miércoles, 25 de abril de 2012

Muchas minucias, algún poema

Las cosas se han roto. Antología de la poesía ultraísta
Juan Manuel Bonet
Fundación José Manuel Lara
Sevilla, 2012


“La moda es lo que pasa de moda”, decía Jean Cocteau. La moda del ultraísmo duró unos pocos años, pero en ese escaso tiempo –entre 1919 y 1925–  fue muy llamativa y contagiosa: junto a algunos poetas verdaderos, apenas hubo principiante o aficionado que no tratara de jugar con la tipografía, borronear caligramas o enhebraetáforas más o menos gregueristas e ingeniosas.
            “El ultraísmo gozó, durante décadas, de mala fama”, escribe Juan Manuel Bonet en el prólogo a este nutrido centón. Explica luego el motivo de esa mala fama: “El digamos club del 27 lo redujo a un episodio llamativo, pero menor, e hizo circular la especie de que apenas había dado frutos poéticos”.
            No parece que la lectura de Las cosas están rotas, con su minucioso prólogo y sus 355 textos de 60 autores vaya a hacer variar mucho dicha opinión.
            Juan Manuel Bonet no distingue, a la hora de hacer su antología, entre ultraísmo y creacionismo. Nada le habría disgustado más a Vicente Huidobro que verse incluido en una muestra de poesía ultraísta, después de sus disputas por la primogenitura en las novedades vanguardistas y de sus ásperas polémicas y descalificaciones: “Yo no podré nunca tomarme en serio el ultraísmo pues nada detesto más que los elementos esenciales que lo constituyen: lo pintoresco, la fantasía y el dinamismo de maquinaria”.
            Para Bonet el ultraísmo es un cóctel de diversas tendencias: “creacionismo huidobriano, poesía cubista en todas sus variantes (Apollinaire, Cendrars, Max Jacob, Reverdy como referencias principales por ese lado), futurismo y palabras en libertad marinettianas, expresionismo alemán, Dadá y por supuesto ramonismo…”
            Pero no fue el “club del 27” quien redujo el ultraísmo a un episodio menor, sino sus propios participantes, que pronto, en casi todos los casos, lo consideraron una aventura juvenil y, si continuaron escribiendo, siguieron muy distintos caminos. La mayor parte de los poetas ultraístas que han pasado a la historia de la literatura lo hicieron por su obra posterior, al margen de esa corriente. Borges es el caso más significativo.
            Aunque no falten los personales juicios de valor a lo largo del prólogo, da la impresión de que a Juan Manuel Bonet lo que más le interesa de las publicaciones ultraístas es su rareza bibliográfica, no su interés literario. No deja de indicarnos que tal libro “lo maneja en ejemplar dedicado a Luis Álvarez Piñer” y que “antes había podido fotocopiar el dedicado a Federico García Lorca, de manos del cual pasó a las de Rafael Alberti”; otro lo tiene “en ejemplar dedicado a Adriano del Valle” y uno de los números de una rara revista, Irradiador, solo lo ha podido tocar en la biblioteca de Gerardo Diego. En las notas biobibliográficas de los autores seleccionados se nos ofrecen datos más propios de un coleccionista obsesivo que de un estudioso de la literatura. A propósito de César M. Arconada escribe: “Sed se había dado por no-publicado por los especialistas en el autor –y por mí mismo, seguidista de ellos, en mi Diccionario de las vanguardias en España–, por lo cual es fácil imaginar el bote que di cuando, en 2003, en lo alto de una escalera, en la que fuera biblioteca de Francisco Vighi, me topé con un ejemplar, que pronto engrosó la exposición en torno del poeta, que comisarié con Javier Villán, testigo de aquel descubrimiento”. Juan Manuel Bonet no nos ahorra datos que estarían mejor en otro lugar: la ficha dedicada a Ruth de Velázquez (poeta y pintora, como poeta muy justamente olvidada a juzgar por la selección que se nos ofrece) indica que un librero de Buenos Aires ofrece el ejemplar de uno de sus catálogos dedicado a Guillermo de Torre.
            A la hora de anotar los poemas el criterio de Bonet resulta igualmente peculiar. Huidobro dedica el poema “Ecuatorial” a Pablo Picasso y en nota se nos informa: “Pablo Ruiz Picasso (Málaga, 1881- Mougins, 1973), gran pintor español con el cual comienza el siglo XX”. El poema menciona luego al Capitán Cook y el antólogo anota: “Ahorramos al lector notas evidentes sobre el Capitán Cook”.
            No ha querido hacer Juan Manuel Bonet, según indica, una antología histórica, sino poética, “de poemas perdurables y, en algunos casos, memorables”. A lo largo del prólogo no deja de subrayar las piezas que considera más destacadas de su colección. Tal poema de Garfias termina “con un verso maravilloso” (Mi corazón temblando bajo el ala del Sur). A renglón seguido nos informa que ese poema, corregido, lo incluirá en un libro “maravillosamente titulado: El ala del Sur”. “El vuelo de los poetas”, de Guilermo y Francisco Rello, es otro poema “maravilloso”. Demasiada maravilla parece. Luces de bengala, de Miguel Pérez Ferrero, es “un libro muy bonito”. Y no resulta muy riguroso comenzar un juicio crítico con “de siempre me ha gustado mucho la poesía de Antonio Espina”.
            Como excepcional estudioso y crítico de arte, no deja Bonet de referirse a las relaciones entre poetas y pintores. El aspecto gráfico de los libros que tiene entre sus manos le interesa tanto o más que su contenido: “Hélices lleva retrato del autor por Daniel Vázquez Díaz, viñeta y exlibris por Norah Borges y sobre todo espectacular cubierta en negro y rojo ladrillo por Barradas”. Cumplidamente se nos informa de las cubiertas en que se utiliza la técnica del “pochoir”.
            Centón, más que antología, este libro, que incluye a sesenta autores y en el que con dificultad se pueden encontrar una docena de poetas (no escasean, sin embargo, los que, como Vicente Risco, son destacados autores en otros campos). El estudioso de la época puede espigar en él infinidad de datos curiosos, muchos de ellos inéditos; bastante menos interés presenta para el borgiano lector hedónico, y no parece que vaya a desmentir –todo lo contrario– la opinión que Bonet atribuye al “club del 27” sobre la fugaz y benemérita aventura ultraísta.  

martes, 17 de abril de 2012

Tano Ramos: El crimen y la infamia de Casas Viejas

Tano Ramos
El caso Casas Viejas. Crónica de una insidia (1933-1936)
Tusquets. Barcelona, 2012


El destino de la Segunda República española se decidió mucho antes del comienzo de la Guerra Civil. Aún no se habían cumplido dos años de su jubilosa proclamación cuando, el 12 de enero de 1933, un capitán de los Guardias de Asalto llamado Manuel Rojas, tras aplastar la sublevación anarquista en un pequeño pueblo de la provincia de Cádiz, decidió dar un escarmiento. La noche antes habían arrasado una de las chozas del pueblo en la que se habían refugiado los últimos resistentes. El pueblo estaba en calma, las órdenes habían sido cumplidas. Tras el desayuno, antes de emprender el regreso, Manuel Rojas ordenó que se fuera casa por casa deteniendo a todos los varones. Luego los llevó hasta la casa incendiada de Seisdedos, presunto cabecilla de la revuelta, y en el pequeño corral que había ante ella dio orden de ejecutarlos a todos. El médico que los acompañaba certificó que habían muerto en combate. El delegado del gobierno felicitó a Manuel Rojas quien, antes de abandonar Casas Viejas, un nombre que pocos habían oído antes y que pronto sería famoso, reunió a la tropa para dar un “Viva a la República”.
            Fue el comienzo del fin para el gobierno de Manuel Azaña y también para la República. Lo que pasó después es bien sabido. Periodistas próximos al anarquismo, como Eduardo de Guzmán o Ramón J. Sender, se acercaron al pueblo y difundieron noticias de lo que allí había ocurrido. Las derechas no dejaron pasar la ocasión y en el parlamento interpelaron a Azaña. En ausencia del ministro de Gobernación, Casares Quiroga, Azaña pidió información al subsecretario, Carlos Esplá, antes de responder. Y ateniéndose a las noticias recibidas, que no hablaban de fusilamientos, sino de muertos mientras se sofocaba la rebelión armada, dijo algo que, a partir de entonces, siempre se le echaría en cara: “En Casas Viejas no ha ocurrido, que sepamos, sino lo que tenía que ocurrir”. Y se negó a crear una comisión de investigación.
            Muy pronto comenzaría a sospechar que, a pesar de lo que decían los informes oficiales, allí había ocurrido algo más de “lo que tenía que ocurrir”. Y mandó a un magistrado del Supremo a informarse y a ayudar en la investigación. Y logró que, en 1934, se juzgara, en la Audiencia Provincial de Cádiz, al responsable de aquella barbarie.
            Pero a quien se juzgó de verdad, gracias al apoyo de la prensa de la derecha y de la izquierda radical, fue a Manuel Azaña, estigmatizado como un gobernante cruel que no dudaba en ordenar que se disparan “tiros a la barriga” contra los pobres campesinos que no hacían otra cosa que pedir pan y trabajo.
            A poca gente le interesó saber lo que de verdad pasó en Casas Viejas. Quedó la leyenda, la historia pareció perderse para siempre. Algo se aclaró cuando, en 1996, aparecieron los diarios robados de Azaña; entonces supimos de su grave desinformación inicial y de sus nobles actitudes posteriores. Pero solo hasta que, muy recientemente, se descubrieron los sumarios de los dos juicios (el juicio de 1934 fue anulado y tuvo que repetirse al año siguiente) no se ha podido tener certeza de lo que verdaderamente pasó.
            Lo cuenta Tano Ramos en El caso Casas Viejas, ejemplar crónica de una insidia –así se subtitula–  que cambió la historia de España. Tano Ramos es periodista, no historiador, y eso no deja de notarse en su trabajo para bien y para mal. Con discutible criterio prescinde por completo de las comillas por lo que no siempre queda claro cuando cita textualmente palabras ajenas y cuando se limita a parafrasearlas.
            Pero quedan claras muchas cosas. El origen de la frase “tiros a la barriga”, por ejemplo, el gran reproche que la derecha y buena parte de la izquierda utilizó contra Azaña.
            Esa frase la pronunció por primera vez Bartolomé Barba Hernández, del Servicio de Estado Mayor del Ministerio de la Guerra. Llamado a declarar como testigo de la defensa del capitán Rojas, que quería demostrar que este se había limitado a cumplir órdenes, dijo que, en enero de 1933, Azaña le llamó para darle instrucciones ante los posibles ataques a los cuarteles de Madrid y lo que le ordenó fue que “nada de detenidos, tiros a la barriga”. Importó poco que, a preguntas del abogado de la acusación, esa declaración fuera pronto deshinchándose: la presunta orden fue meramente verbal, nadie la escuchó más que Barba Hernández, quien la atenuó al transmitirla (antes de asistir al juicio a nadie había referido lo de los “tiros a la barriga”), se refería en cualquier caso solo a los previstos altercados de Madrid y no tenía nada que ver con los sucesos de Casas Viejas, de existir no se cumplió (hubo prisioneros y heridos que se atendieron en el Hospital de Carabanchel), etc. Pero nada de eso tuvo importancia: la llamativa y barriobajera y absurda frase (en Casas Viejas no hubo tiros a la barriga, sino cobardes ejecuciones por la espalda y tiros de gracia en la sien, algunos efectuados por el propio médico que acompañaba a los Guardias de Asalto) fue lo único que subrayaron determinados diarios, especialmente el Abc, y a partir de entonces quedó como un hecho irrefutable.
            El libro de Tano Ramos no es solo la aclaración de un crimen que, como tal, pronto dejó de interesar a unos y otros para convertirse en un certero proyectil contra el político que mejor encarnaba a la República. Es también un exhaustivo análisis del poder de la prensa, de como la manipulación periodista puede convertir lo blanco en negro.
            Azaña, a quien se quiso convertir en verdugo, fue una víctima más de Casas Viejas, la que importaba políticamente, pero no la víctima principal. Las verdaderas víctimas –los asesinados y sus familias–  apenas interesaron a nadie, eran solo un pretexto. El libro de Tano Ramos tiene el mérito de sacarlas, en lo posible, del anonimato.
            A pesar de todas las artimañas de su defensa, y de que la derecha española lo convirtiera en héroe, el asesino de Casas Viejas fue condenado a 21 años en el primer juicio y vuelto a condenar a idéntica pena en el segundo. A comienzos de 1936 (pero de eso ya apenas informó la prensa), el Supremo redujo esa condena a tres años y poco después Manuel Rojas salió a la calle y se reincorporó al ejército. En julio de 1936 estaba en Granada practicando su deporte favorito: el asesinato de inocentes. Pero ahora ya nadie le llevaría a juicio. Moriría tranquilamente en su cama muchos años después.
            La lectura de El caso Casas Viejas nos deja una sensación de impotencia y tristeza. Y también la constatación de que, durante la República, a pesar de todo, la justicia funcionaba y el sanguinario capitán fue condenado. Pocos años después, a quienes hacían lo mismo, no se los condenaba, se los condecoraba.

jueves, 12 de abril de 2012

Leonard Woolf: El viaje, no la meta

Leonard Wolf
La muerte de Virginia
Lumen. Barcelona, 2012

Al último tomo de las memorias de Leonard Woolf, el único traducido al español, los editores le han titulado de La muerte de Virginia, aunque esa muerte ocupe pocas páginas. Son sin embargo las que le dan tensión y emoción. Es posible que el marido de la escritora fuera, como afirma la contraportada, “una de las personalidades más notables de su tiempo”. Pero Virginia Woolf lo fue de su tiempo y de cualquier tiempo. Y son sus propias palabras, ampliamente citadas de los diarios entonces inéditos, lo que más destaca en estos recuerdos.
            A Leonard Woolf le leemos como quien escucha a un agradable, y a ratos tedioso, conversador. Le gusta irse por las ramas. Algún crítico, comentando los tomos anteriores de sus memorias, lo achacó “a la facundia que acompaña a veces a la senilidad”. Él acepta ese reproche e intenta justificarse: “Si uno quiere reproducir fielmente su vida debe tratar de incluir algo de la desordenada discontinuidad que la hace tan absurda, impredecible y soportable”.
            Comienza el libro comparando 1939 con 1914, los preliminares y los comienzos de una guerra mundial con los de la otra. En 1914 nadie fue capaz de imaginar la barbarie que se avecinaba, por eso la marcha hacia el matadero se inició cantando y en traje de gala. En 1939, Francia e Inglaterra sabían de sobra lo que se les venía encima e hicieron todo lo posible por escurrir el bulto, envalentonando así al adversario.
            Tras el suicidio de Virginia, a Leonard Woolf le salvó  “el anestésico más eficaz para el dolor”, el amor al trabajo, que atribuye a su condición judía. De niño le valió burlas: para sus compañeros era “un sucio empollón”. Incluso los profesores le despreciaban: “Un caballero se tomaba en serio el criquet o el rugby, pero no el trabajo”.
            Importa el viaje, no la meta es el título original de estás páginas. Leonard Woolf tiene mucho que contar, pero está de vuelta de todo y no distingue el pormenor trivial y minucioso (la lista de los libros publicados por Hogarth Press) de los pequeños detalles cargados de emoción, como ese bastón de Virginia Woolf que se encuentra cerca del río tres semanas antes de que aparezca su cadáver.

martes, 3 de abril de 2012

José-Carlos Mainer: Barojianas paradojas


José-Carlos Mainer
Pío Baroja
Taurus. Madrid, 2012


Pocos escritores han concitado, casi desde sus inicios, el aprecio constante de los críticos más exigentes y de los lectores de toda clase y condición, un aprecio que se ha mantenido a lo largo del tiempo y que llega hasta los nuestros, como Pío Baroja. Pero pocos también han tenido tan fiel cohorte de apasionados detractores. Pedro Salinas consideraba que su libro de poemas Canciones del suburbio era el peor que se había escrito nunca, un ultraje a la lengua española. Y en Mis conversaciones con Pío Baroja (1945), del apócrifo D. Benaudalla, prologadas y anotadas por otro apócrifo, Francisco de Vélez, se caricaturiza su biografía a la vez que se hace recuento de todos sus verdaderos o presuntos dislates sintácticos (detrás del libelo se encuentra Luis Ruiz Contreras, que también le denostó con su propio nombre). Más reciente es la “biografía no autorizada” Baroja o el miedo del nada apócrifo Eduardo Gil Bera, tan virulenta y sarcástica que parece producto de una ofensa personal. Incluso el dolor del escritor, un “hombre de más de sesenta años”, por la muerte de su madre le parece “algo repelente”. Como nos parecen a nosotros, entre otras muchas, sus burlas por la operación de próstata a que fue sometido Baroja.
            A José-Carlos Mainer, siempre ponderado y bien informado, no se le ocultan las limitaciones de Baroja, acentuadas con la edad, y no se ocupa de disimularlas, pero no le importan demasiado, como no nos importan a nosotros, porque hay una cualidad que el escritor nunca pierde, ni siquiera en la más inhóspita vejez: el encanto.
            La biografía de Baroja se ha contado muchas veces, por él mismo y por otros, y a su obra se han dedicado ya estudios fundamentales. ¿Qué nos puede decir de nuevo Mainer? El lector apresurado puede pensar que se trata de un encargo realizado con solvencia, pero sin mayor interés. Y ciertamente las primeras líneas del prólogo no animan demasiado a seguir leyendo: “La presente biografía de Baroja se atiene a la pauta fundamental de la colección en que ve la luz: pretende explicar, a través del curso de una vida fecunda, las razones por las que su protagonista alcanzó el atributo de la eminencia”. El título de la colección, “Españoles eminentes” (copiado de los Victorianos eminentes, de Lytton Strachey, pero sin su ironía) parece remitirnos a otra época, los años cuarenta, de mayor fervor ejemplarizante y nacionalista. La verdad es que nos importa poco la razón por la que Baroja merece el calificativo de “eminencia”, y utilizar más de cuatrocientas páginas para averiguarlo resulta excesivo. Y no acabamos de encontrar justificado que, por el hecho de que Baroja naciera durante una guerra civil (la segunda o la tercera guerra carlista) el biógrafo se embarque en un recuento de todas las guerras civiles ocurridas en el mundo durante el siglo XIX.
            Mainer tarda algo en encontrar el tono y no ofrece nuevos y sorprendentes datos biográficos; a él lo que de verdad le importa de la vida de Baroja es la relación con su literatura, y de ambas con una época conflictiva y apasionante: el final de un siglo, el XIX, y la primera mitad del siguiente.
            José-Carlos Mainer no es solo un estudioso que combina minuciosa erudición con apuntes sociológicos y atrevidas síntesis de historia de la cultura; es también uno de los prosistas más notables de nuestro tiempo, un ensayista que –como Ortega ayer o Savater hoy (aunque no por sus novelas)– forma parte de la historia de la literatura.
            Minuciosa, asombrosa erudición la de Mainer, que parece haberlo leído todo y es capaz de compendiar cada trabajo con unas pocas palabras (por esos sus bibliografías están hechas para leerse y no solo para consultarse). Y ningún mérito resta a su trabajo que –acá o allá–  el lector puntilloso pueda detectar un error de fecha o un fácilmente corregible lapsus.
            Entre los críticos del Baroja inicial destaca Mainer (y resulta un acierto por su parte) la figura del catalán-argentino Juan Mas y Pi; subraya la importancia de las páginas que dedica al novelista en Letras españolas y añade que, tras ese volumen, “saludó con entusiasmo el futurismo, compiló otro importante volumen olvidado –Ideaciones, Letras de América: Ideas de Europa (1913) y murió trágicamente cuando, de regreso a Europa, su barco  –el Príncipe de Asturias–  embarrancó en la costa de Brasil en 1916”. Pero Ideaciones es de 1908; uno de los capítulos se dedica a “Las poesías de Miguel de Unamuno”, aparecidas el año anterior, y otro, el más emocionante, “Un libro viejo”, a un escritor que le había fascinado en la juventud y ya era para entonces un olvidado: Leopoldo Alas Clarín. Son páginas que merecían reeditarse.
            En 1923 la Revista de Occidente se abrió, tras la declaración de intenciones del director, con unas páginas de Baroja, “La feria de Marsella”, “anticipo –escribe Mainer– de su novela La feria de los discretos, que, como sabemos, salió a finales de año”. Pero la novela cordobesa de Baroja había aparecido bastantes años antes; la novela anticipada es El laberinto de las sirenas, como ha indicado en líneas previas.
           De Pío Baroja, reducido a tres o cuatro novelas siempre reeditadas y a un puñado de anécdotas y tópicos, creíamos saberlo todo; Mainer nos descubre cuánta complejidad esconde su aparente sencillez. Y lo hace con tan ameno rigor, con tan ponderada sabiduría, que el escepticismo con que comenzamos este retrato de un “español eminente” pronto se cambia en apasionada lectura que no desearíamos llegara a terminarse. Y que no termina: cerramos la biografía del escritor, escrita con la pasión que da el conocimiento, y volvemos a los tomos de sus obras completas: abiertos por cualquier página, juntan al placer de lo consabido el de la inagotable novedad.