios… Si un autor no quiere presencia pública, lo tiene fácil. No importa lo famoso que sea, le basta con buscar un editor –abundan— de los que imprimen un libro y se desentienden del libro.
Pero por lo general el síndrome Salinger es un recurso publicitario más: un autor sin demasiado interés finge que se oculta para tratar de despertar así algún interés. En el caso de Antoni Casas Ros se aúna la doble superchería. La solapa de sus libros (que aparecen primero en francés, en una prestigiosa editorial, y en seguida son traducidos al español) nos dice que nació en la Cataluña francesa en 1972, de madre italiana y padre catalán, que sus estudios de matemáticas se vieron interrumpidos por un accidente que le desfiguró el rostro y le llevó a ocultarse y a dedicarse a la literatura. Enrique Vila-Matas, que gusta de hacer literatura de la literatura, ha ido sembrando pistas acá y allá para que sospechemos que es una máscara suya.
En Enigma, la segunda novela de Casas Ros, ocupa Vila-Matas un lugar destacado: aparece como personaje, es el escritor más admirado por todos, se utiliza el título de una obra suya para dar nombre a la librería, Bartleby & Co., que está en el centro del relato… Pero, más que un homenaje, Enigma parece una parodia de su literaturizada literatura. Baste un ejemplo. Uno de los cuatro protagonistas –y narradores alternos— de la historia es Ricardo, un poeta inédito que se gana la vida como asesino a sueldo. Tiene una curiosa costumbre: cuando recibe la foto de la persona que ha de ejecutar, busca un poema que esté acorde con ella y lo va recitando mentalmente mientras llega al lugar del crimen; luego –antes de disparar— lo recita en voz alta ante los ojos, nos imaginamos que doblemente atónitos, de la víctima. Su carrera de eficaz asesino a sueldo termina cuando no puede realizar una ejecución porque la víctima, tras escuchar a Antonio Machado (“Todo pasa y todo queda, / pero lo nuestro es pasar, / pasar haciendo caminos, / caminos sobre la mar”), no sabemos si con música de Serrat, se levanta, va hacía la biblioteca, elige parsimoniosamente un libro, se vuelve a sentar, y lee un poema de Clara Janés al desconocido que la apunta con una pistola: “Tala tu sombra / y húndete en la noche. / Yo no quiero distancia / en el abrazo. / Aléjate. / Tala tu sombra / y húndete en la noche. / Envuélvete en tu capa / y en tu nombre”.
Jorge Luis Borges se ha referido alguna vez a las carcajadas homéricas con que él y Bioy Casares interrumpían su escritura cuando se les ocurría algún nuevo disparate de Bustos Domecq o de Suárez Lynch. No sabemos si también el equipo editorial de Seix Barral que ha perpetrado esta superchería estallaría en carcajadas ante ese y otros desopilantes disparates.
¿Homenaje o parodia al mundo de Vila-Matas, a esa literatura sobre literatura que tanto fascina a algunos letraheridos? Ya hemos hablado de Ricardo, el poeta inédito que gracias a Clara Janés abandona el mundo del crimen y comienza a ser famoso porque la revista de la Asociación de Escritores Catalanes va a publicarle unos poemas. El otro personaje masculino es Joaquim, un prestigioso profesor universitario que padece el extraño mal que da título a la novela, el Síndrome Enigma, consistente en no soportar el final de la mayoría de los libros. Luego está Zoe, una alumna suya y naturalmente enamorada de él, que sueña con escribir una novela: “Intento captar lo que los demás no ven, me paso largas horas experimentando la banalidad del mundo hasta el instante en que esta comienza a exhalar un perfume, un perfume que se metamorfosea en palabras”. Sus maestros son dos autores de “crónicas del casi nada”: José Saramago y Antonio Lobo Antunes. Ella misma dice que sus textos son “frágiles como texturas cristalinas”. Naturalmente, y como no podía ser de otra manera, la novela que Zoe quiere escribir es la que estamos leyendo. Completa el cuarteto –El cuarteto de la Barceloneta podía haberse titulado el libro, parodiando a Durrell— una japonesa, Naoki, a la que un trauma sufrido a los quince años ha dejado muda, y que enloquece a los hombres, aunque ella sea insensible a su atractivo. Pura literatura, en el peor sentido de la palabra, una vez más: “Mi discurso interior se compone únicamente de frases musicales. A cada gesto corresponde una melodía que surge espontáneamente. Un gesto es Debussy, una expresión del rostro Bartók. En ocasiones, más raramente, emergen las palabras de un poeta. Pero sobre mi vida, sobre mis emociones, no oigo más que silencio, espacio vacío, o a veces aflora un haiku”. Los personajes hacen el amor de dos en dos, de tres en tres, de cuatro en cuatro, y los autores de esta novela escrita a dos, a tres o a cuatro manos juegan a parodiar la literatura erótica. O eso parece, aunque quizá hagan el ridículo en serio. Hay también un misterioso club, el Ónix, que cada día cambia de local y en el que una niña, el Ángel, decide el destino de cada uno.
Leemos Enigma, de Antoni Casas Ros, y pensamos que como broma, como homenaje a la idea que los adolescentes de cualquier edad se hacen de la literatura, no deja de tener su gracia. Una anécdota más que añadir a la historia menor de la literatura y con la que entretenerse en las tertulias literarias.

jueves, 10 de junio de 2010

Abelardo Linares: El amor y otras imperfecciones


Abelardo Linares,
Y ningún otro cielo,
Barcelona, Tusquets, 2010.


La poesía tiene su tiempo, que no es el que obliga a presentar una nueva moda cada temporada, y hay poetas que saben respetarlo. En 1995, con Panorama, anticipó Abelardo Linares los poemas de su último libro. Quince años ha necesitado para ofrecérnoslo completo.
Los poemas de Abelardo Linares parten siempre de una muy concreta tradición, son poemas de un virtuoso que conoce bien su oficio y que unas veces gusta de exhibir y otras de disimular su maestría. Si en su primer libro, Mitos, se aproximó al modernismo, en Y ningún otro cielo muestra que ha aprendido bien la lección mejor de la vanguardia histórica, especialmente el ultraísmo y el creacionismo de los años veinte. Como los poetas de entonces no duda en bordear o incurrir abiertamente en la greguería: “No quiero más abrazo que el de tu sombra / de metal humedecido ni otra sonrisa / que la de las diez y diez en la blanda esfera de mi reloj”.
El ejemplo de Paul Morand (a él, como no podía ser de otra manera, se dedica el más ingenioso de los poemas sobre Nueva York) y del Luis Cernuda surrealista están muy presente en este volumen: “Razonable como el susurro de un carburador de seis cilindros / como un mantel inmaculado a las doce en punto del mediodía / como una pamela de ochenta centímetros una mañana de carreras”.
Desde sus comienzos, la poesía de Abelardo Linares (y la de algún otro cercano compañero de generación, como Fernando Ortiz) corrió el riesgo de convertirse en una serie de ejercicios de estilo, en un brillante cuaderno de homenajes. Un frustrado soneto neobarroco (“Contrasentido”) y una prescindible “Escena de frontera”, que no habrían desdeñado firmar ni Zorrilla ni el duque de Rivas, ejemplifican que ese riesgo no está del todo ausente en un libro que destaca, sin embargo, no por sus manierismos formales, sino por la desnuda intensidad de sus poemas de amor. “Oración”, por ejemplo, de donde procede el título: “No la eternidad, sino las horas / arañadas al tiempo contigo. / Y ningún otro cielo / que el que quiera llegarme de tu boca, / húmeda de muchos besos. / Porque ya en nada creo, con mi alma y mi cuerpo, / sino en la certeza ardiente de tu piel contra la mía / y en la alegría, siempre fresca y erguida siempre, de tu mirada / y en el puñado de luz que es tu sonrisa. / Tu sonrisa que limpia toda sombra y toda tristeza, / tu sonrisa que quita los pecados del mundo”.
En Abelardo Linares se da la misma paradoja que en Pedro Salinas (otro de sus maestros confesos), el poeta más conceptuoso e ingenioso de su generación y a la vez el más apasionado.
Un lector descortésmente minucioso podría poner algunos reparos a este demorado volumen que algo tiene de recopilación de poemas dispersos. Señalar, por ejemplo, el escaso acierto con que se cierra la (algo tópica) postal que lo inicia, “Skyline”. Si alguien cruza “en un taxi amarillo” el puente de Brooklyn y ve, ante él, “el mayor decorado de los siglos de los siglos / recortándose sobre un fondo azul, intensamente azul”, la duda del último verso carece de sentido (“Justo a medio camino del puente de Brooklyn, / llegando o despidiéndose, qué importa”), puesto que resulta claro que está llegando a Manhattan. De la larga letanía “Variaciones sobre el deseo” podrían tacharse algunas banales líneas sin que perdiera nada (todo lo contrario) el hipnótico conjunto: “El deseo me asaltó por sorpresa junto a tu casa y no pude defenderme”. También con las “soleares” (tan memorables algunas como las del mejor Manuel Machado) podía haberse sido más riguroso: “Mira tú qué tontería: / pensando llegué a pensar / que, pensando, me querías”. Ese segundo “pensando” parece un ripioso relleno. Ofrezco una variante: “Mira tú qué tontería: / pensando llegué a pensar / que, sin querer, me querías”. La última de estas estrofas neo popularistas dice: “Fui aprendiendo a quererte / tan sin darme cuenta apenas / que no acerté a defenderme”. Pero el aprendizaje suele implicar voluntad de aprender. Quizá quedaría mejor: “Fui comenzando a quererte / tan sin darme cuenta apenas / que no acerté a defenderme”. Y para terminar estas observaciones se podría señalar que no todos los cambios introducidos en “La juventud del mundo” (publicado por primera vez en Mitos, la poesía reunida del año 2001) lo mejoran. Los versos finales decían así: “Todo estaba esperándote. / Porque gracias a tu hermosura, de la remota edad del universo, / es aún joven el mundo y con él mis ojos”. En la versión actual “de la remota edad del universo” se convierte en “de la recién nacida y remota edad del universo”, una paradoja que no añade, sino que confunde y resta.
Pero en poesía la unidad no es el libro de poemas, sino el poema. En este aleatorio conjunto hay un puñado de poemas que agrandan el mundo y que solo podía haber escrito Abelardo Linares. “Certezas”, el primero de ellos, con su sucesión de imágenes a la vez realistas e irracionales que nos llevan hasta la “certeza de haber muerto”; “La puerta”, otra de las impactantes estampas surrealistas; casi todos los poemas de amor de la última parte.
La enumeración más o menos caótica (la usó Salinas, pero aquí el modelo es Borges) es uno de los recursos preferidos del último Abelardo Linares (“El día en que fui feliz”, “Colección de recuerdos”). En “El regreso de Heráclito” la técnica enumerativa se utiliza para trazar un satírico panorama de la poesía española contemporánea. El lector puede entretenerse colocando nombres: “Los místicos dispuestos a renunciar a todo salvo al aplauso” (¿Valente?), “Los que nunca dejan de ostentar en su pechera los muchos galardones que ganó su humildad” (¿Gamoneda?), “Los que posan de antisistema o de revolucionarios para mayor gloria ecológica de su currículum poético” (¿Jorge Riechmann?), “Los que rotundamente entienden que si algo se entiende no es poesía” (¿Caballero Bonald?).
Abelardo Linares, el poeta que más y mejor conoce la poesía de lengua española entre el modernismo y la vanguardia, podía haberse quedado en el artesano perfeccionista y epigonal que también es. Como a Pedro Salinas, el amor –que siempre llega a tiempo aunque llegue a destiempo o a contratiempo— le ha convertido en uno de los nombres imprescindibles de nuestro tiempo.

jueves, 3 de junio de 2010

Miguel d’Ors a pesar de todo

Miguel d’Ors,
Sociedad limitada ,
Renacimiento, Sevilla, 2010.


Miguel d’Ors es un poeta paradójico: emocionante e irritante, tradicional y experimental, bien humorado y cascarrabias, con frecuencia uno de los mayores poetas de nuestro tiempo y en no raras ocasiones un sectario versificador.
“Un poco más de confianza en el trato con la poesía” afirma en el prólogo que le han dado los años —pronto hará cuarenta— que lleva publicando libros de versos. Esa confianza a ratos parece excesiva. ¿A qué poeta de hoy se le ocurriría iniciar un libro rimando “degustar” con “Aznar”, “coplero” con “Zapatero” y “mirlo blanco” con “Franco”? Y no le importa despedirse, nada solemne, con un soneto en que no duda en utilizar la interjección “plaf” y en el que la poesía se presenta inopinadamente “del mismo modo que (según se cuenta) / una noche grisácea de los años 50 / se presentó Ava Gardner ante Mario Cabré”.
Él mismo manifiesta sus dudas, en el inteligente prólogo (dos páginas muy suyas que valen por todo un tratado), a propósito de “À une passante”, variación sobre un famoso poema de Baudelaire que cuenta con infinitas variaciones, pero seguro que ninguna parecida a la suya: “Mira que es ordinaria y gorda. ¡Y esa falda!”.
La poesía de Miguel d’Ors solo parece coloquial y directa al lector apresurado: pocos poetas tan ingeniosos, tan preocupados de eludir el tópico, tan minuciosamente artesanales. Con cada poema se propone un nuevo reto, darle otra vuelta a sus obsesiones de siempre. El lector que descubre el punto de partida del texto y los problemas que plantea y cómo se van resolviendo con rara pericia disfrutará doblemente.
“Desde mi ventana”, el poema que menciona a Aznar y Zapatero, contrapone el tiempo de los hombres y el tiempo de la naturaleza, historia e intrahistoria, lo pasajero y lo eterno (detrás está Keats y está Unamuno) y lo hace jugando, como sin darle importancia. Sabiamente el poema con que comienza el libro: es toda una poética.
“Tantísimas tontísimas preguntas” se titula el poema siguiente, que reescribe una oda de Fray Luis (“¿Cuándo será que pueda / libre de esta prisión volar al cielo…?”), incluye una greguería de Gómez de la Serna y termina parafraseando el famoso final de “Lo fatal”, de Rubén Darío. El resultado es Miguel d’Ors de cuerpo entero: “¿Cuándo será que pueda explicarme por qué / el llamarse Guillermo predispone / a la desobediencia y a las pecas, / qué pasa entre la luna y el piano, / por qué razón tan poco razonable / hay semanas que sólo tienen lunes…?”
Con “Belinha (1958-2005)” el poeta se pone por primera vez serio. En esa conmovedora elegía ya no habla solo el poeta, también el creyente, pero sigue hablando para todos los lectores. Las creencias de d’Ors casi nunca son certezas catequísticas, están llenas de dudas, e incluso a ratos se permite juguetear con ellas, como en “Un poco más de lógica teológica”, donde razona su preferencia por un dios “tirano caprichoso” frente a otro que es “la misma Justicia”.
A Miguel d’Ors le gustan los poemas paradójicos, darle la vuelta a las obviedades, llevarle la contraria a los tópicos de la sociedad contemporánea, que él detesta porque es una “sociedad limitada” —de ahí el título del libro— “incapaz de levantar la vista por encima de lo físico, lo racional, lo útil y lo rentable”. En esa crítica no duda en incurrir en el más descarado sofisma. Hoy en día “Los placeres prohibidos”, nos dice en el poema de cernudiano título, son los más elementales —una copa de Rioja, fumar “un lento distraído cigarrillo”—, pero el placer mayor es el de ser “gracias a Dios, exactamente / todo lo que aborrece esa canalla”. Y el lector piensa que, hombre, tampoco es para ponerse así, que a un poeta se le pueden permitir muchas cosas pero indignarse porque se prohíbe el vino de Rioja (cuando lo único que se persigue es conducir borracho) o fumar un cigarrillo (cuando lo único que se veta es hacerlo en lugares públicos para proteger la salud de otras personas) parece excesiva licencia poética. Pero, aunque nos burlamos de la moraleja, admiramos la gracia versificadora.
Para admirar a un poeta no necesitamos, como es bien sabido, compartir sus creencias religiosas ni sus ideas políticas. Admiramos a Pablo Neruda, a pesar de sus cantos a Stalin, y no dejamos de admirar a Miguel d’Ors porque, ya jubilado, se atreva a confesar lo que siempre hemos sospechado (aunque él afirme lo contrario) que, si la ocasión se presenta, sería de los primeros en echarse al monte “con el cetme en la mano, / detrás de la bandera rojigualda, / el Crucifijo al cuello, / disparando con toda la intención / y gritando Por Dios y por España”. Claro que esas sinceras confesiones (que le aproximan tanto a otros peligrosos patriotas abertzales y creyentes más o menos afganos) le suelen sentar al poema como a un Cristo dos pistolas.
Algo hay de deliberadamente irritante en este libro, en el que su autor se ve a sí mismo como un militante contra el Sistema, como un valeroso y solitario detractor de lo políticamente correcto (ignora que su nombre es legión, que lo que escasea en la sociedad contemporánea es la racionalidad, no la fe en este o en aquel Dios más o menos respetable o en cualquier poco respetable superchería).
Pero cuántos poemas memorables encontramos en Sociedad limitada, cuántos poemas en los que de pronto el reiterado artificio (las enumeraciones, los pequeños detalles exactos, la adjetivación precisa y sorprendente) se convierte en inédita emoción y magia: “Made in Pakistan” es uno de los más conmovedores poemas sociales que se hayan escrito nunca; “La gratitud del campo” salva para siempre “una perfumada mañana vegetal”; “Más misterios” convierte la primera mirada de un recién nacido a su abuelo (algo tan proclive al peor ternurismo) en una inolvidable reflexión sobre los enigmas de la existencia… Quien es capaz de escribir estos y otros poemas (“En mí”, que reescribe de original manera “Para que yo me llame Ángel González”, “A dos sombras de 1874” donde tras el evidente homenaje a Borges se esconde una reescritura de “In memoriam”, de Víctor Botas), merece toda nuestra gratitud y que nos hagamos los distraídos cuando se olvide de su talento para contar un chiste xenófobo o proclamar contundentemente y al margen de la verdad del poema sus verdades religiosas o su acrítica crítica del mundo contemporáneo.