martes, 17 de abril de 2012

Tano Ramos: El crimen y la infamia de Casas Viejas

Tano Ramos
El caso Casas Viejas. Crónica de una insidia (1933-1936)
Tusquets. Barcelona, 2012


El destino de la Segunda República española se decidió mucho antes del comienzo de la Guerra Civil. Aún no se habían cumplido dos años de su jubilosa proclamación cuando, el 12 de enero de 1933, un capitán de los Guardias de Asalto llamado Manuel Rojas, tras aplastar la sublevación anarquista en un pequeño pueblo de la provincia de Cádiz, decidió dar un escarmiento. La noche antes habían arrasado una de las chozas del pueblo en la que se habían refugiado los últimos resistentes. El pueblo estaba en calma, las órdenes habían sido cumplidas. Tras el desayuno, antes de emprender el regreso, Manuel Rojas ordenó que se fuera casa por casa deteniendo a todos los varones. Luego los llevó hasta la casa incendiada de Seisdedos, presunto cabecilla de la revuelta, y en el pequeño corral que había ante ella dio orden de ejecutarlos a todos. El médico que los acompañaba certificó que habían muerto en combate. El delegado del gobierno felicitó a Manuel Rojas quien, antes de abandonar Casas Viejas, un nombre que pocos habían oído antes y que pronto sería famoso, reunió a la tropa para dar un “Viva a la República”.
            Fue el comienzo del fin para el gobierno de Manuel Azaña y también para la República. Lo que pasó después es bien sabido. Periodistas próximos al anarquismo, como Eduardo de Guzmán o Ramón J. Sender, se acercaron al pueblo y difundieron noticias de lo que allí había ocurrido. Las derechas no dejaron pasar la ocasión y en el parlamento interpelaron a Azaña. En ausencia del ministro de Gobernación, Casares Quiroga, Azaña pidió información al subsecretario, Carlos Esplá, antes de responder. Y ateniéndose a las noticias recibidas, que no hablaban de fusilamientos, sino de muertos mientras se sofocaba la rebelión armada, dijo algo que, a partir de entonces, siempre se le echaría en cara: “En Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, sino lo que tenía que ocurrir”. Y se negó a crear una comisión de investigación.
            Muy pronto comenzaría a sospechar que, a pesar de lo que decían los informes oficiales, allí había ocurrido algo más de “lo que tenía que ocurrir”. Y mandó a un magistrado del Supremo a informarse y a ayudar en la investigación. Y logró que, en 1934, se juzgara, en la Audiencia Provincial de Cádiz, al responsable de aquella barbarie.
            Pero a quien se juzgó de verdad, gracias al apoyo de la prensa de la derecha y de la izquierda radical, fue a Manuel Azaña, estigmatizado como un gobernante cruel que no dudaba en ordenar que se disparan “tiros a la barriga” contra los pobres campesinos que no hacían otra cosa que pedir pan y trabajo.
            A poca gente le interesó saber lo que de verdad pasó en Casas Viejas. Quedó la leyenda, la historia pareció perderse para siempre. Algo se aclaró cuando, en 1996, aparecieron los diarios robados de Azaña; entonces supimos de su grave desinformación inicial y de sus nobles actitudes posteriores. Pero solo hasta que, muy recientemente, se descubrieron los sumarios de los dos juicios (el juicio de 1934 fue anulado y tuvo que repetirse al año siguiente) no se ha podido tener certeza de lo que verdaderamente pasó.
            Lo cuenta Tano Ramos en El caso Casas Viejas, ejemplar crónica de una insidia –así se subtitula–  que cambió la historia de España. Tano Ramos es periodista, no historiador, y eso no deja de notarse en su trabajo para bien y para mal. Con discutible criterio prescinde por completo de las comillas por lo que no siempre queda claro cuando cita textualmente palabras ajenas y cuando se limita a parafrasearlas.
            Pero quedan claras muchas cosas. El origen de la frase “tiros a la barriga”, por ejemplo, el gran reproche que la derecha y buena parte de la izquierda utilizó contra Azaña.
            Esa frase la pronunció por primera vez Bartolomé Barba Hernández, del Servicio de Estado Mayor del Ministerio de la Guerra. Llamado a declarar como testigo de la defensa del capitán Rojas, que quería demostrar que este se había limitado a cumplir órdenes, dijo que, en enero de 1933, Azaña le llamó para darle instrucciones ante los posibles ataques a los cuarteles de Madrid y lo que le ordenó fue que “nada de detenidos, tiros a la barriga”. Importó poco que, a preguntas del abogado de la acusación, esa declaración fuera pronto deshinchándose: la presunta orden fue meramente verbal, nadie la escuchó más que Barba Hernández, quien la atenuó al transmitirla (antes de asistir al juicio a nadie había referido lo de los “tiros a la barriga”), se refería en cualquier caso solo a los previstos altercados de Madrid y no tenía nada que ver con los sucesos de Casas Viejas, de existir no se cumplió (hubo prisioneros y heridos que se atendieron en el Hospital de Carabanchel), etc. Pero nada de eso tuvo importancia: la llamativa y barriobajera y absurda frase (en Casas Viejas no hubo tiros a la barriga, sino cobardes ejecuciones por la espalda y tiros de gracia en la sien, algunos efectuados por el propio médico que acompañaba a los Guardias de Asalto) fue lo único que subrayaron determinados diarios, especialmente el Abc, y a partir de entonces quedó como un hecho irrefutable.
            El libro de Tano Ramos no es solo la aclaración de un crimen que, como tal, pronto dejó de interesar a unos y otros para convertirse en un certero proyectil contra el político que mejor encarnaba a la República. Es también un exhaustivo análisis del poder de la prensa, de como la manipulación periodista puede convertir lo blanco en negro.
            Azaña, a quien se quiso convertir en verdugo, fue una víctima más de Casas Viejas, la que importaba políticamente, pero no la víctima principal. Las verdaderas víctimas –los asesinados y sus familias–  apenas interesaron a nadie, eran solo un pretexto. El libro de Tano Ramos tiene el mérito de sacarlas, en lo posible, del anonimato.
            A pesar de todas las artimañas de su defensa, y de que la derecha española lo convirtiera en héroe, el asesino de Casas Viejas fue condenado a 21 años en el primer juicio y vuelto a condenar a idéntica pena en el segundo. A comienzos de 1936 (pero de eso ya apenas informó la prensa), el Supremo redujo esa condena a tres años y poco después Manuel Rojas salió a la calle y se reincorporó al ejército. En julio de 1936 estaba en Granada practicando su deporte favorito: el asesinato de inocentes. Pero ahora ya nadie le llevaría a juicio. Moriría tranquilamente en su cama muchos años después.
            La lectura de El caso Casas Viejas nos deja una sensación de impotencia y tristeza. Y también la constatación de que, durante la República, a pesar de todo, la justicia funcionaba y el sanguinario capitán fue condenado. Pocos años después, a quienes hacían lo mismo, no se los condenaba, se los condecoraba.

1 comentario:

  1. Impotencia y tristeza, sí. Qué historia.
    Gracias por la recomendación.

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