lunes, 25 de marzo de 2013

Con otros ojos


Francisco Alba
Masa crítica
Vaso Roto. Madrid-México, 2013


Ennio Flaiano, que fue guionista de las mejores películas de Fellini, publicó en 1960 un libro que sería largamente imitado: Un marciano en Roma, el absurdo y la comicidad de nuestro mundo puestos de relieve por alguien venido de otro planeta.
            Esa es la primera impresión que tenemos al leer muchos de los poemas de Masa crítica. Quien nos habla parece no distinguir entre publicidad y metafísica, alta cultura y basura televisiva. Todo lo coloca al mismo nivel, como en el collage “Epílogo”, que comienza con “fumar mata”, sigue con una célebre cita de Keats (“a things of beauty is a joy for ever”) y continúa con un “menú del día” (“1º ensaladilla o lentejas, 2º filete de ternera o lenguado”) y frases famosas, expresiones cotidianas, esloganes publicitarios o políticos, números de teléfono, para terminar con el título de una canción de los Rolling Stones: “I can’t get no satisfaction”. Lo mismo ocurre con las citas, greguerías o humoradas de “Noticias”(“En Irán no hay homosexuales”, “¿Cómo se orientan a la Meca los astronautas musulmanes que están en órbita?”, “Nos arrojan al mundo, dijo un nazi”).
            La realidad vista por un alienígena o hecha pedazos y luego tratada de reconstruir en el laboratorio poético creando un monstruo con piezas dispares. “¡Oh Media Markt! ¡Oh gloria de los Medici!”, leemos en el poema “Sacra conversazione”, en el que también se nos habla “del Anticristo y del dolor de muelas”.
            Abundan las referencias culturales, las citas en otros idiomas, a menudo fuera de contexto. El poema “Egoísta” comienza como el monólogo de un marginal: “Para poder comer cargo cartones. / Negocio con chatarra. / Prendo hogueras en la escombrera”. Pero luego resulta que usa como conjuros “sonidos de la ciencia”. Por ejemplo, para “el mal de ojo”, Über den anschaulichen Inhalt der / quantentheoretischen Kinematik und Mechanik, que es el título de un folleto que Heisemberg publicó en 1927 y en el que enuncia el principio de incertidumbre. Para el dolor de muelas el chatarrero prefiere Quantisierung als Eigenwertproblem, obra de uno de los creadores de la física cuántica, Schorödingen.
            ¿Culturalismo irónico? Sin duda. ¿Humor absurdo? Indudablemente. Los poemas de Francisco Alba juegan a descolocar al lector, que nunca puede estar seguro de cuando habla en broma o cuando en serio.
            De lo que no cabe duda es de su interés por la ciencia. La numeración binaria es el tema de su “Scherzo”: “Uno y cero son vecinos naturales. / No son tipos raros como el número e / o la raíz cuadrada de menos uno. / No arrastran una cola de decimales / novias que tiran del vestido nupcial”.
            También resulta evidente su gusto (tan característico de la estética novísima) por las citas implícitas: los “paganos tristes del tiempo de la decadencia” de un poema nos remiten a Pessoa, y a Cernuda, a su “Elegía española”, los versos de otro poema: “¿Grecia? –dijo alguien– Un nombre. / Grecia ha muerto”. El poema en que se aparece esta última referencia se titula “Balada de los ahorcados”, como el famoso de François Villon, e incluye –sin citar autor– versos suyos (“Frères humains qui après nous vivez / n’ayez les coeurs contre nous endurcis”), de Rimbaud (“Je regrette l’Europe aux anciens parapets!”) y de un famoso lamento del Tristán e Isolda: “Mild und leise wie er lächelt / wie das Auge hold er öffnet”.
            Irónica pedantería que contrasta con la parodia de alguna popular canción (“Esta tristeza que tengo / por haber venido al mundo / que Kierkegaard me la explique / porque yo no la comprendo”) y con las constantes “rupturas de sistema” (para utilizar la terminología de Carlos Bousoño): “Así desaparecieron mis llaves y el oráculo de Delfos”, termina el poema “Desapariciones”; mientras que los versos finales de “Madera de huesos” son los siguientes: “Enmudecimos de terror. / Se rasgó el velo del templo. / Olvidamos nuestras miserias terrenales. / Me apetecía mucho una cerveza”.
            La poesía de Francisco Alba es una rara avis en la poesía española contemporánea. Es la poesía de alguien que no entiende el mundo en que vive, que busca respuestas en la ciencia y en la filosofía y no acaba de encontrarlas, que trata de disimular con humor su rabia y su mal humor, que a menudo se refugia en el absurdo bajo la apariencia de una anécdota realista (léanse los textos en prosa “Triunfador” o “Anónimo”).
            Un libro, Masa crítica, tan desconcertante y desasosegante como enriquecedor. Destaco algunos poemas: “Happy Few” parodia los programas de telerrealidad  (“En el centenario de la toma de Granada / arrojamos vivos a los críos a la Conferencia Episcopal”); “Elegía”, memoria de infancia, donde, muy en su estilo, al orbayo asturiano se le define con palabras de Dante: “esa llovizna / eterna, maladetta, fredda e greve”;  “Euforia”, un poema viajero que nos lleva de Roma a Turín (y que poco tiene que ver con los convencionales poemas viajeros); “Séneca”, que comienza con la irónica pedantería marca de la casa: “Soy el parakoimomenos”, y donde el filósofo de la virtud –que no fue especialmente virtuoso– observa la decadencia moral del mundo contemporáneo (tan semejante al suyo), o “Contemplación”, un poema que canta la belleza del paisaje (“Si el macizo de Ubiña fuera música / sería la novena de Antón Bruckner”) y que continúan anunciando su destrucción y su explotación publicitaria.
            Pero son muchos los poemas memorables, aunque a menudo hay que insistir para que nos descubran sus secretos (casi todos se resisten a una primera lectura) y consultar cada poco la Wikipedia. Pero vale la pena el esfuerzo.
Un poeta distinto. Leyéndole se ve la realidad con otros ojos. Como la vería un recién llegado de otro planeta que no supiera distinguir entre los himnos nazis (“Die Fahne hoch!”) y los villancicos, entre el amor y el horror.    

jueves, 14 de marzo de 2013

Criticar por criticar



Los buenos críticos son más escasos que los buenos poetas o los buenos novelistas, y los malos más abundantes.
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Nadie verdaderamente inteligente se dedica a la crítica.
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Las historias de la literatura están llenas de libros injustamente recordados.
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Sin capacidad de entusiasmo no hay buen crítico; sin un punto de sadismo, tampoco.
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Destrozar de vez en cuando un libro mantiene en forma al crítico.
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Los libros aburridos suelen provocar las críticas más divertidas.
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A veces una reseña resiste mejor el paso del tiempo que el libro reseñado.
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En la crítica, como en cualquier arte, la mejor musa es el encargo.
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Un fracasado es el quien sigue escribiendo reseñas después de cumplir cuarenta años.
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Las reseñas no forman parte de la crítica sino de las relaciones públicas.
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Los buenos libros no necesitan manual de instrucciones; los malos, tampoco, salvo que quiera pasar por buenos.
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La peor prosa suele darse en las reseñas de poesía; el peor verso, en los libros de poesía.
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Un poeta mayor de treinta años que lea fundamentalmente poesía nunca escribirá nada que merezca la pena.
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Los malos poetas son los mejores humoristas involuntarios, si exceptuamos a sus prologuistas y reseñistas.
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Un autor estúpido nunca lo es tanto que no pueda llegar a recibir las mejores reseñas y a ser tenido en cuenta por los eruditos.
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Saber escribir sonetos no es imprescindible para ser poeta, salvo que se quiera escribir en verso libre.
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Un buen haiku está al alcance de cualquiera, salvo de la mayoría de los poetas que se dedican a escribir haikus.
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Las obras maestras se escriben en colaboración con toda la historia de la literatura; las obras mediocres solo con los autores que se han leído.
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Las obras maestras las terminan de escribir los críticos.
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Tener mucho tiempo para no hacer nada es la primera condición para ser poeta.
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Un buen poeta publica un poema de cada diez que escribe; un buen crítico comenta un libro de cada cien que lee.
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Para un crítico una opinión que no coincide con la suya es siempre una opinión equivocada; en esto demuestra que no se diferencia del resto de los seres humanos..
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Nada nos defrauda tanto como un buen libro de un autor que detestamos.
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El mal libro de un buen amigo puede provocar placeres inconfesables.
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Los malos libros llegan solos a la casa del crítico; los buenos a menudo ha de salir a buscarlos.
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La primera condición para ser un autor de éxito es hablar siempre bien de los críticos y no hacerles nunca ningún caso.
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Los elogios de los críticos son como las monedas de los distintos países, no todos tienen el mismo valor y algunos están completamente devaluados.
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“Si el sabio no aplaude, malo; / si el necio aplaude, peor”, dice la fabulilla de Iriarte. Los editores piensan otra cosa: el aplauso unánime de los necios compensa con creces cualquier reparo de los sabios.
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Destrozar con saña un libro de un autor muy conocido calma los nervios, y divierte a los lectores tanto como una buena pelea.
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Hay dos oficios a los que no debe dedicarse el apasionado por hacer justicia. Uno es el de crítico literario; el otro, el de juez.
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Quienes todavía no han aprendido a escribir tienen una extraña compulsión a escribir poemas. Quienes no han aprendido a leer, a escribir reseñas.
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Un perfecto caballero nunca podrá ser un gran escritor.
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Una mala persona puede ser cualquier cosa, salvo buena persona.
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Los buenos críticos nos ahorran la lectura de los malos libros; y a veces, incluso de los buenos.
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Leer mala literatura es perder el tiempo. Pero a veces se trata de una agradable manera de perder el tiempo.
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Los buenos críticos dicen lo que nosotros pensamos de los buenos libros, pero lo dicen mucho mejor.
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Hay críticos que miran por encima del hombro al autor reseñado mientras que otros se agachan para lustrarle los zapatos.
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El excesivo entusiasmo es casi siempre una falta de educación.
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El crítico, al contrario que el poeta, no puede comportarse como un niño malcriado.
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Si te dedicas a la crítica y no tienes enemigos, mejor dedícate a otra cosa.
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Todo crítico acaba cediendo a la tentación de escribir no de los libros que existen, sino de los que deberían existir.
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Si leer no es para ti una obligación, sino un placer, nunca serás un buen reseñista. Ni harás carrera como profesor de literatura.
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Hay quienes piensan que poetas y novelistas no son sino un mal necesario para que exista la crítica. Y yo a veces pienso que tienen razón.




martes, 12 de marzo de 2013

Miguel d’Ors: Carpintería y no sé qué


Miguel d’Ors
Átomos y galaxias
Renacimiento. Sevilla, 2013


Los lectores habituales de Miguel d’Ors, abrimos con cierto temor su último libro, el más extenso de los que lleva publicados. Lo más frecuente es que la abundancia de la producción juvenil vaya disminuyendo, incluso que se llegue al silencio poético décadas antes que al silencio vital. Claro que hay ejemplos de lo contrario, como el del exigente Jorge Guillén de Cántico metamorfoseado luego en el profuso autor de Final, pero no son ejemplos muy recomendables.
            Comenzamos a leer el centenar de poemas, ordenados alfabéticamente, de Átomos y galaxias con un cierto prejuicio. ¿Se tratará solo de un cuaderno de ejercicios en que entretiene sus ocios un profesor jubilado? Nos tememos lo peor, y eso acrecienta nuestro asombro.
            El mejor Miguel d’Ors está en estas páginas, que no quieren ser novedosas, pero que lo son de la más auténtica manera. Cierto que se trata de la obra de un minucioso artesano, que el libro ha sido escrito por alguien que conoce a la perfección su oficio y que quiere demostrar que la versificación tradicional –hay sonetos, décimas, romances, pareados alejandrinos de resonancia modernista– está lejos de haber agotado sus posibilidades. Cierto que es un cuaderno de ejercicios que puede dar mucho juego en cualquier taller literario. Igualmente cierto que está lleno de personales rasgos de estilo próximos al manierismo y que cualquier lector suyo reconoce de inmediato.
            Todo eso es cierto. Y sin embargo “el no qué” de que hablaba Feijoo (y que d’Ors glosa en uno de sus poemas) aparece con inusitada frecuencia, cuando menos lo esperamos. Lo traen la abubilla y el arrendajo, las numerosas aves que pueblan estos versos; el canto del mirlo que se escucha una y otra vez; la luz que ilumina de pronto los carballos tras los largos días oscuros; la nieve de las cumbres; los reiterados recuerdos de la infancia.
            Miguel d’Ors es un poeta paradójico. Nada le gusta más que darle la vuelta a un tema muy manido, que llenar de sorpresas e inventiva un lenguaje aparentemente prosaico y conversacional. La técnica, el artificio retórico está siempre en él al servicio de la emoción. O del humor.
            Sabe que no es posible ser sublime sin interrupción, y por eso de vez en cuando rebaja el tono y se permite alguna broma. En primer lugar, consigo mismo, quitándole las mayúsculas a su nombre y jugando a la autocompasión. La sátira social, y de la sociedad literaria, aparece también en este libro, aunque con menos frecuencia que en otros suyos. El lector aprecia más su ingenio juguetón, próximo a la greguería: el arco iris, nos dice al final de un poema, “es la cinta que la Naturaleza se pone en el pelo / después de haberse lavado la cabeza”; y en la décima “Avecedario” (la uve del título forma parte del juego) se califica a los gorriones como “la calderilla del cielo”.
            Momentos para la sonrisa, e incluso para el disentimiento (aunque menos que en otros libros suyos) hay en Átomos y galaxias, pero también –y sobre todo– para la emoción y la admiración. Pocos libros recientes (pocos libros en general) encontraremos con más poemas memorables, de esos que parecen escritos desde siempre y para siempre. Citaré algunos, aunque cada lector encontrará los suyos.
            El poema “Chet Baker” (“de esta trompeta salen niebla y noche”)  y “Winter Sky”, sobre la canción de ese título de Judy Collins (“cielo de invierno. / gran diamante estremecido / de misterios”).
            La poesía paisajística, la que Antonio Machado practicó en Campos de Castilla, alcanza cumbres poco frecuentadas por los poetas españoles –y nunca mejor dicho lo de “cumbres”– en “Laderas” y “Nieves”. En estos poemas demuestra Miguel d’Ors (y en otros como en el espléndido “Pan”) que es un maestro en el arte de la enumeración y en el uso de los pequeños detalles exactos; nada más lejano a su manera de entender la poesía que la sonora vaguedad o las nebulosas imprecisiones. Como el antepasado carpintero al que le dedica uno de los sonetos, “Francisco Lois”, d’Ors es un aplicado artesano, procura darles siempre un buen acabado a sus poemas, no dejar ningún cabo suelto, pero sabe que la poesía es algo más que artesanía, “ese no sé qué” que siempre es un regalo de no sabemos quién.
            Abundan los ecos en Átomos y galaxias, siempre deliberados. Al leer “Epitafio” (con su final anticlimático) recordamos los que escribió Manuel Machado (un poeta del que es uno de los primeros especialistas), pero eso no lo invalida, sino todo lo contrario: “No le tocaron buenas cartas, pero / no rehuyó la suerte que le cupo: / sin llantos ni protestas las jugó / todo lo bien que supo”.
            Miguel d’Ors no les teme a los temas más proclives al ternurismo o a la falacia patética. Dos poemas dedica a sus nietos. En uno, “Columpio”, juega al caligrama; en otro, “Olivia”, le da una vuelta de tuerca a uno de sus grandes obsesiones, el instante detenido en el poema y sin embargo fluyente y cambiante como cualquier tiempo. Otro poema, “Torla”, está dedicado a un perro; pocos habrá escritos con más gratitud y comprensiva inteligencia.
            No podían faltar los poemas religiosos, quizá menos confesionales en este que en otros libros, más atentos a reflejar el misterio del mundo que a defender una determinada ortodoxia. Uno de ellos, “Ritmos”, es un canto a la creación especialmente memorable.
            ¿Arte menor en muchos casos? Ciertamente, pero también poesía mayor. Sin ninguno asomo de decadencia, Miguel d’Ors es en este libro más Miguel d’Ors que nunca. Hace lo mismo de siempre, pero nos sigue asombrando y emocionando como la primera vez. Hace lo mismo, pero cada vez mejor.

lunes, 4 de marzo de 2013

Antonio Muñoz Molina: Las trampas de la ideología


Antonio Muñoz Molina
Todo lo que era sólido
Seix Barral.  Barcelona, 2013


Que Antonio Muñoz Molina es uno de los más notables escritores actuales, pocos lo dudan. Pero en su nuevo libro, un brioso alegato contra los políticos del cercano ayer y de hoy, no ha querido hacer literatura, aunque a veces la haga (y excelente, como cuando evoca sus viajes o sus años de formación). 
El Antonio Muñoz Molina de Todo lo que era sólido pretende ser un moralista y un riguroso analista de la sociedad contemporánea, decirnos lo que los españoles hemos hecho mal en “los años del delirio”, los de la bonanza económica, y ofrecernos sus recetas para la regeneración.
            Sus estancias en Estados Unidos le han enseñado a no confundir las exigencias de verdad y precisión del periodismo con los brillos a menudo engañosos de la literatura: “Yo venía de una cultura en la que era habitual admirar a un embustero o a un cínico por lo bien que escribía; en la que escribir bien era un valor separado de casi toda otra exigencia ética o estética”. En América aprendió que “sin periodismo serio no hay sociedad democrática”. Y eso es lo que pretende hacer al analizar la realidad española de hoy y del ayer inmediato: periodismo serio, porque “sin información contrastada y rigurosa cualquier debate es un juego de aspavientos en el aire”.
            Y eso es precisamente lo que no hace. Muñoz Molina conoce de antemano las razones de la actual crisis: el localismo, los nacionalismos, las cesiones de la izquierda… Y no tiene ningún inconveniente en manipular la información para que se ajuste a sus prejuicios.
            Veamos un primer ejemplo. Tras enunciar una tesis de Orwell (“el lenguaje político está diseñado para hacer verdadera la mentira y respetable el asesinato”) la ejemplifica nada menos que con el diario El País, que en su primer número, del 4 de mayo de 1976, “en su portada, en una sola columna esquinada, traía la noticia del asesinato de un guardia civil en el País Vasco”. El titular, según Muñoz Molina, decía “Guardia civil muerto”, y el escritor muestra su indignación: “Muerto como si hubiera muerto en un accidente de tráfico o de un ataque al corazón”.
            Fácil resulta comprobar que esa indignación, que demostraría la complicidad con ETA de cierta izquierda democrática, no tiene razón de ser. A cualquier lector le basta pulsar dos o tres teclas en su ordenador para tener en la pantalla la primera portada de El País, una portada sobria, de un nuevo estilo, en la que solo aparecían tres noticias y un editorial titulado “Ante la reforma”. Una de esas noticias, la única destacada con un recuadro, es a la que se refiere Muñoz Molina. Superfluo resulta ya su comentario: la muerte de un guardia civil muerto en accidente de tráfico o por enfermedad no figuraría en portada. Pero es que además el titular que nos da Muñoz Molina está manipulado. El titular real decía así: “Guipúzcoa / Guardia / civil / muerto en / un atentado”.
            La fuerza de la ideología no solo nos permite recortar un titular para que diga lo que queramos que diga y, a pesar de ello, pensar que estamos haciendo “periodismo riguroso”; también nos impide ver lo que tenemos delante, leer en la cita que hemos hecho de un texto ajeno lo que realmente dice.
            Uno de los grandes males de la sociedad española actual es, a juicio de Muñoz Molina, el auge de nacionalismos y autonomías, con su exaltación de lo propio. Nada encuentra más ridículo que “los arrebatos poéticos de las introducciones a los estatutos de autonomía”. Cita párrafos concretos de varios de ellos y no ahorra las descalificaciones, tras encomendarse al socorrido Orwell (“un idioma se vuelve feo e inexacto por transmitir pensamientos idiotas, pero la negligencia misma en el uso de la lengua produce la idiotez”). De “pringue verbal” los califica, de “leyendas redactadas además en una prosa infecta”, de “lánguidas vaguedades de prosa poética” que exaltan al pueblo (inmutable y unánime) frente a la ciudadanía (que se expresa en las elecciones). Pero el primer fragmento que cita del estatuto de Cataluña dice así: “Cataluña ha ido construyéndose a lo largo del tiempo con las aportaciones de energías de muchas generaciones, de muchas tradiciones y culturas, que han encontrado en ella una tierra de acogida”. ¿Dónde está el “pringue verbal”, la “prosa infecta”, la apelación a lo propio y el rechazo de lo ajeno? ¿Dónde la apelación al pueblo frente a la ciudadanía? Quizá en el otro párrafo citado: “El pueblo de Cataluña ha mantenido a lo largo de los siglos una vocación constante de autogobierno”. No me parece que eso sea discutible, a poco que se conozca la historia de España. Otra cosa es que esa “voluntad de autogobierno”, manifestada democráticamente cuando ello ha sido posible, nos guste o no. A Muñoz Molina resulta claro que no. Pero eso no le autoriza a disfrazarnos sus prejuicios ideológicos de “periodismo serio”, ni siquiera medianamente serio.
            Para escribir Todo lo que era sólido, Muñoz Molina ha realizado una investigación periodística. Durante el año 2012, “días tras día, entre finales de julio y principios de agosto” ha ido en taxi (eso nos dice) a la redacción de El País y ha repasado los periódicos del 2007. No ha perdido mucho tiempo en la investigación, ciertamente: los últimos días de julio y los primeros de agosto, una o dos semanas veraniegas. Pero no se necesita más tiempo para copiar de acá y de allá datos que confirman nuestros prejuicios.
            Una información más amplia y rigurosa, o una mejor memoria, le habría permitido comprobar que Rodríguez Zapatero no ganó, como él dice, sus segundas elecciones “sin mucho esfuerzo” ni que nadie le criticara “en serio” por negar la gravedad de la crisis (que lea los periódicos de entonces, el diario de actas de las sesiones parlamentarias). Pero probablemente de nada le habría servido; la ceguera ideológica nos impide ver lo que tenemos delante. Aludiendo a los años del final de la dictadura, cuando era compañero de viaje del partido comunista, escribe Muñoz Molina: “Rechazar entonces abiertamente el comunismo era tan impresentable como lo es ahora disentir del nacionalismo”. ¿Qué periódicos leerá Muñoz Molina, que emisoras de radio escuchará, qué tertulias televisivas verá para afirmar que hoy no se puede disentir del nacionalismo? La mayoría de los intelectuales españoles, de derechas y de izquierdas, no hace otra cosa.
            No quiere esto decir que el alegato de Muñoz Molina, tan lleno de buenas intenciones y, a trechos, buena literatura, y no exento de cierta autocrítica, resulte un libro desdeñable. Todo lo contrario. Nos pone en guardia contra las generalizaciones abusivas, a las que recurre con tanta frecuencia, contra su rechazo de la precisión y el matiz. “En España no se puede llevar la contraria”, por ejemplo. También se podría decir que es uno de los deportes favoritos de los españoles. Lo que resulta complicado, en España y en cualquier otra parte, es llevarle la contraria a tu jefe. Si eres director del Cervantes en Nueva York, como lo era Muñoz Molina en los años de su desdeñado Zapatero, tienes que esperar a dejar de serlo para comentar con divertido sarcasmo la pompa con que te veías obligado (¿obligado?) a recibir a ciertos políticos (véase, por ejemplo, la visita de Camps en las páginas 114-117).
            Nos pone en guardia esté brillante alegato lleno de verdades y sofismas contra la ceguera de la ideología, tan fácil de detectar en los demás, tan difícil en uno mismo.