jueves, 31 de marzo de 2011

Felipe Benítez Reyes: Cuatro blogs y un elogio


Felipe Benítez Reyes
Las respuestas retóricas
La isla de Siltolá, Sevilla, 2011


No hay que confundir el continente con el contenido. Internet ha cambiado el modo de difundir la literatura. ¿Ha cambiado la literatura? Un editor sevillano, Javier Sánchez Menéndez, tuvo la feliz idea de reunir en volumen una selección de los blogs literarios más significativos. El resultado por lo general no se diferencia demasiado de las recopilaciones de artículos o de los diarios personales.
En algunos casos, como el de Enrique García-Máiquez con De ida y vuelta no se diferencia nada, ya que lo que recopila son los artículos a los que remitían las entradas de su blog. La mayoría de los admiradores de Enrique García-Máiquez, un poeta a la vez ingenioso y hondo, un prosista tocado por el dedo de la gracia, no conocían esos artículos, publicados en revistas de combativo conservadurismo religioso. Y no creo que mejoren mucho su opinión al conocerlos. García-Máiquez se muestra en ellos como un brillante sofista que defiende sus creencias con desprecio de la verdad. “Los indígenas americanos hicieron un negocio redondo con el descubrimiento y la colonización”, afirma. Y continúa: “Cambiar sus religiones, a menudo sangrientas, por la católica fue un chollo” (inquisición y autos de fe son sin duda inventos de la leyenda negra). Para colmo, la oferta “incluía un dos por uno, y los indígenas se llevaron de regalo el idioma español”. Tampoco “cambiando pepitas de oro por espejitos hicieron el indio”, porque –se pregunta poéticamente— “¿qué es el amarillo brillo del oro sino un sonoro ripio comparado con los infinitos colores que caben en el cristal limpio de un espejo?”. La poesía puesta al servicio de la sinrazón. ¡Tantas tiendas que compran el oro a buen precio y aún no se han enterado que podrían cambiarlo por espejitos! Como aplicado discípulo de Juan Manuel de Prada, aunque él cree serlo de Chesterton, García-Máiquez se inventa un “progre” de caricatura para poder refutarle y burlarse a gusto. No, amigo García-Máiquez, un “progre” no se entristece en una boda y se alegra en un divorcio: se alegra de que, cuando un matrimonio no funciona, exista la posibilidad de divorciarse.
José Manuel Benítez Ariza subtitula Pintura rápida, la selección de su blog, “Diario de un otoño”, y efectivamente se trata de breves apuntes que hablan de cotidianidad y lecturas, de sus clases, de sus intervenciones en algún concurso literario, de su gata, de algún viaje, del tiempo que hace. Benítez Ariza, un escritor “muy apegado a la autobiografía”, antes de abrir su blog nunca había llevado un diario. En el prólogo explica las razones: “Mantener un diario al uso me ha parecido siempre, literariamente hablando, una tarea fútil, porque, o bien este era verdaderamente íntimo, y por tanto quedaba excluida toda posibilidad de que el autor se beneficiara del diálogo implícito que a través de sus obras establece con el público, o bien, si su publicación estaba programada como una obra más, eso parecía ir en detrimento –y reconozco que mi actitud al respecto es algo ingenua— de la autenticidad del propio diario, de su carácter confidencial, de su verdad”. No sé si esta actitud es ingenua, sé que es muy simplista. Un diario, incluso concebido para no publicarse en vida, puede establecer un “diálogo implícito” con sus futuros lectores póstumos; y un diario publicado por su autor no tiene forzosamente que haberse programado, mientras se escribía, como una obra más: puede tratarse de un viejo diario de juventud, perdido y reencontrado. ¿Y por qué ha de ser menos auténtico, menos confidencial, menos verdadero un diario que luego se publica? La mayor parte de los libros, y especialmente los literarios al margen de las grandes editoriales, tienen un publico tan reducido que admiten mejor las confidencias que las grandes proclamas destinadas a cambiar el mundo.
Fernando Valls es profesor, especializado en narrativa contemporánea, especialmente en el microrrelato. Justifica su blog, antologado en Verde veronés, “por la carencia de espacios para la reflexión en libertad, y por la casi decepción que produce la mayoría de los hasta ahora existentes, sobre todo los más visibles, los suplementos culturales de los periódicos y las revistas literarias”. No estoy yo muy seguro de que la “reflexión en libertad” de Fernando Valls –sus elogios de Eduardo Mendoza o de Almudena Grandes, por ejemplo— encontrara muchas dificultades en los suplementos y revistas que encuentra “casi decepcionantes”. Su tono es siempre profesoral, algo convencional y sin demasiado sentido del humor; solo alguna vez se permite perder los papeles y dar rienda suelta a su mal humor, como cuando arremete contra Carlos Ruiz Zafón, reducido a sus iniciales.
Las respuestas retóricas, de Felipe Benítez Reyes, comienza con un ditirámbico prólogo de su buen amigo Carlos Marzal. Lo leemos con el escepticismo habitual en estos casos, pero bastan unas pocas páginas para que nos demos cuenta de que no hay en esas páginas ninguna exageración. Benítez Reyes convierte en mayor cualquier género menor. Su blog reúne artículos, escritos circunstanciales, alguna traducción que se quedó traspapelada. Un cajón de sastre, ciertamente. Pero sus artículos no están escritos a vuela pluma, no se limitan a dar una opinión sobre cualquier asunto de actualidad (¿quién no tiene una opinión sobre la crisis, el terrorismo, las autonomías?, ¿y a quién le importan esas opiniones, por lo general tan poco informadas como mal razonadas?); son piezas literarias escritas con la precisión de un poema. Un ejemplo, al azar, “Mercados”, enumeración de mercados cercanos y lejanos, descritos todos ellos con sorprendente e imaginativa precisión: “El mercado de Cádiz es algo así como la despensa del dios Neptuno; los pescaderos espolvorean continuamente con hielo picado su mercaduría, y los peces parecen amortajados en montones de diamantes, y sus ojos de pánico se deforman con los prismas del hielo picado, y todo parece una visión calidoscópica de ojos muertos: mires a donde mires, ves ojos muertos que te miran”.
Al publicarse en libro, los blogs de escritores pierden lo único que les caracterizaba: el comentario de los lectores, la posibilidad de aclarar y puntualizar de inmediato aquello que se ha escrito. Se convierten en libros misceláneos, en libros como los demás. Algo irritantes cuando tratan de hacernos tragar amargas pócimas sectarias con el azúcar del ingenio, como hace García-Máiquez; una caja deslumbrante de sorpresas, un continuo ejercicio de poesía y verdad, en el caso de Benítez Reyes, el escritor con más talento de su generación, según afirma Carlos Marzal en el prólogo. Uno de los escritores con más talento de cualquier generación, como afirmo yo, que le leo con nunca defraudado asombro desde que, allá por 1979, publicó su primer cuaderno de versos, Estancia en la heredad.

jueves, 24 de marzo de 2011

Eloy Sánchez Rosillo: El milagro de cada día


Eloy Sánchez Rosillo
Sueño del origen
Tusquets, Barcelona, 2011



Hay una engañosa naturalidad en la poesía de Eloy Sánchez Rosillo, un poeta que, tras ciertos retoricismos y culturalismo iniciales, parece hablar solo de pequeñas anécdotas cotidianas en el lenguaje de todos los días.
Unas golondrinas vuelan en el aire de septiembre, un paseo por la playa le trae el recuerdo de otros paseos infantiles, la luna se alza en el cielo nocturno, llueve sobre los naranjos de las huertas cercanas al río… No necesita más para escribir algunos de los mejores poemas del libro.
Pero junto a esa poesía casi zen, que parece hecha de nada, se encuentran otros textos más retoricistas con algo del voluntarioso optimismo de los libros de autoayuda. Es el caso de “Un pacto con la vida”: “El bien que está en tu mano, / que está en la mía y en la de cualquiera / y que tan solo necesita y busca / que haya en el corazón consentimiento / para llegar hasta la luz del día, / sabe cerrar heridas, cura daños / no ya a quien con asombro lo recibe, / sino a la propia carne lacerada / y al retraído espíritu / (que ahora por fin se expande) / del que con decisión quiere que sea”.
El poema “Luz entrevista” nos remite a una inefable experiencia mística. Tras referirse a su “servidumbre al tiempo fragmentado”, al tiempo indetenible que se precipita “en la fatalidad de la mar última”, escribe: “Pero ocurrió una vez que, de repente, / sin preguntarme, supe por amor, / y todo desde entonces me acompaña / y es simultáneo todo. / No hay transcurso”.
Hay transcurso, sin embargo y afortunadamente, en los poemas de este libro, que hablan del sucederse de las estaciones, de la añoranza de marzo en los días de invierno, de la llegada a los umbrales de la vejez. Eloy Sánchez Rosillo acierta cuando mira, siente, sueña; no cuando reflexiona, moraliza o nos refiere con minucia inefables experiencias más o menos exotéricas. Nos admira el poeta, nos deja indiferentes la prosaica exposición de su sabiduría vital.
El poema “En silencio” ejemplifica muy claramente una de las caídas del libro. “Los hechos más terribles y el mayor desamparo / ocurren en silencio”, afirma al comienzo. Enumera luego alguno de esos “hechos más terribles” y termina: “En estos y otros casos puede haber / gritos desgarradores que nieguen el silencio / en aquellos que sufren”. O sea, que no siempre ocurren en silencio. Pero añade: “mas son gritos inútiles que al silencio equivalen, / porque nadie los oye”. Nadie los oye, salvo que alguien los oiga, añado yo. Con lo cual todo queda en nada: los hechos más terribles y el mayor desamparo ocurren en silencio unas veces y otras no. El poema se queda así en nada, en un vacuo ejercicio retórico. Es lo que ocurre con la mayoría de los poemas sobre el propio hecho de escribir un poema (“Haciendo el equipaje”, por ejemplo), a los que tan aficionado resulta desde sus primeros libros.
Hay bastante ganga en los nutridos títulos últimos de Eloy Sánchez Rosillo, como la hay en toda su poesía, pero a algunos lectores no nos importa demasiado: ese cansino, prosaico, razonador decir parece la condición necesaria para el salto, el trampolín que le permite elevarse a un lugar a donde solo él llega.
Ya he aludido al primer poema del libro, “Golondrinas en septiembre”, que viene tras dos esforzados tanteos iniciales, que no acabamos de creernos (¿Qué es eso de que, si la dejas “crecer, hacerse adulta”, la mañana vendrá más tarde para hacer “que respires sosegado, / limpio ya de tus propias asechanzas, / ajeno a todo mal”). En “Golondrinas en septiembre” no encontramos filosofías, sino “una mañana de oro limpio y bien pulido, / de oro fresco que cae / incesante del cielo”, una mañana llena de golondrinas que “en el jardín da vueltas y más vueltas / y hacen de su trabajo una alegría / que me gana los ojos / y me ata a la vida”.
En “Sucede que allí” los pequeños detalles exactos hace que la visión, el salto atrás en el tiempo, nos parezca más real que el paseo actual que la enmarca. La primera parte del poema cuenta o resume lo que se hará verdad para el lector unos versos después. Ejemplifica bien este poema cómo, lo que consideramos, cansinos prosaísmos de la poesía de Sánchez Rosillo no son sino el punto de apoyo necesario para que su poesía, tan nítidamente suya, tan inimitable como abundantemente imitada, haga su aparición.
“Nocturno con luna” se titula uno de los poemas del libro y podría titularse una antología de la poesía de Rosillo. Un tema que parecía ya solo propio de trasnochados neorromanticismos o de artificiosas chinerías alcanza en él una verdad y una intensidad que solo encuentra par en Leopardi.
No me resisto a la tentación de copiar entero “Huertos junto al río”. Apenas una acuarela, el contraste del gris de la mañana con el oro de los naranjos, pero también algo más, mucho más, tal el machadiano “Las ascuas de un crepúsculo morado”, sin necesidad de hacer explícita ninguna reflexión sobre la madurez y la muerte que asoma en el horizonte como cumplimiento, no como amenaza: “Qué bendición, la lluvia en los naranjos, / a mitad de diciembre. / Dentro de algunos días recogerán los frutos, / ya en sazón bien cumplida. Pero ahora / brillan todos intensos, encendidos, unánimes / en la mañana gris, mientras se escucha / este apenas ruido, / este rumor tan delicado y manso / de la lluvia cayendo sobre las hojas verdes”.
Un poema, cuando lo es de verdad, es algo más que un poema: es una experiencia que nos cambia la vida, que nos hace mirar el mundo de otra manera. Raro será el lector que no encuentre en Sueño del origen alguno de esos poemas, que no son los mismos para todos: cada uno debe encontrar los suyos.

jueves, 17 de marzo de 2011

La Legión de Cristo: Una historia singular


Jesús Rodríguez
La confesión. Las extrañas andanzas de Marcial Maciel
y otros misterios de la Legión de Cristo
Debate, Barcelona, 2001



No tengo ninguna duda de que Dios, si existe, es un gran humorista. Con un sentido del humor muy negro y muy peculiar y particularmente justiciero. Solo a él se le puede ocurrir una historia tan disparatada y esperpéntica, capaz de poner en solfa a papas y cardenales, como la que cuenta Jesús Rodríguez en La confesión.
Los Legionarios de Cristo fueron fundados en los años cuarenta del pasado siglo por un joven sacerdote mexicano, Marcial Maciel Degollado, que se había formado en el duro ambiente de la guerra de los cristeros, la particular guerra carlista que vivió aquel país tras el triunfo de la revolución y el laicismo anticlerical de los gobiernos subsiguientes. El catolicismo volvió entonces casi a las catacumbas y muchos creyentes, sobre todo en las zonas rurales, decidieron tomar las armas para defender su fe.
En 1946, Marcial Maciel llegó a España en compañía de un puñado de niños y adolescentes que le habían confiado sus padres para que los convirtiera en sacerdotes. En la España de Franco, con su espíritu de cruzada, encontró el ambiente adecuado para desarrollar su organización. Pronto tuvo muy claro que para poder influir en la sociedad había que apuntar a lo más alto, seducir a los líderes. Y él comenzó seduciendo a señoras beatas de la alta sociedad. Era alto, rubio, guapo, tenía ideas muy claras sobre cómo conseguir la salvación. Primero seducía (espiritualmente hablando) a las madres, luego a los hijos: su propósito era conseguir dinero, cuanto más mejor, y vocaciones, también cuantas más mejor. Su mayor éxito en España lo constituyó la familia Oriol, una de las más destacadas en la oligarquía franquista: cinco hijos de Íñigo Oriol y Urquijo (hermano del ministro de Franco que sería secuestrado por los GRAPO cuando era presidente del Consejo de Estado) se hicieron legionarios. Y los donativos de la familia –en fincas y en metálico— se cuentan por millones de euros.
La llegada de Juan Pablo II al Vaticano supuso la época de oro de los Legionarios de Cristo. Desde el primer momento, el nuevo papa vio en Marcial Maciel un alma gemela: como él no era un teólogo ni un intelectual (aunque la formación de Carol Woytila resultaba infinitamente superior a la de Maciel), sino un hombre de acción. Ambos venían de países con un catolicismo a la defensiva: el México postrevolucionario, la Polonia comunista. Se entendieron a la perfección desde el encuentro inicial, que tuvo lugar en 1979, cuando Maciel se encargó de organizar el primer viaje triunfal del papa al extranjero, con destino precisamente a México. Ambos habían nacido en 1920 y se querían y se entendían como hermanos. El dinero que había que inyectarle a Solidaridad para se mantuviera firme en su lucha contra el gobierno comunista vino de muy diversas procedencias, pero una de las principales eran las arcas de los Legionarios, que Maciel manejaba a su antojo, sin tener que dar cuentas ni al fisco ni a nadie.
Los Legionarios de Cristo representaban a la verdadera iglesia, a la que no se había dejado contaminar por las ideas del concilio. Al contrario que los jesuitas y otras órdenes tradicionales no habían querido ponerse al día ni demagógicamente al lado de los pobres. Sus curas seguían vistiendo sotana, pero de la más elegante manera, como si estuviera diseñada por Armani, y se distinguían por ser bien parecidos, deportistas, exigentes consigo mismos y con los demás. Eran castos y puros, rechazaban la homosexualidad como el peor de los pecados, hacían voto de pobreza. Representaban la pureza del dogma en una época que se hundía en el lodazal del marxismo y el relativismo.
Los seminarios tradicionales se vaciaban, pero sus centros de formación estaban llenos de aspirantes al sacerdocio. Cuando había que recibir al papa, allí estaban los legionarios, más entusiastas que nadie, dispuestos a llenar inmensas plazas de entusiastas seguidores. Marcial Maciel ya tenía preparado en Roma un suntuoso sepulcro (costó un millón de euros) donde se venerarían sus restos cuando él fuera (como lo fue su gran rival en estos menesteres, Josemaría Escrivá de Balaguer) santo.
Y en esto ocurrido lo inesperado, ese golpe de guión que solo se le podía ocurrir a un gran humorista despreocupado de la verosimilitud. Resulta que son cada vez más las personas que han visto al fundador vestido de paisano y en compañía femenina asistiendo a la ópera en París, subiendo al Concorde con destino a Nueva York o saliendo del madrileño hotel Ritz. De vez en cuando se encuentra con algún legionario, pero no se inmuta: sonriente se limita a decir que hay que ser amable con las ricas patrocinadoras.
En los años cincuenta, ya se le había investigado por acusaciones de pederastia. Se las arregló para salir absuelto. Ahora arrecian las denuncias –está de moda el tema— de antiguos legionarios. Se despachan como calumnias de los eternos enemigos.
Las evidencias se van acumulando. Pero nadie se inquieta en la Legión: todo está bajo control. Los legionarios no leen más prensa que la que sus superiores les permiten, no pueden conectarse a Internet, tener teléfono móvil, enviar ni recibir cartas que no sean censuradas. Y en el vaticano, del Papa abajo ninguno con algún poder está libre de haber recibido sustanciosas sumas de dinero –en sobres cerrados— “para obras de caridad” (y ya se sabe que la caridad bien entendida empieza consigo mismo).
Pero llega al papado Joseph Ratzinger, un intelectual astuto, que no quiere que toda esa suciedad le estalle en la cara y que con habilidad infinita logra poner a la Legión de Cristo contra las cuerdas.
Marcial Maciel, además de abusar sexualmente de niños y adolescentes durante décadas (y luego, a los más escrupulosos, él mismo les confesaba para perdonarles el pecado que con él había cometido), era drogadicto (en más de una ocasión mandó a sus seminaristas a buscarle la droga), tenía diversas identidades (con sus correspondientes pasaportes: agente petrolero, ex agente de la CIA), manejaba cantidades fabulosas de dinero en efectivo. Y no se casó una vez, sino varias, y alguno de sus hijos le acusó de abuso sexual…
“No sabíamos nada, nos engañó a todos”, dicen los que compartieron con él durante décadas las riendas de la Legión. Y luego añaden: “Puede que él fuera un pecador, pero su obra es santa, es la obra de Dios, Marcial Maciel solo fue un instrumento de Dios”.
Esta historia increíble la cuenta Jesús Rodríguez de la más ponderada manera, sin incurrir en el libelo. Entrevista a unos y otros, a amigos y enemigos, consulta documentos, permite a todos, partidarios y detractores, dar su opinión.
Y aunque es verdad todo lo que se nos cuenta no acabamos de creérnoslo. Porque la secta que fundó Marcial Maciel –y que encandiló, y encandila, a banqueros, ministros, rectores, buena parte de la más rutilante derecha española— da más miedo que la propia historia de su fundador. Si Marcial no hubiera delirado en los últimos años (y se hubiera limitado a los pecados que él mismo absolvía en el confesionario), hoy sería un santo más y Ratzinger no habría tenido ocasión de entrar en esa Santa Mafia para tratar de poner un poco de orden y salvar, al menos, las apariencias.

jueves, 10 de marzo de 2011

Luis García Montero: Enseñanzas de la edad


Luis García Montero
Un invierno propio
Visor, Madrid, 2011



Un lugar propio tiene Luis García Montero, desde hace años, en la poesía española. Se dan en él cualidades que rara vez van juntas. El creador camina de la mano del teórico y el teórico sabe descender de las ideas generales para intervenir muy activamente en el polémico día a día de la actividad literaria. A ello se une la explícita militancia política en una izquierda vagamente utópica, que ha contribuido no poco a convertirlo en algo más que en un poeta, en un personaje público. Tampoco conviene olvidar –a otro nivel— una notable capacidad para entender los mecanismos promocionales –premios, homenajes a los maestros, colecciones, revistas subvencionadas— y para utilizarlos con una cierta vocación amical y clientelar.
Los poemas de Un invierno propio vuelven a tratar los temas que le han preocupado siempre –el amor, la amistad, el compromiso—, pero desde una perspectiva distinta marcada por la sensación de que el invierno de la vejez está cada vez más próximo.
Como han subrayado, y caricaturizado hasta la saciedad, sus detractores, García Montero gusta del lenguaje de la conversación y de los escenarios urbanos. Estos poemas nos hablan del paso por el control de seguridad en un aeropuerto (“En la bandeja pongo / el reloj, la cartera, el teléfono móvil / y el cinturón”), de noches y de alcohol (“Y recuerdo también la hospitalaria / sonrisa de los bares, / después de que las luces de sus puertas / no hayan defraudado”), de los mensajes telefónicos que nos llegan una noche de fin de año (“Que se acabe la crisis, / república, salud y el amor de los tuyos, / mañana no será lo que Dios quiera, / este año es el nuestro y es valiente, / atreverse a nacer con la que está cayendo, / hoy me acuerdo de ti”), de viajes en metro (“Educada la mira, se aparta y le murmura / siéntese usted, señora, / yo me bajo en la próxima estación”).
Pero la poesía de García Montero no se reduce, ni de lejos, a costumbrismo contemporáneo y bien intencionado sermón. Desde el primer poema juega con el lenguaje, nos enseña sus cartas. Los versos iniciales parodian las frases simples de quien comienza a aprender un idioma: “Mi nombre es Luis, / soy español, / vivo en Madrid, / en el número uno, calle Larra, / me dice usted la hora por favor, / ¿dónde ha nacido usted / y cuántos años tiene?, / buenos días, amigo, / buenos días, mi amor, te quiero mucho”. En la segunda parte del poema, como en el teatro del absurdo, esas frases se entremezclan y se convierten en otra cosa. Aparecen entonces “los predicados de altas temperaturas”, “los verbos de nieve”, “los sujetos derretidos”. García Montero parte del lenguaje de todos los días, pero gusta de subvertirlo, de llenarlo de niebla, de magia y de sorpresas.
El poema final nos habla de los inevitables cambios de chaqueta, de las etapas de la vida que vamos dejando atrás, de la madurez que no se consigue sin pisotear algunas ilusiones juveniles. Y lo hace, menos con consideraciones generales que con ejemplos muy concretos: abandonamos una casa, una discusión, una fiesta y nos acompañan las dudas y los remordimientos (“Cuando cierro la puerta de mi casa / suelen los escalones llenárseme de dudas”, “Es como cuando salgo de alguna discusión / y el ascensor se cubre de verdades no dichas”, “Es como cuando salgo de una fiesta / y me asalta el temor / de que alguien se haya molestado”). El final, variante de la moraleja dieciochesca, le sirve luego de título: “Tal vez nos vamos de nosotros mismos. / Pero queda una luz, un grifo abierto, / la sombra de una puerta mal cerrada”.
El gusto por los largos títulos aforísticos hace que el índice de Un invierno propio admita una lectura independiente: “La poesía solo existe como una forma de orgullo”, “La verdad no es un punto de partida”, “El porvenir es una negociación con el pasado”, “El dogmatismo es la prisa de las ideas”.
Disuena del conjunto algún poema, como el titulado “El amor es un ejercicio literario (que le da sentido a la vida y a la literatura)”, homenaje a Bécquer no menos banalmente trascendente que la segunda parte de su título. “La tristeza del mar cabe en un vaso de agua”, otro ejercicio que no desdeña los tópicos de ciertos cantautores más o menos latinoamericanos, se salva en cambio por el acierto con que convierte la enumeración descriptiva de “los hombres tristes” en un sorpresivo autorretrato. Otra enumeración muy distinta, pero otro acierto, encontramos en “Dar vueltas en la cama es perderse en el mundo”, un viaje alrededor de la memoria mientras llega el sueño: “Ese primer paseo en alguna ciudad / que tiembla todavía en manos del viajero. / La luz del aire limpio después de haber querido / un pacto sin demonios / con la serenidad de los recuerdos”. Siguen puestas de sol, desnudos, conversaciones y “aquel rincón sin prisas en el río Genil / con un atardecer a precios populares / que llenó mi reloj de otoños y alamedas. / El agua lujuriosa de la ropa empapada…” (notemos, es frecuente en el libro, el tino sorpresivo de la adjetivación).
Luis García Montero sabe darle la vuelta al habla de todos los días, convertir la prosa de la cotidianidad en otra cosa. (Cierto que a veces se pierde en vaguedades, en poéticos sinsentidos, en algún blando ternurismo. Pero toda manera de entender la poesía tiene sus riesgos.) Nunca ha renunciado a denunciar lúcidamente las inclemencias del mundo contemporáneo, pero eso no le ha impedido reconocer que puede haber un momentáneo paraíso a la vuelta de cualquier esquina: “Esta luna pacífica, / este rumor discreto de ciudades nocturnas, / una mesa sin horas / y unos cuantos amigos verdaderos”.

jueves, 3 de marzo de 2011

Pietro Citati: Momentos estelares

Pietro Citati
La luz de la noche
Los grandes mitos en la historia del mundo
Acantilado, Barcelona, 2011



A propósito de Chuang-tzu, quizá la obra más sugestiva de la literatura taoísta, escribe Pietro Citati: “Un libro único y maravilloso; libro para leer y releer, hojear y volver a hojear; libro para tener junto a la cama o en la mesa de trabajo durante meses enteros; nos bastará una imagen para inventar mundos, una sentencia o un cuentecillo para reflexionar durante años, una página para cambiar completamente nuestra vida…”
No resultaría excesivamente exagerado aplicar esas mismas palabras a La luz de la noche, un fascinante compendio de mitos, evocaciones, reflexiones, un lúcido paseo por la historia del mundo vista con una luz distinta.
Algo nos recuerda Piedro Citati (Florencia, 1930) a Stefan Zweig. Como él, es autor de grandes biografías –Goethe, Leopardi, Tolstói, Kafka—; como él, escribe con calidad de página, con vocación de estilo: cuida el dato, no fantasea, no noveliza, pero no se olvida nunca de que está haciendo literatura.
La luz de la noche vendría a ser así el equivalente de uno de las obras más famosas de Zweig, sus Momentos estelares en la historia de la humanidad. Pero Citati atiende menos a los hechos históricos, que a los mitos que están detrás de ellos.
Comienza el libro aludiendo a los túmulos que los viajeros del siglo XVIII se encontraban con cierta frecuencia junto al camino en la estepa ucraniana: “Hacían entonces un alto de unos minutos o de unas horas. Alrededor se extendía una alfombra de flores: tulipanes silvestres, lirios amarillos y violetas, amapolas, ranúnculos, jacintos púrpura, sumergidos en una hierba blanca como de plumón, un mar de plata; al fondo, en el aire transparente y azul, pasaban, veloces, recortados contra el cielo, los ciervos, los lobos grises y azules, las águilas y las avutardas. Los viajeros no sabían que en aquellos túmulos yacían los cuerpos de los príncipes escitas, cuyas costumbres y empresas habían leído apasionadamente en Heródoto”.
Con la enigmática historia de los escitas comienza el viaje que este libro propone; al final, como no podía ser de otra manera, nos encontramos con “El fin del mundo”, con el mito del Apocalipsis visto desde una mente esquizofrénica. En medio hay lugar para muchas estancias luminosas. Las páginas dedicadas a Las mil y una noches, por ejemplo, o a El cuento de los cuentos, del napolitano Giambattista Basile, “una gran máquina para vencer a la Melancolía y borrarla de la faz de la tierra”. No menos memorables resultan los capítulos que se ocupan de las hadas: “Mientras caminamos por las colinas, nos paramos junto a una fuente, miramos las luces y las sombras del crepúsculo, nos balanceamos al borde del sueño, basta con fijar la mirada para que el tabique de aire y de gasa se disuelva y entremos en ese mundo que está al lado del nuestro, o para que la innumerables criaturas invisibles desciendan entre nosotros a revelarnos misterios, anunciarnos el futuro, contarnos historias, descubrirnos tesoros escondidos”.
Lleno de tesoros escondidos está este libro inagotable, que en su primera parte nos habla de Apolo y de Ulises, de Sócrates y Nerón, de Plutarco y del Apuleyo que en sus Metamorfosis o El asno de oro nos contó como nadie la historia de Amor y Psique, una de esas historias donde mejor resplandece la “luz de la noche” que da título al volumen.
De San Pablo a Dante nos lleva la segunda parte, que se ocupa de los ritos y los mitos cristianos. Junto a las páginas dedicadas al Dios carnal de San Agustín, destacan las que se ocupan de El canto de la perla, compuesto en el siglo I o en el siglo II después de Cristo, de autor desconocido, en el que se encuentran paralelismos “con los Apocalipsis judíos tardíos, los Evangelios y las Epístolas de San Pablo, con la tradición judeocristiana y la de la iglesia de Siria, con la gnosis pagana y cristiana, con la cultura zoroástrica, mandea y maniquea e incluso con las antiguas novelas griegas, inspiradas en el culto al sol”. Pietro Citati comienza a hablar de esa obra enigmática como quien nos cuenta un cuento: “Un príncipe muy joven vivía en un remoto reino de Oriente”.
A China se dedica la tercera parte, al mundo islámico la cuarta. En esta última –aparte de las páginas sobre Las mil y una noches, ya mencionadas-- destacan las dedicadas a literatura persa, más allá del admirado y adulterado Omar Jayyam; como él indica, una vez conocidas “las albas y las noches” de Nezami o “el espejo de los colores y los perfumes” de Rumi no dejarán ya de acompañarnos para siempre como las aguas claras de Petrarca, los albatros, faros e incensarios de Baudelaire, la nave naufragada y los pájaros de Hopkins”.
La quinta y última parte, “La muerte de los dioses”, comienza con el encuentro entre Moctezuma y Cortés y termina con Leopardi y su poema “El infinito”. Unas historias son bien conocidas del lector español –la conquista de México, la destrucción del imperio inca—, mientras que otras resultarán tan novedosas como la de Sabbatai Zevi, al que los judíos del siglo XVII consideraron el Mesías y que acabó convertido al Islam, pero todas ellas se leen con el mismo interés.
Pietro Citati sabe contar, seducir con la música de las palabra, y por eso nadie tan capaz como él para dejar constancia de las aventuras de la inteligencia y para dejarnos entrever esa otra luz que está más allá, y no más acá, de la luz de la razón.