jueves, 31 de octubre de 2013

José Muñoz Millanes: Centón y taracea de París



La ciudad de los pasos lejanos
     José Muñoz Millanes
     Pre-Textos. Valencia, 2013.


“París no se acaba nunca” afirmó Vila-Matas en el título de uno de sus más sugestivos libros. Y buena muestra de ello es que en la colección Cosmópolis, de editorial Pre-Textos, dedicada a las ciudades, con apenas una docena de títulos, ya hay tres que tienen por protagonista a París.
            La ciudad de los pasos lejanos, el más reciente de ellos, es obra de un minucioso erudito y de un tácito poeta, de un sabio catedrático y de un peculiar personaje, José Muñoz Millanes, que protagoniza más de una página en los diarios de su amigo Andrés Trapiello.
            “Azorín y París” se titula el primer capítulo y resume el núcleo inicial del volumen. Tres largos años, los de la guerra civil, los pasó Azorín en París y en su literatura de entonces, y de después, esa ciudad ocupa un lugar importante: le dedicó un libro que es casi una peculiar guía turística, París, varios capítulos de sus Memorias inmemoriales, y la convirtió en el escenario de los relatos de Españoles en París y de la novela María Fontán.
            Azorín, que se pasó la vida leyendo en francés, que era afrancesado por formación y carácter, no hablaba esa lengua. Los tres años en que residió en París se dedicó a callejear, a observar, a descubrir secretos rincones, a sentarse en las estaciones del metro a ver pasar los trenes, como seguiría haciendo luego en Madrid.
            José Muñoz Millanes ha dedicado dos licencias sabáticas del Lehman Collage (City University of New York) a seguir los pasos de Azorín, y nos aclara puntillosamente cada una de sus referencias y nos cuenta que ha cambiado y qué permanece de aquel París. A veces cita a otros escritores que se refirieron a los mismos lugares. El más frecuente de ellos es Patrick Modiano, casi otro protagonista del libro, quien mejor ha reflejado la atmósfera turbia de los años treinta y de la ocupación, aunque no La conociera personalmente.
            Aparecen luego Pío Baroja y José Gutiérrez Solana, que también coincidieron en el exilio de París, y Gonzalo Torrente Ballester, que allí estaba como estudiante cuando comenzó la guerra y que recrea esa estancia en su novela Javier Mariño. Y docenas y docenas de referencias de otros escritores o de películas que transcurren en los mismos escenarios. Se echa en falta una bibliografía de obras citadas, a veces de manera no demasiado precisa, algo que contrasta con el rigor académico de otras obras del autor.
            José Muñoz Millanes ha estudiado, ha traducido y cita con frecuencia a Walter Benjamim. Su Libro de los Pasajes, inacabada recopilación de fragmentos sobre París, puede ser considerado como un modelo de este volumen.
            Poco parece interesar actualmente la literatura de Azorín, apenas un nombre en los manuales de literatura para la mayoría de los lectores; poco parece que pueda interesar seguir sus pasos por un París tan poco espectacular como el que muestran las fotografías en blanco y negro que ilustran el volumen.
            Y sin embargo el lector que no se deje llevar por la impaciencia que a menudo producen el detallismo de Azorín y el de su comentarista resultará recompensado con creces, porque pocos libros habrá que reflejen mejor la secreta poesía de una ciudad, hecha de cotidianidad y de misterio, de trivialidad y magia.
            Una magia que está en los detalles, en los pequeños detalles exactos que unen el ayer con el hoy, la ficción con la realidad.
            Con el París de Azorín se entremezcla el de Baroja, menos apacible, más próximo al mundo sanguinolento de los folletines y las historias de crímenes que al novelista tanto le gustaban. Los paseos solitarios de Baroja por los alrededores del parque Montsouris llevan a Muñoz Millanes a hablarnos de los subterráneos del distrito catorce o de la cárcel de la Santé, ocasionados por las canteras de piedra de talla explotadas desde la Edad Media. “A diferencia de los túneles del metro, tan recientes, esta red subterránea de canteras y catacumbas había fascinado a lo largo de los siglos la imaginación popular: se trataba de un espacio inmediato y, a la vez, remoto por su carácter amenazador e incontrolable (oscuridad, laberinto de galerías, derrumbes). Era la sede, además, de los folletinescos ‘misterios de París’: allí, según los rumores, operaban bandas de delincuentes y contrabandistas, se celebraban aquelarres y se refugiaban los subversivos”. La cárcel de la Santé, tan presente en la literatura y en la memoria popular, resulta casi invisible desde la calle. Hay que alejarse lo más posible del muro que la rodea para escudriñar el edifico, que no parece una cárcel sino “una imponente fortaleza alargada, desde donde parece que van a disparar unos arqueros asiáticos, como en algún relato de Italo Calvino o Dino Buzzati o en una película feudal de Kurosawa”.
            De los mil y un libros dedicados a París, La ciudad de los pasos lejanos –centón y taracea– resulta sin duda el más insólito, pero no el menos fascinante. Al lector le importa poco que sobre el capítulo final o los desconchados eruditos de acá y de allá. José Muñoz Millanes nos enseña a ver, a mirar de otra manera la realidad y la ficción, a perdernos y encontrarnos en los caminos que llevan de una a otra.

            

jueves, 24 de octubre de 2013

De cómo Hugo Chavez se convirtió en Hugo Chávez

Hugo Chávez. Mi primera vida
Conversaciones con Ignacio Ramonet
Debate. Barcelona, 2013.

No goza de excesivas simpatías en España el mediático, en vida y en muerte, político venezolano Hugo Chávez (1954-2013). Es uno de los raros casos en que los medios de derechas y buena parte de los de izquierdas han coincidido en presentarlo como un golpista y un risible figurón. Pero, al margen de las mayores o menores simpatías ideológicas, se trata de un fascinante personaje y de uno de los pocos dirigentes políticos que han sabido plantear una alternativa al neoliberalismo económico tras la desaparición del bloque soviético, del llamado socialismo real.
            Al contrario que su maestro y mentor, Fidel Castro, Chávez llegó al poder tras unas elecciones libres y se mantuvo en él, hasta su muerte, con más controles democráticos que ningún otro dirigente (tuvo incluso un intento de golpe, aplaudido por muchos países democráticos, como España, y un referéndum “revocatorio” que no cumplió su objetivo). Eso hacía de él un peligroso ejemplo para los países de Latinoamérica que querían escapar de un sistema económico –el mismo que ahora muestra a la vieja Europa su peor cara– que les resultaba nefasto.
Convertido Fidel Castro en una reliquia de otro tiempo, Chávez era el enemigo a batir; y lo sigue siendo después de muerto. Así, por ejemplo, para arremeter contra el independentismo catalán, al escritor Jordi Soler no se le ocurre otra cosa que comparar los discursos de Artur Mas “y sus subalternos” (quizá se refiera a Oriol Junqueras) con “la verbosidad mística del comandante Hugo Chávez”.
            Ignacio Ramonet, siguiendo la línea de su Fidel Castro. Biografía a dos voces, publica ahora unas conversaciones con Hugo Chávez que constituyen una minuciosa, apasionante, ilustrativa autobiografía. Abarca desde su infancia pobre y feliz en Los Llanos novelados por Rómulo Gallegos hasta el momento, a finales de 1998, en que gana sus primeras elecciones. Las charlas tuvieron lugar a partir de 2008, cuando se cumplía la primera década del triunfo, y terminaron antes de que, en junio de 2011, aparecieran los síntomas de la enfermedad mortal. Nada hacía prever entonces ese final abrupto y trágico, y de ahí el tono autocomplaciente y feliz.
            El retrato simplista que se ha hecho de Hugo Chávez, la caricatura generalizada, resulta imposible de sostener tras la lectura de este libro. Pero se seguirá sosteniendo a pesar de las evidencias: el volumen tiene setecientas páginas y pocos de sus interesados detractores, o de quienes simplemente se han formado de él una opinión negativa por las recortadas y manipuladas informaciones de cierta prensa libre dependiente de espurios intereses empresariales, se animarán siquiera a hojearlo.
            La “verbosidad” de Chávez, de la que se burlaba Jordi Soler, no tenia nada de mística; alternaba el dato exacto con la anécdota ilustrativa, la estadística con el poema o la canción; nunca se desentendía de los interlocutores. Para ilustrar el acoso a los pueblos indígenas (todavía en los años setenta, cerca de la frontera con Colombia, “los terratenientes salían a matar indios como se matan venados”) cuenta un episodio del que él mismo fue testigo: “Estábamos patrullando, buscando a un grupo de indios porque una señora los había acusado de haberle robado unos cochinos. Llevábamos con nosotros a un baqueano, un conocedor de atajos, buen rastreador, y también –lo descubrí entonces– experto en cacerías de indios. Localizamos un grupo; nos recibió con una lluvia de flechas. Una me pasó rozando la cabeza. Afortunadamente, ninguno de los soldados resultó herido. Di orden de no disparar. Los indios se dispersaron y huyeron. En ese instante, en la espesura, escuché los alaridos de una india. Nos acercamos a la orilla de un torrente que iba muy crecido. Y ahí veo, en medio del agua, hundiéndose a una mujer que cargaba un bebé. Estaba aterrorizada; nos miraba con unos ojos que echaban llamaradas de miedo y relámpagos de odio porque llevábamos uniforme. No se me olvidarán jamás aquellos ojos. Yo estaba pensando en cómo sacarla de allí. Y entonces ¿sabe lo que me dijo el baqueano? ‘Capitán, ¡dispárele!’ Me quedé sorprendido: ‘¿Cómo?’ Volvió a insistir: ‘¡Dispárele, capitán! No son gente, son como animales. ¡Mátelos!’ Se me estremece el cuerpo todavía… Y no era mala persona aquel baqueano, no era un monstruo, yo lo conocía bien. Expresaba el sentimiento racista que allí imperaba”.
            El mismo sentimiento, aunque menos explícitamente criminal, que explica las burlas con que muchos acogieron el nombramiento de Evo Morales como presidente de Bolivia.
            La formación de un líder podían subtitularse estas páginas, por las que desfila el niño pobre que vendía los dulces preparados por su abuela en las calles de Sabaneta; el lector insaciable e incansable; el aspirante a jugador profesional de béisbol; el cadete al que castigan en la Academia militar por ser zurdo; el joven teniente disciplinado y brillante, descontento con la situación política de su país y que en algún momento pensó en pasarse a la guerrilla (pero algo ocurrió que le quitó definitivamente de la cabeza tal idea: “una emboscada donde mataron a siete soldados mal matados, es decir, una emboscada sin sentido. Yo vi a los muchachos, uno se murió en mis brazos prácticamente. Eran unos soldados-campesinos y los mataron por matarlos, sin ningún sentido ya de guerra ni de objetivo”).
            No solo habla de su propia vida Hugo Chávez en estas páginas; muy presente está también la historia de Venezuela y abundan las reflexiones sobre los acontecimientos fundamentales del siglo XX, que no siempre serán compartidas por el lector. Pero los desacuerdos y el detectar acá y allá una cierta incursión en el mito y en la hagiografía (en cierto modo, lo exige el género), no le restan interés al volumen ni impiden considerar a Hugo Chávez como una figura que ha marcado decisivamente la historia política de Latinoamérica.
            Chávez, a pesar de las burlas sobre sus interminables programas televisivos, era también un maestro de la oratoria, tanto en los discursos que duraban horas (y que tantas veces fueron objeto de interesada manipulación en los medios españoles), como en aquel otro de menos de un minuto que puso fin al levantamiento de 1992 contra Carlos Andrés Pérez (el presidente depuesto poco después por los suyos mediante un golpe “legal”) y que bastó para convertir un rotundo fracaso en una clara victoria. Y que, de algún modo, cambió la historia de un continente.
           


jueves, 17 de octubre de 2013

Lorenzo Silva: Siete ciudades y un montón de huesos

Siete ciudades en África.
Historias del Marruecos español
Lorenzo Silva
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2013.


Como las personas, también los países tienen episodios de su pasado que prefieren no recordar. Bélgica cuenta entre el escaso número de sus monarcas con uno de los mayores genocidas de la historia y buena parte de sus grandes fortunas decimonónicas crecieron con el fango y la sangre de la colonización del Congo.
            En España, durante cuarenta años, tratamos de olvidar, o de pasar sobre puntillas, una parte de la barbarie de la guerra civil, la cometida por los vencedores. No se ha conseguido finalmente, aunque buen empeño se puso, y aún se pone, para que así fuera.
            Las consecuencias de otra guerra incivil sí que se han olvidado. El Barranco del Lobo, Annual, Alhucemas son nombres remotos que ya podemos escuchar, al contrario que nuestros abuelos, sin temor y temblor, como un capítulo más de la historia de España, o quizá solo una nota a pie de página. Una vez se intentó pedir responsabilidades y la consecuencia fue una dictadura para tratar de tapar, entre otras cosas, los negocios del rey.
            Aquel primer dictador, Miguel Primo de Rivera, se refirió en un discurso, aludiendo a los militares, a los de “nuestra profesión y casta”, expresión que irritaría especialmente a Unamuno. Y el primero de esa casta, que se sentía superior y al margen, era en aquellos años Alfonso XIII.
            El novelista Lorenzo Silva se ha ocupado más de una vez del llamado Marruecos español. En Siete ciudades en África el protagonismo no recae en los dos Estados que separa el estrecho de Gibraltar: “Las fronteras se mueven, las ciudades, en cambio, permanecen”. De las siete ciudades de las que se ocupa el libro, dos son españolas y las otras cinco marroquíes. Hasta 1956, todas ellas estaban bajo dominio español en un peculiar sistema colonial que se llamó “Protectorado”.
            Y quizá el nombre resultaba más adecuado de lo que pudiera pensarse. Para proteger, entre otros, el negocio de las minas de hierro cercanas a Melilla, uno de cuyos principales accionistas parece que era el propio rey, murieron en aquellas tierras miles y miles de jóvenes españoles, reclutados a la fuerza entre las clases más desfavorecidas (“la eterna carne de cañón” de la que habló Manuel Machado); para eso, y también para que una parte de la “casta” militar consiguiera ascensos rápidos por méritos de guerra y a la vez se enriqueciera con el negocio de los suministros y otras turbias actividades.
            La retórica nacionalista, que hablaba de civilización y barbarie, cegó a muchos, pero no a todos. Desde el principio hubo quienes vieron claro, aunque sus palabras sirvieran para poco. Ángel Ganivet, en su Idearium español, de 1896, fue uno de los pioneros en la denuncia del colonialismo: “Se parte de Europa con ideas de redención y se llega a África con ideas de negociante; y al regreso no se aplaude al que ha trabajado más para mejorar la suerte de la raza negra, sino al que ha matado más o ha amasado más crecida fortuna”. Sus palabras llegaron a ser proféticas: “¿Puede darse absurdo mayor que una empresa colonial de España en África? Más tarde recibiríamos el pago: un desastre económico, una guerra civil, otro ensayo republicano, un nuevo ataque a nuestra independencia, cualquiera de esas cosas y otras peores a elegir”.
            La historia que nos cuenta Lorenzo Silva no es una historia de buenos y malos. Nunca se muestra panfletario. Escribe con simpatía hacia un territorio secularmente disputado y hacia unas gentes, musulmanes, judíos y cristianos, que en ocasiones, cuando no se entremezclaron las ambiciones políticas de unos y de otros, lograron convivir en paz.
            El método elegido para referirnos esa historia, dando el protagonismo a las ciudades –Ceuta, Larache, Tetuán, Xauén, Melilla, Nador, Alhucemas– hace que algunos acontecimientos importantes se nos cuenten, no de una vez, sino por partes, como en una apasionante novela de intriga. Una novela en la que se procura dar voz a todos los protagonistas. La llegada de la Legión en socorro de Melilla, tras el desastre de Annual, la vemos primero con los ojos del entonces comandante Franco en su Historia de una bandera y luego con los de Arturo Barea en La forja de un rebelde.
            No, no es panfletario Lorenzo Silva, buen divulgador de unos hechos que siente muy cercanos, pero sí toma partido.
El epílogo del libro no se ocupa de una ciudad, sino “de un rojizo promontorio” a medio camino entre Nador y Alhucemas, y es un acta de acusación. En el verano de 1921 lo defendían unos trescientos soldados españoles junto a un número indeterminado de miembros de la Policía Indígena. Todos fueron exterminados, con su comandante al frente, en un ataque de la harka de Abd el-Krim. Los cadáveres se pudrieron al sol hasta que el sargento Francisco Basallo pidió y obtuvo permiso de Abd el-Krim para enterrarlos; lo hizo junto con una brigada de prisioneros y lo cuenta en su libro Memorias del cautiverio. Pero cuatro años después, en vísperas del desembarco de Alhucemas, se bombardeó aquel promontorio, incluida la loma donde se había sepultado a sus defensores.
Y allí siguen, casi noventa años después, entre trozos de alambrada y de correajes, “cientos de diminutas esquirlas de hueso” junto a fragmentos de esqueleto claramente reconocibles. “Otro país –escribe Lorenzo Silva– consideraría necesario poner un monolito o algo en ese lugar donde, con razón o sin ella, dieron todo lo que tenían varios cientos de españoles y marroquíes”. Pero este país no lo hará, añade: “ni siquiera sabe que esos huesos están allí, desmenuzados por los propios cañones”.
            Las líneas finales abandonan el tono neutro y objetivo que se ha querido dar al relato: “Ya que no tendrán ningún reconocimiento oficial, el nieto de uno de esos jóvenes enviados a África que tuvo la suerte de sobrevivir, y tener así descendencia que pudiera recordarle, deja constancia aquí de su sacrificio”.
            Un sacrificio inútil, como tantos otros, o peor que inútil, muy provechoso para unos pocos. El nacionalismo español mostró en Marruecos su cara más codiciosa, estúpida y cruel. Lorenzo Silva no formula explícitamente esa conclusión, pero es difícil extraer otra de sus lúcidas y bien documentadas páginas.
           

            

jueves, 10 de octubre de 2013

Luis de Tapia, humor y poesía cada día.



Poemas periodísticos

Luis de Tapia
Edición de Álvaro Ceballos Viro
Renacimiento. Sevilla, 2013.

La dilatada popularidad que proporciona el periodismo suele venir seguida de un duradero olvido. Luis de Tapia –nacido en Madrid en 1871, coetáneo de Azorín o Baroja– fue el poeta más popular de su tiempo, sus poemas eran esperados con impaciencia cada día por infinidad de lectores, no en vano aparecían en la primera plana de los periódicos más importantes.
            ¿El poeta? No todos estarían de acuerdo en concederle esa categoría. Muchos le rebajaban a coplero –él mismo se consideraba así– y “coplas del día” era el título más generalizado de sus composiciones. Luis de Tapia ponía un contrapunto satírico y burlesco a la actualidad (algo semejante quiso hacer Joaquín Sabina con sus colaboraciones semanales en el desaparecido diario Público).
Comenzó, a finales de siglo, en las revistas que combatían el tinglado de la restauración y siempre fue fiel al ideario republicano y regeneracionista. Uno de sus poemas más famosos, pero es fama hace tiempo desvanecida, lo leyó ante una multitud el 14 de abril y se publicó en el diario La Libertad a la mañana siguiente. Se titula “Se fue” y sorprendió por su final casi compasivo: “¡Se fue!... ¡Sobra toda saña! / ¡Ya es triste cruzar España / cuando es flor todo el país! / ¡Cuando en fecundos olores / florecen todas las flores / menos las flores de lis!”
             Suya es también la letra de una de los himnos más célebres de la guerra civil: “Las Compañías de Acero / cantando a la muerte van! / ¡Su temple es duro y es fiero: / tienen el aire guerrero / y valiente el ademán! / ¡Las Compañías de Acero / son de acero / y triunfarán!”
            Luis de Tapia tuvo la suerte –es un decir– de no ver lo equivocado de su profecía: murió el 11 de abril de 1937, en un sanatorio cercano a Valencia.
            Nada envejece tanto como el humor ligado a la actualidad. Muchos de los poemas de Luis de Tapia resultan hoy ininteligibles sin abundantes notas y han perdido casi por entero su gracia. Muchos, pero no todos.
            Álvaro Ceballos Viro, tras minuciosa investigación en las hemerotecas, rescata en Poemas periodísticos cerca de un centenar –97 exactamente– que abarcan desde sus primeras colaboraciones en la revista El Gato Negro, de 1899, hasta uno de sus últimos textos, de octubre de 1936, poco antes de la enfermedad final, en el que pide silencio porque “hoy el soldado / más útil es / que los poetas”.
            Las precisas notas del editor, muy bien documentadas, se colocan al final del volumen, algo muy recomendable habitualmente (y yo siempre he insistido en ello), pero no en este caso. En un “poema periodístico” la fecha no es algo secundario, sino que, por así decirlo, forma parte del texto, lo mismo que en cualquier recorte de un periódico. A pie de página debería aparecer, por lo tanto, siempre la fecha y, junto a ella, la noticia o noticias que se glosan en los versos. Otras indicaciones complementarias quedarían para el final.
            ¿Tienen algo más que valor histórico los poemas de Luis de Tapia? Su valor histórico es tan grande que solo él justificaría el libro. Leer este volumen es hacer un recorrido por la historia del primer tercio del siglo XX, por los momentos que han pasado a los manuales, y también por otros que han quedado olvidados en las hemerotecas, pero que nos dan como ningún otro el aire del tiempo.
Un poema glosa el decreto de 1920 que hacía obligatoria la lectura y comentario de un fragmento del Quijote en todas las escuelas españolas; Luis de Tapia prefiere recomendar “Otras lecturas”: “Yo, en vez del Quijote, daría a los chicos, / para que leyeran por obligación, / la lista completa de navieros ricos / que ante los tributos cierran el cajón”. A un miembro de la Acción Ciudadana –organización armada de jóvenes voluntarios, ligada al maurismo, creada para mantener el orden social por medio de la “acción contrarrevolucionaria– le hace cantar de esta manera: “Si estalla la huelga impía, / soy conductor de tranvía, / soy gratuito policía, / y si en la Inclusa algún día / hay paro de leche fría, / suplo a las amas de cría… / ¡Viva la ciudadanía!”
Los raros momentos en que Luis Tapia abandona su aire de coplero nos lo muestran como un poeta muy en la línea de Enrique Díez-Canedo y otros posmodernistas, como en el soneto “Alrededores de la corte”: “Afueras de esta corte poco grata, / tierras de polvo, estériles y secas…”
            El primer Tapia es regeneracionista (“¿Qué esperas, oh Fabio, / de un pueblo que tiene / más vicios que arenas, / más trampa que leyes, / sin sangre, ni nervios, / ni cuerpo, ni mente, / ni media peseta, / ni escuelas, ni jueces?”) y ese ideal no le abandonó nunca, aunque a veces parezca dejarse llevar por el simple jugueteo con las rimas. Como tantos otros republicanos, estéticamente fue más bien conservador. Se burló primero de las delicuescencias modernistas y más tarde de los descoyuntamientos sintácticos de la vanguardia. Era heredero de los poetas del Madrid Cómico y de los letristas del género chico, pero casi nunca quiso limitarse a hacer gracia. De parecerse a algún sainetero es con Arniches, otro madrileño, con quien tiene más puntos en común.
            De su primer humorismo campoamoriano puede dar fe una quintilla anticlerical publicada en El Motín en 1904 y que durante años muchos se supieron de memoria. Se titula “El cura y yo” y dice así: “Haga profesión de fe. / Pronto estoy, padre Isidoro. / ¿Quién hizo el mundo?  No sé. / ¿Tenemos alma?  Lo ignoro. / ¿Hay Dios?  Lo preguntaré”.  
            Ciertamente no nos encontramos ante un juanramoniano poeta puro ni Luis de Tapia pretendió jugar nunca en la misma liga que Antonio Machado o Miguel de Unamuno, pero sin esta poesía menor y circunstancial el panorama literario de una época mayor, la llamada Edad de Plata, queda empobrecido. Y al lector curioso, entre la ripiosa eutrapelia, le espera más de una emocionante sorpresa. 

miércoles, 2 de octubre de 2013

Boris Cyrulnik: Sin odio ni perdón

 
Sálvate, la vida te espera
Boris Cyrulnik
Debate. Barcelona, 2013.
  
Hay títulos poco afortunados, y el del último libro del psiquiatra francés Boris Cyrulnik es uno de ellos. Sálvate, la vida te espera (en el original ligeramente distinto, pero no mejor: “la vie t’appelle”) parece remitir a un manual de auto-ayuda o a una novela popular.
            Y de alguna manera es la primera de ambas cosas, como lo era Los patitos feos, la obra que hizo popular al autor, una obra sobre “la resiliencia” y cuyo subtitulo resumía la tesis central: “una infancia infeliz no determina una vida”.
            Sabía bien Cyrulnik de qué hablaba al afirmar tal cosa, y en Sálvate, la vida te espera se pone a sí mismo como ejemplo. El resultado podría haber sido solo una conmovedora autobiografía, y de alguna manera lo es, pero es también mucho más.
            Boris Cyrulnik nació en Burdeos en 1937, sus padres murieron en los campos de concentración. Él se salvo, en primer lugar, porque, dos días antes de ser detenida, en julio de 1942, su madre le confió a la Asistencia pública. Hubo luego, antes de que acabara la guerra, varias rocambolescas peripecias, entre ellas el que una noche le despertaran hombres armados dispuestos a hacer desaparecer a todos los niños como él “para que no se convirtieran en enemigos de Hítler”.
            Pero el libro no se limita a contar, a recrear lo vivido. A cada paso, casi a cada frase, el memorialista se interrumpe para dejar lugar al ensayista y analizar los mecanismos de la memoria. No todos los verdaderos recuerdos son recuerdos verdaderos, a menudo han sido inconscientemente reconstruidos a partir de algún dato cierto. Y hay hechos importantes no han dejado, o no parece que hayan dejado, ninguna huella en la memoria.
            Contar la vida, contarse la vida es fundamental para sobrevivir. Pero “relatar la vida no es exponer una cadena de acontecimientos, sino organizar nuestros recuerdos para poner en orden la representación de lo que nos ha sucedido”.
            El niño maltratado se refugia en el silencio y en las historias que se narra a sí mismo. Durante años, Boris Cyrulnik fue incapaz de hablar de lo que le había pasado. De su madre guardaba algún recuerdo hermoso, de su padre apenas si sabía sino que se había alistado en la legión extranjera para luchar por Francia antes de desaparecer. En 1967, cuando era un joven interno en el hospital de La Pitiè, el médico que pasaba visita se sorprendió al oír su nombre. Al terminar, se detuvo delante de él y le dijo: “Su padre se llamaba Aaron”. Cyrulnik se lo confirmó y le preguntó que cómo lo sabía. “Antes de la guerra militábamos los dos en un movimiento antifascista”, fue la respuesta. Acababa de encontrar a una persona que podía darle datos sobre su padre, del que no tenía más que un certificado de desaparición en Auschwitz. El médico le dio su tarjeta y le pidió que fuera a verle. Nunca lo hizo: “Tenía la impresión de que si iba a hablarle de la muerte de mi padre, me vería obligado a explicar la pérdida de mi familia… ¿Qué haría con todas esas desapariciones, con todas esas pérdidas sin duelo? ¿Llenaría la cripta de mi alma con recuerdos de los que en aquella época nadie quería hablar? ¿De qué servía revivir un sufrimiento ante el que nada se podía hacer? La negación me protegía a un precio muy elevado”.
            Cuando Boris Cyrulnik nos habla de su historia particular nos habla también de la historia general. Su caso no era el único: hubo otros cientos de niños franceses que sobrevivieron al holocausto y que también callaban para no ser aplastados por el peso de lo que habían vivido y para no molestar a los muchos buenos franceses que había colaborado con el exterminio judío.
            Solo en los años ochenta, cuarenta años después, Boris Cyrulnik, ya un prestigioso neurocirujano, fue capaz de enfrentarse con su pasado; solo por esas mismas fechas, con el proceso a Maurice Papon, un alto funcionario del gobierno de Vichy, Francia fue capaz de mirar de frente a su pasado colaboracionista.
            Sálvate, la vida te espera resulta ser finalmente lo que anuncia su título: un libro de autoayuda. Pero eso no supone minusvaloración ninguna, sino todo lo contrario. No se trata de un compendio de banalidades psicológicas y de buenos consejos.
A partir de un caso particular que conoce bien, el suyo propio, Boris Cyrulnik nos habla de los mecanismos de la memoria y de las sutiles astucias necesarias para sobrevivir. El pasado se reelabora desde el presente, la memoria no es un historiador fiel que se atiene a los hechos, el relato que en cada etapa nos hacemos de nuestra vida no resulta, a menudo, sino un cuento “basado en hechos reales”. Para crecer necesitamos olvidar los hechos traumáticos o camuflarlos bajo un relato que los haga soportables, pero para seguir creciendo –para ser plenamente adultos– llega un momento en que necesitamos enfrentarnos a ellos.
            Sobre las víctimas que se avergüenzan de haber sido víctimas, sobre el poder protector del silencio y el poder curativo de la palabra, sobre la comprensión sin perdón y sin odio, sobre la historia de un superviviente y la de un país que ha necesitado décadas para enfrentarse a su pasado reciente habla este libro. También sobre la historia de España y la de cualquiera de nosotros. Un libro de una lucidez hiriente y, a la vez, consoladora. Nos hace más lúcidos y, por eso mismo, más humanos.