jueves, 27 de octubre de 2011

Sergio Fernández Salvador: De silencios y asombros


Sergio Fernández Salvador
Quietud
La Isla de Siltolá. Sevilla, 2011.


La escueta nota biográfica que figura en la contraportada de Quietud nos indica que su autor nació en León en 1975 y que se trata de su primer libro. Nada más sabemos de Sergio Fernández Salvador.
       Pronto sabremos muchas más cosas, y entre ellas la principal: que se trata de un poeta verdadero, más verdadero que novedoso. Sorprende la reciedumbre de los poemas, su apego a la tierra, el afán de trascendencia junto a ciertas notas de cotidianidad y humor.
            El poema inicial utiliza la técnica del “engaño-desengaño” (tan característica de algunos poemas de Manuel Machado) para hablarnos del arma más peligrosa de todas, las palabras, “pues las carga el diablo”. Pero no es el ingenio el rasgo más característico del libro (también lo encontramos en “Vida de las bolsas” y en algún verso que es casi greguería: “Le cose el tren remiendos a la vieja Castilla”), sino el gusto por la descripción y las estampas familiares junto a la unamuniama inquietud metafísica.
            Unamuno es un poeta muy presente en Quietud ya desde la cita inicial: “¡Oh reposo viviente; / florece solo el agua que está queda!”. En algún caso puede hablarse de directo homenaje, como en las “Dos elegías leonesas”, que comienzan, como el tan citado poema del Cancionero, enumerando topónimos (uno de ellos, montañas: “Catoute, Miravelles, Correcillas…”, y el otro pueblos: “Piornedo, Cofiñal, Fondebadón…”). Lo más frecuente, sin embargo, es que, aprendida bien la lección, el poeta acierte a evitar el pastiche. Coincide así con poetas más recientes que han sabido seguir el ejemplo del rector salmantino esquivando sus manierismos y su frecuente aspereza verbal, como Andrés Trapiello o Antonio Moreno.
            Pero indagar en la genealogía de Quietud –está también ocasionalmente presente Miguel d’Ors— tiene menos interés que ir subrayando aquellos poemas en los que, sin saber cómo, se produce el prodigio: las palabras van más allá de las palabras, nos permiten ver el mundo de otra manera.
            Comienzo este recuento de poemas memorables con “Nocturno”: el paisaje de la noche visto a través de una ventana y la constatación final de que no existen “dos silencios iguales”. El poema siguiente, sin título, se refiere a uno de esos silencios, “misterio primigenio anterior a la música”.
            “Larus Michahellis” nos habla de un tema muy manido, las gaviotas, pero sabe hacerlo alternando los tonos y evitando casi siempre el tópico: “Si a la tarde se atreven a posarse en la playa / caminan tal prudentes jubilados, / las manos a la espalda, ponderando. / Al ocaso se van, riéndose de todo, / a recogerse al castro o a cantil”. El verso final no acierta a resistir la tentación del caligrama.
            Una fotografía (“Cada vez que conecto mi ordenador te veo”) es el punto de partida de “A una roca anfibia”, que en algunos momentos alcanza el empaque de una oda clásica y que termina con un verso que no habría desdeñado firmar Unamuno: “ansia enterrada, muela del orbe, mundo en ti”.
            Quizá no está a la altura de otros poemas “Bolígrafo rojo”, pero es un curioso y original poema de amor. Un editor de la época barroca le pondría un título descriptivo: “El poeta se imagina a su amada corrigiendo exámenes”. Los versos más convencionalmente líricos (“La ventana está abierta y da a los grillos / y a la flor de la acacia”) alternan con otros de humorístico prosaísmo.
            El “Rojo fruto” –así se titula la sección— de los haikus y las tankas no siempre resulta aprovechable. Sergio Fernández Salvador parece necesitar algo más de espacio para sus intuitivos chispazos. Tampoco el laborioso soneto alejandrino “La otra orilla”, con su aire de fábula moral, resulta enteramente conseguido.
            “Acantilados de Buelna” nos vuelve a mostrar al poeta de la naturaleza, mientras que “Savia, sangre” incide en un tema –el de la paternidad— que se presta a todos los consabidos ternurismos, a las fáciles falacias patéticas, y consigue esquivarlos con acierto.
            “Per se” formula la poética que está detrás de los mejores poemas de “Quietud”: “dar noticia cabal del mundo”, levantar “acta fiel de los instantes”, sin la necesidad “de encontrar enseñanzas”, “de buscar moralejas”
Termino este recuento con “Mirlo en el jardín” y con “Moneda última”, dos poemas que bastan, no ya para justificar un libro, sino a un autor.
Hay titubeos, ocasionales torpezas, en Quietud, como no podía ser de otra manera en un poeta nuevo que aparece de pronto, no sabemos de dónde (no tenemos noticia de que hubiera efectuado siquiera el habitual aprendizaje en revistas), pero sirven para subrayar aún más el inesperado y conmovedor prodigio de tantas palabras verdaderas.

jueves, 20 de octubre de 2011

Jean-Claude Carrière: Una extraña pareja o la edición sin editores

Jean-Claude Carrière
Para matar el recuerdo. Memorias españolas
Barcelona. Lumen, 2011.


La más reciente película de Clint Eastwood, todavía no estrenada, se centra en las peculiares relaciones que Edgar Hoover, director del FBI, azote de mafiosos, criptocomunistas y homosexuales, mantuvo durante toda su vida adulta con Clyde Tolson, su lugarteniente.
No menos peculiares parecieron ser las que mantuvo Luis Buñuel con su guionista favorito, Jean-Claude Carrière. Este fue su método de trabajo durante más de veinte años: “Nos levantábamos a las siete y media, cada cual tomaba el desayuno donde quería, luego tres cuartos de hora para pasear, escribir cartas o descansar; después tres horas de trabajo, siempre en mi habitación, comida juntos a la una de la tarde, siesta durante media hora, tres horas más de trabajo por la tarde, otra media hora de reposo, una copa en un bar y finalmente cena, a veces a solas y otras rodeados de amigos”. Por la mañana, lo primero que hacían –como Borges y su madre— era contarse los sueños que habían tenido. Viajan juntos con frecuencia. En el parador de Úbeda vivieron “casi solos durante dos meses” (solo algunos cazadores se quedaban allí de tarde en tarde). Alguna vez al director las ideas se le ocurren en medio de la noche y entonces le pide al guionista que vaya a su habitación porque no puede esperar. Cuando ensayan el guión en el que están trabajando, interpretando cada uno un personaje, Buñuel “suele escoger el papel femenino”. Durante la preparación de Belle de jour, Francisco Rabal se convirtió en el guía de ambos por las casas de citas madrileñas: “A veces, pero en raras ocasiones, Paco y yo –nunca Luis— nos llevábamos alguna chica a la torre. En ocasiones se peleaban por él, y a veces las compartíamos”. A la mañana siguiente, el director de cine quería conocer todos los detalles de la velada. Escuchaba en silencio, explica Carrière, quien añade con cierta ingenuidad: “¿Lamentaba acaso no haberse unido a nosotros? No lo sé. Tenía entonces sesenta y tres años, era robusto, Jeanne Moreau lo encontraba ‘muy atractivo’ y, sin embargo, durante nuestros veinte años de amistad jamás le conocí la menor aventura, ni siquiera venial, ni una sola noche”.
            ¿Y quién era este Jean-Claude Carrière con quien Luis Buñuel quiso compartir los últimos veinte años de su vida? Si lo tuviéramos que juzgar por estas memorias, un completo fraude intelectual. El conocimiento de la cultura española que demuestra no va más allá del de un turista poco informado, salvo quizá en bares y restaurantes. Doy algunos ejemplos. Habla de Toledo y escribe: “Unos amigos españoles me aseguraron que algunas casas habían sido construidas sobre una muralla romana, otras sobre una árabe y que otras habían sido levantadas por los masones católicos (conversos) y que resultaba casi imposible distinguirlas”. ¿Qué masones católicos son esos que se identifican con los conversos? Sobre la sintaxis de la frase no diré nada: todo el libro está redactado así, como por alguien no muy ducho en el uso del lenguaje escrito (y no creo que sea culpa de la traductora, Paula Sanz Cifuentes).
            Comparando el francés con el español, se sorprende de que muchas palabras que en francés empiezan por “f” en español comiencen por “h” y comenta: “Como en todos los secretos, seguramente hay una explicación para esto, pero la desconozco”. Tantos amigos intelectuales y a ninguno se le ha ocurrido hablarle del origen latino de ambas lenguas.
            Tras la vuelta de Fernando VII, España entraría en un periodo de oscurantismo que no desaparecería “hasta la famosa generación de Unamuno, Valle-Inclán, Ortega y Gasset”, es decir –precisa—“hasta el siglo XX”. De la revolución del 68, de Clarín, no parece haber tenido noticias.
            Ya en una obra anterior, Nadie acabará con los libros, conversaciones con Umberto Eco, había afirmado Carrière que en España, por culpa de la Inquisición, no hubo literatura erótica hasta el siglo XX. En estas memorias nos enteramos de la fuente de tan peregrina afirmación. Cuenta que, paseando por las aceras de Madrid, se encontró una tarde con Fernando Trueba. Se fueron a cenar juntos y el director español le habló de su infancia en la España franquista, entre otras cosas: “También me dijo que no conocía ningún texto erótico de la literatura española anterior al siglo XX, tan concienzudo había sido el trabajo de la Inquisición. Como es natural, este fenómeno resulta inconcebible para un francés, del mismo modo que se lo hubiera parecido a un romano del siglo I o a un italiano del Renacimiento”. Dan ganas de ir a la librería más próxima, comprar dos ejemplares de El jardín de Venus, de Samaniego, o El arte de las putas, de Moratín padre, y enviárselos a Trueba y Carrière (pero me da la impresión que Trueba no iba a necesitarlos).
            ¿Y qué decir de la historia del padre de Fernando Rey que supuestamente le contó el propio Fernando Rey? Cierto que fue un general republicano, ayudante de campo de Azaña, condenado a muerte tras la guerra civil, pero todo lo demás es delirante fantasía: “Franco fue informado de ello (Fernando no sabía por quién) y encontró una argucia administrativa para salvarlo del paredón. El general estuvo unos años en prisión con apellido falso y más tarde fue liberado, pero con una condición: tenía que ser declarado oficialmente muerto. No podía dejarse ver ni salir de su casa, donde vivió treinta años en la misma habitación”. Su mujer fue declarada “viuda simbólica de la guerra” —extraña condición administrativa— y gracias a ello “cobraba una pensión”. Lo cierto es que Fernando Casado Veiga fue condenado a muerte, conmutada la pena por treinta años y luego (como Buero Vallejo, como tantos) salió en libertad más o menos vigilada y se ganó la vida como profesor de matemáticas en diversas academias particulares.
            Pero no se vayan porque aún hay más. Nos habla de José Bergamín, que fue su gran amigo, y escribe: “En el exilio fundó una revista de referencia, Cruz y Raya, muy valorada hoy en día”. Pero todo el mundo sabe –salvo Carrière y sus editores— que Cruz y Raya, junto a la Revista de Occidente, es una de las publicaciones fundamentales de la España republicana.
            Resultaría cruel seguir con la antología de lapsus, pero no me resisto a dejar de citar una última perla, que no debería faltar en ninguna antología del surrealismo: “Un día llegamos a pararnos en una capilla en la que escuchamos cantar a un coro de monjas de clausura. Era una impresión totalmente diferente a la que podíamos haber tenido en los cabarets de Barcelona”. ¡Menuda sorpresa debieron llevarse el ilustre director y su inseparable guionista al comprobar que las monjas de clausura no cantan como las cabareteras!
            Parece que los grandes grupos editoriales –Lumen forma parte de Random House Mondadori— han prescindido de la figura del editor responsable que lee los libros antes de publicarlos y hace al autor las observaciones pertinentes. Quizá saben que no es necesario. Seguro que este volumen –curioso a pesar de todo, especialmente por lo que dice sin querer decirlo— recibe los vagos elogios habituales en los suplementos habituales por reseñistas que continúan la publicidad editorial por otros medios y que han tomado la precaución de limitarse solo a hojearlo.

jueves, 13 de octubre de 2011

Andrés Neuman: El arte nuevo de contar un cuento

Andrés Neuman
Hacerse el muerto
Páginas de Espuma. Madrid, 2011.


“Cualquier forma breve podría ser un cuento”, escribe Andrés Neuman al comienzo de una de las series de aforismos con las que, según costumbre, cierra su último libro de relatos. Añade una precisión que no precisa demasiado: “siempre que logre crear sensación de ficción”.
            ¿Logra crear una sensación de ficción el más breve de los que incluye en Hacerse el muerto? Se titula “Ambigüedad de las paradojas” y dice así: “Enterramos a mi madre un sábado al mediodía. Hacía un sol espléndido”.  La dedicatoria final (“El libro entero, siempre, para mi madre. Ella me cuenta”) nos indica que ese relato, y toda la sección en que se incluye, “Una silla para alguien”, tiene menos que ver con la ficción que con la elegía. “Acabo de soñar con mi madre” comienza otra de estas breves y conmovedoras prosas (el sueño sucede en un auditorio de Granada, el último lugar donde ella tocó el violín). Otro comienzo: “Es un día de sol y mi madre ha vuelto. De no se sabe dónde, no se sabe cómo”.
            La literatura es una mentira que, cuando acierta, siempre dice la verdad y donde la verdad, para serlo de verdad, tiene que disfrazarse de mentira. En el brillante cuaderno de ejercicios que es Hacerse el muerto el mayor logro consiste en no distinguir entre la verdad de la vida y la verdad de la literatura.
            En un taller literario, las prosas varias de Andrés Neuman (treinta, agrupadas en seis secciones de cinco cada una) podrían servir para ejemplificar las distintas técnicas con que construir “un cuento posmoderno”. Los aforismos, que no siempre dan en el blanco (como todos los aforismos), y a veces ni lo pretenden, sirven de complemento. Una cita de Novalis aclara que “no hay ninguna diferencia real entre teoría y praxis”, entre decir y hacer.
            La variación, más o menos paródica, sobre un texto anterior es una técnica frecuente.  La encontramos en el primer relato del libro, “El fusilado”, y también en “Vidas instantáneas” o en “Teoría de las cuerdas”. “El fusilado” constituye una variación sobre el comienzo de una novela célebre, Cien años de soledad; “Vidas instantáneas” se escribe sobre la falsilla de los anuncios eróticos de los diarios; “Teoría de las cuerdas” toma como punto de partida una película de Hichtcock, La ventana indiscreta, que antes fue un relato de William Irish: “Vivo sentado en mi escritorio, frente a la ventana. Las vistas no son lo que se dice un paisaje alpino: patio estrecho, ladrillos sucios, persianas cerradas. Podría leer. Podría levantarme. Podría dar un paseo. Pero nada es comparable a esta generosa mediocridad que contiene el mundo entero”.
            En todos sus relatos, Andrés Neuman se muestra como un virtuoso, pero no todos funcionan igualmente. Algunos se vienen al suelo en el último momento, el más difícil de cualquier cuento, aunque busque un final abierto y rechace la pirueta sorpresiva del cierre. Es el caso, me parece a mí, de “El fusilado”, donde la macabra broma da la impresión de un quiebro gratuito, sin justificación interna alguna. Cierto que el narrador “posmoderno” (pongo la palabra entre comillas: es una de esas palabras comodín que lo mismo sirven para un roto que para un descosido) puede crear sus propias reglas en cada relato, pero como el narrador de siempre, una vez creadas, ha de respetarlas rigurosamente si quiere lograr el respeto del lector.
            Tampoco funciona, también defrauda, otro relato paródico (en ese caso no de un texto concreto, sino de las clásicas ficciones anticlericales sobre la lujuria de los conventos), “El infierno de Sor Juana”. Sor Juana se acuesta con cualquiera con la única condición de que no se enamoren de ella; el narrador se enamora y ella le expulsa inmediatamente de su lado tras explicarle la razón de su peculiar comportamiento: se quiere condenar y “no se puede ir al infierno por amor”. Parece que la monja lasciva no conoce la historia de Francesco y Paola o que Andrés Neuman no la recuerda.
            Pero son muchos más los relatos ejemplares, aquellos en que a la técnica –casi siempre impecable— se añade el gratuito don de la gracia. Un acierto “Conversación en los urinarios”, a pesar de que el título promete poco, que es menos un relato que un pequeño ensayo sobre la homofobia y una conseguida pieza teatral; la ruptura de sistema del chiste final no resulta, contra lo que podría esperarse, un pegote para salir del paso.
            Como un poema divido en estrofas separadas por un estribillo está construido “Monólogo de la mirona” (el título disuena: el personaje carece del componente despectivo asociado a “mirona”), aunque nada más distante de la prosa poética que las precisas viñetas costumbristas que lo integran. No desentonaría en cambio en un libro de poemas “Las cosas que no hacemos”; ingeniosos ejercicios resultan igualmente “Bésame, Platón” –el vocabulario filosófico utilizado en el lenguaje erótico— o “Policial cubista”, que algo tiene de estilizada viñeta de cómic.
            Son muchos los aciertos, muchos los diversos tonos de este libro que busca la sorpresa, la admiración, la emoción del lector. La sorpresa la encontramos en cada comienzo de relato (¿qué intentará ahora el autor?, nos preguntamos), la admiración la consigue casi siempre (pocos escritores dominan su oficio –en cualquiera de sus variedades: prosa o verso, ficción o ensayo— como Andrés Neuman), y la emoción las suficientes veces como para que podamos estar seguros de que nos encontramos ante algo más que un buen profesional.

jueves, 6 de octubre de 2011

David Roas: No puede ser, pero es

David Roas
Tras los límites de lo real
Páginas de Espuma. Madrid, 2011.


Fue Todorov, en fecha ya tan remota como 1970, quien por primera vez definió con rigor la literatura fantástica distinguiéndola de otros géneros afines. Y lo más paradójico de su definición era considerarla esencialmente realista. La literatura fantástica no inventa otros mundos regidos por distintas leyes –como los cuentos de hadas, la ciencia ficción, incluso las fábulas de Fedro y Samaniego—, nos habla del mismo mundo en el que vive confiado el lector y en el que de pronto se abre una grieta, ocurren hechos sin explicación. Todorov pensaba que, para que pudiéramos seguir en el ámbito de lo fantástico y no incurrir en el de lo maravilloso, esos hechos extraños deberían tener un carácter ambiguo. ¿Los fantasmas de Otra vuelta de tuerca son verdaderamente fantasmas o solo alucinaciones de la institutriz? El relato no debe inclinarse claramente por ninguna de ambas opciones, y no se inclina en el caso de los mejores relatos de fantasmas de Henry James.
            David Roas –que además de estudioso de la literatura fantástica es un destacado cultivador del género— va un paso más allá. Él no cree necesaria esa ambigüedad. Insiste en el carácter realista de la literatura fantástica. Es fundamental que los personajes del relato vivan en un mundo regido por las mismas reglas que el mundo del lector, no en otro mundo poblado por gnomos y por hadas y en el que son posibles los viajes en el tiempo. El narrador cuida mucho los pequeños detalles exactos que provocan la identificación. El protagonista sube al tren, entra en el metro, llega a casa después de un largo día de trabajo, le abre la puerta a un vendedor a domicilio, abraza a su novia en el cine, y es entonces cuando ocurre algo inesperado, algo que escapa a las leyes de la lógica, algo que “no puede ser, pero es”, como dice el vendedor de Biblias que ofrece el raro volumen en “El libro de arena”, de Jorge Luis Borges.
            La dificultad de la literatura fantástica está no en tratar de explicar lo inexplicable (si hay explicación, deja de haber literatura fantástica), sino en hacer presente en la realidad del texto lo que no puede estar presente de ninguna manera.
            Pero ¿qué es la “realidad” que encontramos en el texto? Un simulacro. ¿Y qué es la realidad que encontramos fuera del texto? Al concepto de realidad, que es naturaleza y es cultura, dedica David Roas el primero de los capítulos de su libro. La “realidad”  en que surge la literatura fantástica es la de un mundo que ha dejado atrás los mitos y se rige por las leyes rigurosas de la física newtoniana.
¿Qué pasa entonces con la literatura fantástica cuando, tras las revoluciones científicas del siglo XX, esas leyes ya no nos sirven para explicar el universo? ¿Tienen sentido los fingidos imposibles de la literatura fantástica después de la mecánica cuántica en la que los mayores imposibles parecen posibles, como estar y no estar en el mismo lugar, como la existencia simultánea de varias realidades?
            David Roas nos refiere sumariamente las paradojas de la mecánica cuántica, que nos presenta un mundo absurdo desde el punto de vista del sentido común, pero no incurre en el sofisma habitual de los malos divulgadores científicos. No nos habla de la posibilidad de los viajes en el tiempo, ni de la existencia de universos paralelos, no transpone las leyes que rigen las partículas subatómicas o las grandes magnitudes cosmológicas a una cotidianidad que sigue tercamente regido por un antes y un después, por la imposibilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo, por las tres dimensiones de la geometría euclidiana y en el que los sueños sueños son. Aunque también es cierto que la realidad cambia según cambia nuestro concepto de ella, pero lo hace lenta e insensiblemente, como se modifica el perfil de las cordilleras.
            La segunda parte de su libro la dedica Roas al otro elemento esencial para que exista literatura fantástica: lo imposible. Con sutileza distingue diversos tipos de imposibles. Los milagros lo son desde el punto de vista de la ciencia, pero no del de la religión. Por eso la literatura hagiográfica medieval no sería literatura fantástica. Margarita la Tornera puede andar corriendo aventuras por tierra distantes sin que en el convento noten su ausencia: la Virgen ocupa su lugar. En un mundo cristiano lo imposible desde el punto de vista de la razón es posible porque Dios, en el que creen autor y lectores, todo lo puede. Pero la rosa que cortamos en el jardín del sueño y que, al despertar, todavía tenemos en las manos no puede ser y, sin embargo, es sin explicación ninguna.
            La irrupción de lo imposible en la realidad, característica de la literatura fantástica, el sentir que el suelo de la lógica cede bajo nuestros pies, produce el miedo, con sus variantes de angustia y de terror, que Roas analiza en la tercera parte de su libro. Una última sección se ocupa del lenguaje preciso para decir lo indecible, para sugerirnos realidades que, en una doble paradoja, están fuera de la realidad, escapan al lenguaje.
            El último capítulo –quizá el más discutible— se ocupa de “lo fantástico en la posmodernidad”. ¿Lo fantástico tiene razón de ser en la actualidad?, se pregunta. La interrogación parece meramente retórica cuando a continuación enumera una serie de excelentes autores –de Juan José Millás a Cristina Fernández Cubas, de Fernando Iwasaki a Jon Bilbao— que destacan hoy en el cultivo del género. La razón de la pregunta está en la “desconfianza ante lo real” que caracterizaría a la “literatura posmoderna”, esa vaga entelequia que, en el mejor de los pasos, no pasa de ser un subgénero de la literatura contemporánea. Como quizá no es más que un subgénero de la literatura fantástica el que David Roas analiza con tanto rigor y sin enredarse demasiado con la terminología en Tras los límites de lo real. Un subgénero que no gusta de vistosas fantasías, de demonios, de extraterrestres, de aparatosos monstruos, sino que en un mundo cotidiano, el tuyo, lector que llegas al final de esta reseña en el papel del periódico o en la pantalla del ordenador, lector que alzas de pronto de vista y te encuentras, frente a frente, con algo que no puede ser, pero es, con…