miércoles, 27 de julio de 2011

Rafael Barrett : Un contemporáneo

No era un desconocido el escritor al que Gregorio Morán dedicó en el 2007 Asombro y búsqueda de Rafael Barrett, pero apenas era conocido por algunos eruditos y en círculos anarquistas. La polémica que acompañó a su algo estridente investigación –marca de la casa— sirvió para que bastantes lectores oyeran por primera vez un nombre que debería serles tan familiar como el de Larra.
            Rafael Barrett, nacido en 1876, vivió la bohemia finisecular, compartió tertulia con Valle-Inclán, fue amigo de Manuel Bueno y Ramiro de Maeztu. Una serie de absurdos incidentes –iniciados con una acusación de homosexualidad— le llevaron a la cárcel y luego al exilio. En el Paraguay se convirtió en maestro del periodismo revolucionario.
            Murió muy joven, pocas semanas después de Tolstoi, a quien tuvo tiempo de dedicar una necrológica. Murió en Francia, donde trataba de curar su tuberculosis. Antes había saboreado fugazmente la gloria. En Uruguay apareció su primer libro, Moralidades actuales, y el éxito fue inesperadamente clamoroso.
            Ese libro, que solo se había vuelto a publicar en 1919, lo reedita ahora una editorial de pintoresco nombre, Pepitas de Calabaza. No hay mejor homenaje para el centenario: los años que han pasado sobre sus páginas no les han añadido ni una arruga. Lo leemos ahora con el mismo asombro con que se leyó en el Montevideo abierto al mundo, nada provinciano, de comienzos del siglo veinte.
            La primera edición llevaba un subtítulo, “Tomo I”, que desapareció en las siguientes. Barrett pensaba seguir reuniendo sus artículos esparcidos por la prensa radical. Pero Moralidades actuales no es una mera recopilación de colaboraciones dispersas, según se entendió en las ediciones de obras completas, donde se añadieron y eliminaron caprichosamente artículos. Tiene una arquitectura propia, como muy bien subraya Morán en el preciso prólogo.
            Lírico, costumbrista, aforístico, memorable siempre, Barrett está más vivo que la mayoría de sus coetáneos. Es un contemporáneo más. No ha perdido nada de su capacidad revulsiva. Todavía hace sangre su punzante e insólita inteligencia: “La verdad no se demuestra. Se sueña. Solo se demuestra la mentira”. 

jueves, 21 de julio de 2011

Justicieros



¿Quién no ha soñado alguna vez con llevar una anodina vida diaria, pero por la noche ponerse una máscara y lanzarse al mundo a enfrentarse a los poderosos, deshacer entuertos, reparar injusticias? Internet, donde toda fantasía (y toda tontería) adolescente tiene su asiento, está llena de justicieros así.
El Colectivo Addison de Witt, formado por cinco anónimos poetas o críticos, se dedica a analizar “los premios de poesía y sus jurados para valorar su objetividad”. El resultado lo expresan con precisión matemática: el Premio Internacional Ciudad de las Palmas, por ejemplo, es ecuánime en un 75 por ciento, mientras que el Manuel Alcántara lo es en un 1, el Emilio Alarcos en un 10 y el Hermanos Argensola en un 80, según leemos en reciente entrega de su página web, “la que mayor número de visitas tiene, con más de veinticinco mil usuarios mensuales”.
            Para llegar a esa conclusión analizan las relaciones entre el jurado y los ganadores: haber publicado en la misma editorial, colaborado juntos en alguna revista, tener idéntica profesión. No importa que en el jurado esté compuesto por cinco, seis o más miembros. Si uno de ellos es profesor y el poeta ganador también lo es, la objetividad queda fuertemente mermada. Y desaparece por completo si se puede establecer algún vínculo con Luis García Montero o la editorial Visor. Es lo que ocurre con el premio Manuel Alcántara, a cuyo jurado no le ven relaciones con el ganador, Juan Carlos Abril, pero resulta que este “se doctoró con una tesis dirigida por Luis García Montero” y, por si fuera poco, el poeta que da nombre al premio “ha publicado algo en Visor”. Esas son las razones para que la credibilidad del premio se reduzca al uno por ciento.
            Lo que escriben del premio de poesía Emilio Alarcos me hace sonreír especialmente, puesto que yo soy uno de los “corruptos” denunciados. Copio el párrafo pertinente: “El escritor mallorquín Eduardo Jordá obtuvo el premio Emilio Alarcos de poesía en su décima edición con el poemario titulado Tulipanes rojos. Jordá colabora como columnista en Diario de Mallorca, del grupo editorial Prensa Ibérica, señor sí señor, y en el Abc Cultural. El jurado que le otorgó el premio estuvo presidido por Luis García Montero, y actuaron como vocales Josefina Martínez, José Luis García Martín, Aurora Luque, Chus Visor y Carlos Marzal. Desde 1989 Jordá reside en Sevilla. Es importante recordarle lo importante que es hidratarse en esta época del año si vive en la capital andaluza. Un clásico de los premios es premiar a un crítico. Un clásico mayor es que un crítico premie a otro crítico, incluso que vaya anticipándolo: http//www. Escultural.es/version_papel/LETRAS/Mono_aullador. Sin mencionar su paso por Clarín, tan García Martín. Tampoco es un desconocido para Aurora Luque. Ni siquiera para alguien de la inocencia de García Montero. Valoración subjetiva de la ecuanimidad del premio entendida como la posibilidad de que gane un desconocido: 10/100”.
            Cuesta encontrar lo que hay de presunta denuncia en esas líneas. ¿Es sospechoso que el premiado escriba en Diario de Mallorca, del grupo editorial Prensa Ibérica? ¿Que resida en Sevilla? ¿Que haya ejercido la crítica como algún miembro del jurado? ¿Que yo haya reseñado antes algún libro suyo, como he hecho con varios centenares de poetas en casi treinta años de publicar reseñas semanales?
            En el premio Emilio Alarcos, como en la mayoría,  los libros se presentan bajo plica. El jurado no supo que había premiado a Eduardo Jordá hasta que ya había concedido el premio. Yo, en cambio, lo sabía desde mucho antes: en seguida reconocí su estilo. No solo el tuyo: también el de Antonio Praena y el de otros poetas cuyos nombres no mencionaré por si quieren conservar el anonimato. Son los inconvenientes de llevar muchos años leyendo poesía contemporánea. También Aurora Luque reconoció, según dijo luego, a algún libro que se había encontrado en otro premio. Nadie reconoció, sin embargo, al finalista que empató con Jordá: cada uno de ellos tuvo tres de los seis votos del jurado. Y no lo reconocimos porque era el primer libro de un poeta nuevo que no había publicado ni siquiera en revistas (la única manera de no estar “contaminado”). ¿Pero reconocer a un poeta implica que tiene más posibilidades de ser votado que si no lo reconocemos? ¿Haber publicado en la misma editorial condiciona el voto de algún jurado? ¡Qué cosas! O sea que yo, que publiqué a algún libro en DVD, si me encuentro como concursante a Eduardo Moga, que también publica en esa editorial, me veo obligado a votarle. Qué cosas.
            Pero no se trata de defender la “ecuanimidad” del premio Emilio Alarcos ni de ningún otro premio concreto, que no puede ser cuestionado por quien lo ignora todo sobre su desarrollo, sino de poner en cuestión la credibilidad de quienes van de anónimos justicieros por la vida y denuncian, no ya sin pruebas, sino con caprichosos argumentos.
           Que hay premios amañados, de acuerdo. Que conviene denunciarlos, por supuesto. Pero para eso hace falta algo más que desinformadas buenas intenciones (damos, por supuesto, que al menos las intenciones son buenas). Hace falta –además de algún indicio, aunque sea mínimo— cierto conocimiento del medio literario y, sobre todo, alguna inteligencia.


jueves, 14 de julio de 2011

Montserrat Bordes Solanas: Falacias lógicas

Pocas veces un manual de filosofía resulta tan apasionante y necesario como Las trampas de Circe: falacias lógicas y argumentación informal (Cátedra). No teníamos noticia de la autora, Montserrat Bordes Solanas; no hay solapa ni contraportada informativas. El prólogo de Zamir Bechara nos aclara que se trata de una obra póstuma: “Como compañero suyo he asistido en primera fila a las dificultades que conlleva escribir un libro de esta envergadura y he sido conocedor de primerísimo mano del esfuerzo titánico que le supuso a su autora, aquejada de cáncer terminal, concluir su labor”.
            Pero el infierno cotidiano, el inútil combate con la enfermedad, quedan fuera de unas páginas que asombran por su claridad y rigor. La autora va desenmascarando una tras otra las principales falacias que llenan el lenguaje político y periodístico –ad hominen, ad populum, petitio principii, plurium interrogationum—, y termina con un “Código de buenas prácticas argumentativas” que debería ser de obligado cumplimiento en cualquier debate público. Esas buenas prácticas tienen que ver tanto con la lógica como con la ética, promueven a la vez el debate racional y el juego limpio. El código está formado por principios y máximas. El principio “de caridad interpretativa” dice así: “El argumento del oponente debe ser reconstruido en su versión más sólida y rigurosa, siempre que sea consistente con la intención original del mismo”. O sea, que no debemos aprovechar los lapsus de nuestro interlocutor; antes de intentar refutarlo, debemos ayudarle a formular su argumento de la manera más adecuada posible. Porque, como escribió Samuel Johnson “una opinión es como una flecha lanzada desde un arco: su fuerza depende de la mano que la sujeta, pero un argumento es como una flecha lanzada desde una ballesta: tiene la misma fuerza aunque la lance un niño”. Antonio Machado lo afirmó de otra manera: la verdad es la verdad, la diga Agamenón o la diga su porquero.
No deja de resultar utópico este código de buenas prácticas. Dos no juegan limpio si uno no quiere. Siempre habrá tahúres que pretenden hacer trampa, como suele ocurrir entre los políticos, o que las hacen sin siquiera ser conscientes de ello, como tantas veces ocurre entre honestos e ineptos profesionales de la indignación y la crítica e incluso entre la buena gente de la calle. Las trampas de Circe ayuda a desenmascarar a unos y otros.

jueves, 7 de julio de 2011

Alrededores de la poesía: Una conversación con Ignacio Peiró


Al contrario que en otras artes, España sí parece haber mantenido una continuidad sin apenas interrupciones en lo referente a la poesía. Y, al menos hasta ahora, ciertos hitos de nuestra tradición lírica –algunos versos de Lope o de San Juan, de Quevedo o Garcilaso, del romancero- parecían ser una especie de “palabras patrimoniales” que se leían en el bachillerato y quedaban en la memoria de gentes por lo demás no especialmente cultivadas. ¿No cree usted que este mínimo contacto con la poesía se ha perdido en buena parte, quizá a causa de los planes educativos? ¿No era algo clave en la educación sentimental de las personas?

El bachillerato que idealizadamente se añora, el de hace cincuenta años por ejemplo, era estudiado por muy contado número de españoles. No creo yo que el tanto por ciento de quienes podían citar de memoria a Lope o a San Juan, a Quevedo o Garcilaso, fuera mayor entonces que ahora. El imperfecto presente siempre pierde cuando se le compara con un pasado que solo existe en nuestra imaginación. Desde que tengo memoria, cualquier nuevo plan de estudios es, en opinión de la mayoría (sobre todo de la mayoría de cierta edad), peor que el anterior. Si eso fuera cierto, deberíamos ser ya todos analfabetos. Afortunadamente no es así.

 En nuestro país, parece que, comparativamente, el papel de la crítica de poesía es más relevante, dentro de su ámbito, que el papel de la crítica de novela o de ensayo. ¿Está usted de acuerdo con esta afirmación? ¿Considera real el papel de la crítica a la hora de establecer cánones? ¿Es positivo o sólo inevitable ese protagonismo?

Sospecho que el papel de la crítica de poesía es relevante en un mundo muy limitado: el de los propios poetas. A los que creo que les afecta más que a los novelistas o ensayistas, porque estos pueden compensar malas críticas con buenas ventas. En poesía las críticas pueden ser buenas o malas, pero las ventas siempre son malas. Por otra parte, la importancia de la crítica en poesía depende menos del talento del crítico que de la difusión del medio en que se publica.

 ¿Ha habido en los últimos decenios una hipertrofia de antologías? El sistema de hacer antologías, ¿no alimenta el peligro de excluir a nombres competentes que, quizá por edad, no entran en grupos?

No me parece que haya hipertrofia de antologías. Cualquier visitante de librerías inglesas o norteamericanas, puede comprobar que se publican bastante más que en lengua española. Claro que no siempre se trata de antologías de nuevos nombres, que son las que aquí despiertan polémica. Una antología es válida porque incluye a poetas valiosos, y no al revés. Estar o no estar en una concreta antología no tiene demasiada importancia (ya nos incluirán o excluirán en otra, no hay poeta tan malo que no haya sido antologado). Lo significativo es que antólogos con criterios distintos coincidan en unos determinados nombres. Así se escribe la historia de la literatura, que está hecha de recuerdos y olvidos. La mayoría de los poetas de los que nadie hace caso no merecen que se les haga ningún caso (tampoco algunos a los que se hace mucho caso, pero esa es otra historia).

En otras épocas, la poesía, si no popularidad, al menos sí tuvo un cierto arraigo, quizá un prestigio que tal vez se haya perdido. ¿Dónde busca la gente la poesía ahora? ¿En la música ligera, en las canciones pop? ¿Hay ahí una cierta devaluación no ya de la palabra poética sino, por así decirlo, de la sentimentalidad?

La poesía siempre se ha buscado en muchos sitios, salvo quizá en los libros de poesía. Ni Garcilaso, ni Góngora ni Fray Luis publicaron en vida ningún libro de poesía. Hoy la poesía (aparte de estar en las canciones, en el cine, en la novela, en muchos otros lugares), la poesía en sentido estricto, se difunde sobre todo en Internet (como en el siglo de Oro se difundía manuscrita). Yo creo que nunca se han leído tantos poemas, aunque se compren tan pocos libros de poesía. Los poemas –buenos y malos, para todos los gustos-- vuelan en la red, encuentran siempre un lector atento.

De la poesía italiana a la francesa, la inglesa o, actualmente, la del Este de Europa, ¿mantienen los poetas españoles ese papel pionero a la hora de incorporar otras tradiciones?

Como siempre, hay poetas más atentos y otros menos. No conviene generalizar. Pero se puede ser un gran poeta (ahí está el caso de Lorca) sin estar al tanto de la poesía que se escribe en todas las otras lenguas.

Buena parte de la historia de nuestra poesía se ha leído según el sistema de generaciones. ¿No es ese un gran reduccionismo, que excluye a unos y agrupa, quizá injustamente, a otros? ¿Está en decadencia ese paradigma?

El sistema de generaciones es una manera de poner un poco de orden en un panorama (el de la poesía actual) que siempre resultará confuso (es el tiempo el que simplifica y pone las cosas en su sitio). Hay que tener cuidado de no confundir una clasificación meramente orientativa con la realidad. Es lo que les ocurre a muchos. Conozco hispanistas (y no hispanistas) que hablan de grupos, tendencias, generaciones en la poesía actual sin haber leído la obra de ninguno de los autores a los que se refieren; les basta con los estudios generales, los prólogos a las antologías, incluso los meros reportajes periodísticos.

En España hemos tenido revistas literarias de gran incidencia. ¿Ha menguado su papel?

Ha menguado el papel del papel. Ahora las revistas literarias más ágiles se difunden por otros medios. Ha menguado, pero no ha desaparecido. Como sigue siendo importante la edición en papel de los periódicos, a pesar de la facilidad y la gratuidad de Internet.

En la falta de apego popular a la poesía, ¿ha influido cierta voluntad de “torre de marfil” por parte de los poetas, como una vocación de exquisitez que necesita de iniciación para que un lector cualquiera pueda orientarse? Al igual que en artes plásticas, ¿no han contribuido a esta situación algunos excesos cometidos en nombre de la vanguardia?

Eso vale para unos poetas, no para otros. Hoy como ayer hay poetas que llegan a todo tipo de lectores. Yo creo que son necesarias ambas clases de poetas: los que inmediatamente tocan el corazón del lector, como José Hierro o Ángel González, y aquellos otros que apelan a la inteligencia y requieren una mayor mediación cultural. Góngora nunca desbancará a Garcilaso, ni al revés.

¿Cómo juzga usted la proyección internacional de nuestra poesía, tanto de nuestros grandes nombres del pasado como de nuestros poetas contemporáneos?

No me considero muy preparado para juzgar eso, creo que les corresponde más a quienes se ocupan de la política cultural. Lo que sí sé es que los otros países que conozco, sea Portugal o Bulgaria, siempre me he encontrado con un grupo de entusiastas lectores y buenos conocedores de nuestra poesía. ¿Pocos? Suficientes para sentir algo de vergüenza al comprobar que nosotros conocemos menos su poesía.

El nivel medio de las traducciones, ¿es bueno o mejorable?

Por bueno que sea (y yo creo que lo es), siempre resultará mejorable.

 ¿No hay pocos lectores de poesía en España? ¿Cómo cumplen su papel (además de con esfuerzo e ilusión) los editores? ¿Podrían sobrevivir sin el apoyo de la Administración?

Sin el apoyo de la Administración, parece que nada puede subsistir en este país, empezando por los partidos políticos. La poesía sí puede. Aunque desaparecieran todos los premios de poesía y todos los editores, seguiría escribiéndose poesía y seguiría encontrando la manera de llegar a los lectores.

¿Son precisamente los editores de poesía quienes mejor han perpetuado la belleza gráfica de la edición?

No conviene generalizar. Hay maravillosas ediciones de poesía, pero también otras que son un verdadero espanto (casi todas editadas por una Diputación, un Ayuntamiento o cualquier otro organismo público). Dejémoslo en que hay buenos y malos editores en cualquier género literario.

 ¿Hasta qué punto son reales las facciones, por así decirlo, en nuestra poesía actual (experiencia, silencio, etc.)? ¿Hay alguna posibilidad de entendimiento?

La vanidad de los poetas y la lucha por el escaso botín no permitirá que desaparezcan nunca los enfrentamientos entre poetas, más o menos disfrazados de rivalidades estéticas. No seré yo quien lo lamente. Es espectáculo que me divierte. Bastante más que la obra de buena parte de esos poetas que se pelean tan fieramente por un premio más o menos o por ocupar un lugar en una antología. Si los enfrentamientos entre poetas no existieran, habría que inventarlos. La poesía, ya se sabe, es otra cosa. Pero no se puede ser sublime a todas horas.