jueves, 24 de febrero de 2011

La costumbre de no leer o Juan Ramón y sus editores


Juan Ramón Jiménez
Alerta
Visor, Madrid, 2010
Texto preparado por Javier Blasco
Prólogo de Armando Romero


Eduardo Aunós, un conocido político de la época de Primo de Rivera y del primer franquismo, fue famoso por su erudita grafomanía. En la colección Austral puede encontrar el curioso algunas de sus obras. Eugenio d’Ors, que tuvo que elogiarlo muchas veces en público, decía de él en privado que “si hubiera leído tantos libros como ha escrito, sería sin duda el hombre más culto del mundo”. En su monumental Biografía de Venecia (1948), dedicada precisamente a d’Ors (“que a ejemplo de los Dux venecianos se desposa con la sabiduría a la que ofrenda cotidianamente el anillo nupcial de sus glosas”), el anónimo colaborador le gastó la broma de confundir el puente de Rialto con el de los Suspiros: ni el autor ni ninguno de sus entusiastas comentaristas en la prensa de entonces se percató de ello.
Y es que hay libros que no se leen, no ya por el público al que parecen destinados, sino ni siquiera por sus autores, editores, prologuistas. Algún ejemplo de ello he señalado ya en la elegante edición que con motivo del trienio Zenobia-Juan Ramón Jiménez (2006-2008) publica Visor en colaboración con la Diputación de Huelva (y algunas otras instituciones públicas). Frente a la anterior edición en tomos sueltos de lo fundamental de la obra del poeta, aparecida en 1981 con motivo del centenario, esta ofrece la peculiaridad de dedicar un amplio espacio –siete tomos— a la prosa crítica, en buena parte desconocida y llena de sorpresas para la mayor parte de los lectores del poeta.
La última entrega aparecida se titula Alerta y está, según nos dice el prologuista, Armando Romero, basada “en sus proyectadas charlas radiofónicas a principio de la década del 40 en Washington”. No hay ninguna otra indicación sobre la procedencia de los textos. Una peculiaridad de la serie es carecer de notas a la edición: sus prólogos no tienen una intención erudita, están encargados por lo general a prestigiosos escritores que tratan de ofrecer (y a menudo lo consiguen) una lectura atractiva y actual de la poesía de Juan Ramón Jiménez. Pero cuando se trata de obras que el poeta dejó a medio hacer (más de la mitad de las suyas) esas anotaciones no son capricho académico, sino necesidad: el editor se ve forzado a intervenir, a ser de algún modo coautor, y debe dejar constancia de esa intervención.
Armando Romero, prologuista de Alerta, no ha leído, o no ha leído con la suficiente atención, el libro que prologa. En caso contrario, se habría dado cuenta de que los textos reunidos proceden no solo de intervenciones radiofónicas, sino también de sus clases. En uno de los capítulos dedicados a Miguel de Unamuno escribe: “La primera parte de la conversación es una lectura. Observo que ustedes toman más notas cuando leo que cuando hablo. Y la síntesis de Unamuno se limita mejor con la escritura que con la palabra. Lo que más me importa en estas clases es ser claro y conciso. Suplico al Dr. R. O. que me dé la hora”.
No ha leído el libro el prologuista, no lo ha leído tampoco quien figura en la portada como encargado de la preparación del texto, Javier Blasco, catedrático de Literatura y uno de los mayores expertos en la poesía de Juan Ramón y en el modernismo. El caso de Javier Blasco, que dirige la colección junto a Francisco Silvera, es aún más incomprensible. Los criterios generales de la edición (ya sabemos que los particulares de cada tomo no figuran en ninguna parte) han decidido publicarlos, no al comienzo, como sería lo lógico, sino en el último tomo de índices, un tomo que, cinco años después de comenzada la publicación, todavía no ha aparecido, ni se sabe cuándo aparecerá. Pero el lector curioso puede encontrarlos anticipadamente en el número monográfico que la revista Cuadernos Hispanoamericanos (julio-agosto 2007) dedicó al poeta con el título de “El hilo del laberinto: escritura y conciencia en inacabable metamorfosis”. Entre otras muy inteligentes reflexiones sobre los problemas editoriales que plantea la obra de Juan Ramón Jiménez, siempre en constante revisión, se nos dice que los fragmentos, los borradores de un texto, deben incluirse en apéndice y no en el cuerpo del libro que el moderno editor se ocupa de organizar.
Si Javier Blasco hubiera leído el libro cuyo texto teóricamente ha preparado habría colocado en apéndice, y no tras el primer prólogo, un segundo prólogo que no es más que una incompleta versión inicial (casi todos sus párrafos terminan de la misma manera: con un “etc.”).Y no es el único caso.
Aparte de estas desidias –debidas seguramente a que quienes aceptaron este encargo por parte de las instituciones públicas correspondientes delegaron en exceso en colaboradores desatentos—, Alerta es un libro espléndido, una buena muestra del Juan Ramón Jiménez que menos ha envejecido. Hay un largo capítulo, “El modernismo poético en España y en Hispanoamérica”, en el que autobiografía y crítica se mezclan de ejemplar manera. Las páginas que se dedican a Unamuno, un escritor que pudiera parecer en las antípodas suyas, siguen siendo inteligente y amorosamente iluminadoras, a pesar de tanto como se ha escrito sobre el rector salmantino.
Junto a la crítica hay también autocrítica. De su libro Arias tristes (que acaba de aparecer en esta misma colección excelentemente prologado por Aurora Luque) nos dice “que influyó, por desgracia, en América y en España, con su lamentable pesimismo necio”. Y al Diario de un poeta recién casado lo considera “la jactancia impertinente de un joven sorprendido que no quiere asustarse y sí asustar”.
Las páginas dedicadas a la poesía norteamericana quizá ayuden más a entender la poesía del propio Juan Ramón, un crítico que se esfuerza siempre por estar bien informado, pero que rehúye deliberadamente la aséptica imparcialidad. El radical rechazo de Eliot se refuerza con la caricatura, a medio camino entre el surrealismo y los dibujos animados, de su apariencia física: “Yo me represento a T. S. Eliot (por su obra y por las fotografías de su persona) como un ente monstruoso humano (esas orejas de elefante, esos ojos de óptica, ese mentón de cartón piedra), que tiene una y sola mano, grande como un anuncio de guante de mano, en vez de cabeza, y dos cabezas inadvertidas en vez de manos”.
Si a partir de los años veinte, cuando aumentó su capacidad creativa a la vez que su obsesión autocrítica, Juan Ramón Jiménez fue incapaz de ordenar adecuadamente su obra, quizá no debemos ser demasiado exigentes con los editores que, a su muerte, han intentado poner orden en el caos, farragoso a ratos y a menudo deslumbrante, de sus inéditos. Pero no estaría mal que algunos editores se exigieran un poco más a sí mismo o controlaran un poco mejor la utilización de su nombre.

3 comentarios:

  1. Espléndida reseña. Creo encontrar dos pequeños anacolutos y los dejo aquí destacados por si fuera del interés del administrador del blog. Si no me engaño, lo que subrayo sobra:
    "Y es que hay libros que no se leen, no ya el por el público al que parecen destinados, sino ni siquiera por sus autores, editores, prologuistas."
    Enhorabuena por el blog.

    ResponderEliminar
  2. Las dos segundas palabras que había subrayado no sobraban. Mis disculpas. No entendí bien la oración: no hay anacoluto.
    Un saludo.

    ResponderEliminar
  3. A mí también me sorprendió tanto la agudeza crítica de JRJ como la pésima edición de este libro. Además de lo que ud. comenta, hay tantas erratas que creo que ni el editor ni el corrector lo han leído...

    Un saludo y gracias por su acertada reseña.

    ResponderEliminar