viernes, 28 de marzo de 2014

El caso Pasternak o nada es lo que parece


La novela blanqueada
Iván Tosltói
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2014

La guerra fría se manifestó también, y muy especialmente, en el campo de la cultura. Uno de los más sonados incidentes tuvo lugar en 1957 con la publicación de la novela El doctor Zhivago y la posterior concesión a su autor, Boris Pasternak, del premio Nobel.
            La historia que hasta ahora nos habían contado sobre ese episodio era solo parcialmente verdadera, dejaba fuera algunos detalles fundamentales. Iván Tolstói, descendiente del novelista, dedica las cuatrocientas páginas de La novela blanqueada a indagar con minuciosidad que a veces parece exagerada todo lo ocurrido en aquellos días y a reconstruir la biografía de cuantos intervinieron en ella, traductores, editores, periodistas, varios de ellos a la vez espías o agentes dobles.
            Boris Pasternak se nos muestra con una luz distinta. Ya no es solo el representante de la gran cultura anterior a la Revolución, que vive en su dacha de las afueras de Moscú desentendido de los asuntos políticos y es milagrosamente respetado por las autoridades soviéticas incluso en la época peor de las purgas stanilistas.
            Sabíamos que, en la publicación de El doctor Zhivago, tuvo mucho que ver el empeño de su editor, el comunista Giangiacomo Feltrinelli, que resistió todas las presiones de su partido y de la KGB, pero ignorábamos la decisiva intervención que tuvo la CIA en la aparición de la versión rusa de la novela y en la concesión del premio Nobel.
            La realidad no puede describirse en blanco y negro. Durante la guerra fría abundaron los episodios de guerra sucia, por parte de unos y de otros. Boris Pasternak, poeta simbolista en sus comienzos, simpatizó luego con la Revolución y a su justificación ideológica dedicó dos de sus obras, El año 1905 y El teniente Schmidt, pero su contribución más valiosa –y Stalin lo supo ver muy bien–  no tenía que ver con la propaganda del régimen, sino lo que suponía que un poeta como él pudiera desarrollar libremente su labor en la Unión Soviética.
            Fue en parte su ambigua relación con el régimen, y la conciencia de ser un privilegiado, lo que le llevó a escribir El doctor Zhivago, autobiografía idealizada y análisis de las últimas décadas de la historia rusa. Diez años dedicó a la novela. Cuando la terminó, en 1955, era la época del deshielo (el nombre del período venía dado por una novela de Ilya Ehrenburg aparecida en 1954). Tras la muerte de Stalin y la denuncia de sus crímenes, parecía posible en la Unión Soviética un socialismo con rostro humano. El contacto con el exterior se había reanudado. Los extranjeros llegaban con frecuencia a Moscú, y una visita obligada para los turistas culturales era Peredielkino, a veinte kilómetros de la capital, donde estaban las casas de campo de los escritores, y entre ellas la de Pasternak, quien se había convertido en una especie de patriarca de las letras rusas y recibía a todos como un gran señor a la antigua usanza. A varios de esos visitantes les habló de la novela, cuya edición se retrasaba en Rusia, y les mostró el original. Era tal su impaciencia por verla publicada, que a más de uno le entregó una copia para que gestionara su publicación. La que causó el escándalo la recibió Sergio D’Angelo, un periodista italiano que era miembro del Partido Comunista, y quien le acompañó ese día a casa del escritor fue un compañero suyo en Radio Internacional de Moscú, un tal Vladlén Vladímorov, colaborador del KGB.
            Todo lo que vino a continuación fue un incomprensible enredo en el que los servicios de inteligencia soviéticos jugaron muy mal sus cartas. Creyeron poder controlar a Feltrinelli, miembro destacado del partido comunista italiano, pero este se mostró más como un avispado editor que como un fiel militante (luego se radicalizaría y pasaría a la lucha armada: murió en 1972 mientras trataba de colocar una bomba).
            Las intrigas de unos y de otros acabaron convirtiendo la novela, al margen de su valor literario, en una máquina de hacer dinero. Una vez aparecida la versión italiana de la novela, a Feltrinelli no le interesaba que apareciera la versión rusa, ya que de ese modo él controlaba los derechos de traducción a todas las otras lenguas.
            Los intentos de la Unión Soviética de mejorar su imagen tras la muerte de Stalin se venían abajo con la publicación en el extranjero de una gran novela prohibida en su país. De inmediato se habló de darle el premio Nobel a Pastenak para culminar la operación propagandística. Pero había un problema. No se podía otorgar a un autor cuya obra principal estaba inédita en la lengua en que había sido escrita. Y Feltrinelli, cuyos ingresos económicos se verían muy mermados, se oponía a ello. Y aquí fue donde intervino la CIA.
            Cómo se había hecho la agencia americana con el original de la novela es asunto aún no aclarado. Iván Tolstói lo cuenta de novelera manera, aunque no hay constancia de que las cosas ocurrieran precisamente así. En 1956, un avión aterrizó inesperadamente en Malta, al parecer por razones técnicas, y mientras los viajeros esperaban en una sala, se registró el equipaje hasta encontrar un grueso manuscrito; luego lo llevaron “a una sala aislada y, bajo la luz de una lámparas especialmente preparadas, fotografiaron en secreto sus seiscientas páginas” para devolverlo posteriormente al avión.
            La edición rusa apareció en una editorial holandesa relacionada con Roman Jakobson, el célebre autor del formalismo ruso, en muy buenas relaciones tanto con el KGB como con la CIA, y se distribuyó en el pabellón del Vaticano, que estaba enfrente del soviético, a los visitantes rusos de la exposición de Bruselas de 1958. El premio Nobel pudo concederse sin problemas, y la gozosa aceptación primera por parte de Pasternak y su rechazo posterior, a instancia de las autoridades rusas, resulta bien conocido. Menos conocido resulta el doble papel que jugó el escritor ni el tráfico de divisas, a cuenta de los derechos de autor, en que participó muy activamente junto con su segunda mujer, Ivínskaya, condenada posteriormente a ocho años de cárcel por tales actividades.
            Hace medio siglo, cuando ocurrieron estos hechos, el mundo era otro. Mucho de lo que se cuenta en La novela blanqueada hoy nos resulta incomprensible. Pero esta a ratos tediosamente detallista investigación nos demuestra, una vez más, que la paranoica creencia de aquellos años a ver a la CÍA detrás de los congresos, revistas y encuentros organizados por los intelectuales liberales era rigurosamente cierta. Durante décadas, la CIA fue el secreto y generoso mecenas de las más importantes actividades culturales en el llamado mundo libre. 

martes, 25 de marzo de 2014

Rafael Barrett, dardos de inteligencia


Reflexiones y epifonemas
Rafael Barrett
Selección, edición y prólogo de
Cristian David López
Renacimiento. Sevilla, 2014


El azar escribe derecho con renglones torcidos. Una melodramática sucesión de acontecimientos, en el Madrid febril de entre dos siglos, hizo que la literatura española contara con un escritor menos y la literatura latinoamericana con un clásico más. Rafael Barrett estaba destinado a ser, junto a José Martínez Ruiz o Pio Baroja, Maeztu o Manuel Bueno, uno de los más destacados nombres de la generación del 98. Pero un rumor calumnioso y un lance de honor que no pudo llegar a celebrarse le convirtieron en un paria dentro del medio social español, le obligaron a emigrar --casi podríamos hablar de exilio, aunque no fuera por razones políticas-- a América. Ya había entrado en relación, como buena parte de sus compañeros generacionales, con el pensamiento anarquista, pero en Argentina, y sobre todo en Paraguay, su pensamiento se radicalizó. Quizá de haberse quedado en España su evolución habría sido idéntica a la de Martínez Ruiz, pronto metamorfoseado en el conservador Azorín.
            Durante los pocos años que Rafael Barrett pasó en América (había nacido en 1876, murió en 1910) realizó una titánica labor que todavía nos asombra. Solo publicó un libro en vida, Moralidades actuales, pero después de su muerte sus dispersos escritos fueron recopilados en docenas de volúmenes, y es posible que todavía se puedan encontrar inéditos.
            Aunque Moralidades actuales contó con una temprana reedición madrileña, en 1919, y los medios ligados al anarquismo siempre le tuvieron muy presente, el descubrimiento de Barrett para el lector español no tuvo lugar hasta que Gregorio Morán publicó su Asombro y búsqueda de Rafael Barrett (2007), un libro algo estridente y chillón como todos los suyos, pero que tuvo la virtud de llamar la atención sobre el escritor.
            Que Barrett es un personaje ejemplar y fascinante, nadie lo duda (Pío Baroja se inspiró en él para crear al desafortunado dandy Jaime Thierry, en torno al cual gira la acción de Las noches del Buen Retiro); que fue un ejemplo de intelectual comprometido con los problemas de un tiempo y de un país, tampoco. ¿Pero sigue siendo un escritor vivo? ¿Es algo más que un benemérito y desatendido capítulo de la historia de la literatura?
            Cristian David López, un escritor que ha seguido el camino inverso al de Barrett, que ha dejado su Paraguay natal para abrírse camino en España, demuestra en el breviario Reflexiones y epifonemas que sigue siendo nuestro contemporáneo.
            Como en el caso de Mariano José de Larra, nada han envejecido los artículos de Rafael Barrett; el tiempo ha pasado por ellos sin dejarles ni una arruga. Los leemos hoy y siguen pareciéndonos un prodigio de precisión e inteligencia.
            La escritura de Barrett tendía a la concisión del aforismo. Cristian David López ha recogido todos los que publicó bajo los títulos de "Reflexiones" o "Epifonemas" y les ha añadido los que se encuentran dispersos por sus artículos. El resultado es un volumen breve e inagotable, que puede abrirse con provecho por cualquier página.
            Algunas de las anotaciones de Barrett parecen escritas ahora mismo: "Según los interesados en decirlo, la crisis económica y política que atravesamos es ilusoria. Prosperamos en realidad. Somos felices. Si seguimos prosperando así mucho tiempo, no va a quedar ni rastro de nosotros". Otro ejemplo: "Un ladrón no es más que un financiero impaciente".
            Gusta Barrett de mezclar los géneros. Muchas de sus denuncias adoptan la forma de un cuento o de una pequeña pieza dramática. De Reflexiones y epifonemas se puede extraer una buena colección de microrrelatos. El titulado "La madre" dice así: "Un grito de angustia suena en medio de la noche. La madre amorosa despierta sobresaltada. El grito se oye nuevamente, más débil y más desesperado. No es en casa --balbucea sonriendo. Y se vuelve a dormir". Más breve aún "La virtud": "Las monjas del convento criaban gallinas. Pero el gallo resultó tan casto que hubo que matarlo y traer otro".
            Muy actuales resultan estos aforismos de Barrett, pero no intemporales. No faltan en ellos los elementos costumbristas ni las circunstanciales referencias a un tiempo concreto (no olvidemos que se publicaron previamente en la prensa), y eso añade un sabor de época a su lectura.
            Irónico, combativo, acerado Barrett: "El único delito social es la miseria", "Matarse es una cobardía a la que pocos se atreven", "Tal es la función de la beneficencia: conservar los pobres, única manera de conservar los ricos".
            Pero no todo en él son "moralidades", también es capaz de otros tonos y de paradojas wildeanas: "No importa la ignorancia, si se es inteligente", "La verdad no se demuestra, se sueña. Solo se demuestra la mentira", "Hay odios que no son más que amor".
            Tras esta breve crestomatía preparada por Cristian David López resultará más difícil, casi imposible, que el lector español siga sin colocar a Rafael Barrett en el lugar que le corresponde, entre los nombres más lúcidos e imprescindibles de la literatura del siglo XX.

miércoles, 19 de marzo de 2014

Las mentiras de la verdad. Una conversación con José Luna Borge




––En los últimos años se ha ido instalando entre nosotros cierto confusionismo acomodaticio en torno al género del diario íntimo y me parece que tú no eres ajeno a ello. Desde tu primera entrega, Días de 1989 (1989), has publicado catorce tomos de diario, además de media docena de crónicas autobiográficas y viajeras que bien podrían considerarse como su natural complemento. Siguiendo el rastro de esos libros, vemos que la concepción y estructura del diario varía y evoluciona de tal forma que poco tienen que ver los primeros con los últimos. ¿A qué se debe este dinamismo? ¿Se trata de no aburrir al lector, de ir adaptando el diario al espíritu de los tiempos, o a un cierto prurito de pertinaz buscador insatisfecho que pretende encontrar nuevas vías y a un género un tanto burguesote y ensimismado?

––Si ha habido cambio, no ha sido deliberado, sino la natural evolución a lo largo de un cuarto de siglo. Si yo no soy el mismo que era en 1989, lo que ahora escribo tampoco puede ser igual a lo que escribía entonces. En lo fundamental creo que sigo entendiendo el género del diario íntimo de la misma manera.

 ––Puede que tengas razón. Como punto de partida, y para saber a qué atenernos, creo que deberías aclarar al lector cuál es tu idea de los diarios y cuál es tu propósito al escribirlos.
           
––Escribo diarios para que el tiempo, que todo lo borra, no me borre del todo. Diarios, y no memorias. La memoria falsea y reconstruye, se engaña a sí misma, tiene más de novelista que de historiador. El diario es la huella dactilar del escritor. El registro veraz de su rostro sucesivo.
           
–– Desde hace unos cuantos años, las muestras de tu diario están íntimamente ligadas a la prensa. Se publican los domingos en La Nueva España de Oviedo, con título genérico y entradas secundarias o subtítulos que, con acertada estrategia periodística, son un buen gancho para atraer al lector. Estos condicionantes, al igual que la periodicidad, de septiembre a junio, ¿no crees que pueden ser un handicap para la escritura diarística, que podrían llegar a frivolizarla un tanto en aras de un medio y un lector nada o poco habituado?

––No creo que los diarios íntimos, para ser de verdad íntimos, deben publicarse póstumos o en fecha alejada al momento en que fueron escritos. Desde el principio, en mi caso, la publicación ha ido muy cercana a la escritura. El primero se publicó en el mismo año, 1989, al que se refiere, tal como indica el título, y así procuré que ocurriera con los siguientes. Podrá haber gentes tan temerosas o tan educadas que no se atreven a decir lo que piensan mientras están vivos ellos o (como ocurre en el caso de Miguel d´Ors) aquellos de los que hablan. No es mi caso. De lo que no estoy tan seguro es de no corregir lo escrito si lo publicara muchos años después. Me temo que no podría resistir a la tentación del retoque para mejorar la imagen. Pero una vez publicados, los diarios no se pueden cambiar sin dejar constancia de ello. Y en cuanto a la publicación en La Nueva España, debo decirte que para mí fue un maravilloso azar que el director me pidiera ir publicando mi diario todas las semanas. La edición en libro se había ido retrasando, y con la crisis es posible que se retrasara cada vez más. La publicación inmediata me parece la mejor garantía de que son verdaderos diarios. De que lo que en ellos se cuenta es lo que de verdad pensaba en el momento de la anotación, sin retoques posteriores de acuerdo con las conveniencias. Y, por otra parte, resulta que es un género que le gusta mucho a los lectores del diario (la coincidencia del nombre me parece significativa). De hecho si se mantiene la publicación es gracias al interés de los lectores. Por eso la dirección del periódico permite que a veces critique al propio periódico, cosa no demasiado frecuente en ningún medio. Mi contrato con ellos va de año en año. Siempre me temo que no lo vayan a renovar. Pero el diario seguiría escribiéndose, y publicándose (primero en el blog, luego en el libro), aunque no apareciera en el periódico. Mis diarios no son una recopilación de colaboraciones periodísticas; el periódico sirve solo para ir anticipando una obra en marcha.

––A pesar de lo que dices, yo creo que la entrega semanal de un diario no es habitual en el género. Los títulos genéricos y subtítulos en entradas secundarias tampoco lo son. Entra dentro del estilo ameno de la crónica periodística (tampoco yo estoy de acuerdo en que para que un diario sea de verdad íntimo tenga que publicarse póstumamente)

––No es habitual quizá, pero tampoco infrecuente. Miguel Delibes publicó Un año de mi vida semanalmente en la revista Destino. Claro que, como él indica, sus anotaciones no son muy “íntimas”, pero eso va más con su carácter de escritor que con la forma de publicarlo. También Umbral fue anticipando sus diarios en la prensa. ¿Y no aparecieron también en la prensa, en todo o en parte, los de César González-Ruano antes de recogerse en volumen? Creo recordar que sí, pero no estoy muy seguro. En cualquier caso, hacer cosas no habituales en un género literario me parece que es algo bastante habitual en los últimos cien años. Y la búsqueda de la amenidad no creo que resulte exclusiva de la crónica periodística. El diario, tal como yo lo entiendo, es un género en el que cabe todo, salvo el aburrimiento.

––De la escritura reposada que supone todo diario, sin importar los días que pasen en blanco, a esa urgencia semanal en que los huecos en blanco están poco menos que proscritos, media un abismo: ¿Qué pierde y qué gana un diario ante este condicionante de partida?

––Pues yo creo más bien que el diario se caracteriza no por la escritura reposada sino por la rápida anotación al final del día. De ahí las inevitables correcciones gramaticales a la hora de publicarlo. Tiende uno, al menos en mi caso, a la elipsis y a las frases incompletas. Esas son las únicas correcciones que hago. Por otra parte, si cada persona es un mundo, ¿cómo no iba a serlo cada diarista? Para mí todos los días son distintos y están llenos de cosas que contar. Los días en blanco (que no faltan casi ninguna semana) suelen ser deliberados. Yo no tengo que esforzarme por escribir un diario: tengo que esforzarme, y mucho, para no escribirlo. Durante tres meses, por decisión propia, dejo de hacerlo, no para descansar yo, sino para que descanse el lector. Creo que mis diarios no pierden sino que ganan con la publicación en el periódico. Pero, obviamente, lo que vale para mí no vale para otros diaristas. Hay diarios de muy diversos tipos. Y yo valoro también los que no se parecen a los míos, incluso los valoro más que a los míos.

––¿No crees que escribirías mejor si no escribieras tanto (aunque la rapidez pueda convertirse en depurada técnica) tan rápido y con tanta urgencia? Claro que tendrías que estar dispuesto a renunciar a la recompensa inmediata del halago, esa medicina  imprescindible para la vanidad.

  ––-Eres muy amable al pensar que, si no escribiera tanto, escribiría mejor. Yo no estoy tan seguro. Y en lo del halago no me parece que estés muy en lo cierto. Los autores que no se prodigan suelen gozar de mayor prestigio. A mí me gusta el halago, como me gusta el chocolate, pero puedo pasarme perfectamente sin ellos.

––No sé si creerte. Se podrían espigar entradas y párrafos de tus diarios en los que aseguras no poder pasar una sola semana sin que se hable, bien o mal, de ti.

––Pues te aseguro que he sobrevivido a muchas semanas en que nadie ha hablado ni bien ni mal de mí. Y sin gran sufrimiento, te lo aseguro. Y me temo que todavía me quedan muchas por pasar (los escritores viejos –salvo contadas excepciones– se vuelven invisibles). Pero mentiría si te dijera que no me gusta que me tengan en cuenta.

 ––El lector cuando se adentra en tus diarios llega a un momento en que no sabe si es realidad o ficción lo que le están contando. Ese juego con lo real (el dudoso hallazgo de La verdad de las mentiras de Vargas Llosa, que muchas veces se usa sin rebozo para justificar el fraude) o ludismo ficcional al que tan proclive eres, puede ser un rasgo de inteligencia para evitar particulares desahogos o minucias personales, pero someterlo todo a puro juego o elevar lo personal a un ludismo equidistante entre la realidad y la ficción ¿es un particular rasgo de estilo de un tímido con talento que cual niño juguetón quiere abrir nuevos caminos al anquilosado género del diario?

––-La pregunta creo que tiene más de reproche que de otra cosa. Pero yo me quedo con lo de "tímido con talento" y "niño juguetón". No me importaría nada que esas dos calificaciones (o descalificaciones) fueran rigurosamente exactas.

––Es verdad que a veces hay ciertas verdades que no se pueden contar en primera persona si no se dan como ficticias, pero para ello sería mejor escribir una novela o un relato; el acercamiento a la verdad de una vida tiene muchos caminos.

––Yo lo que no puedo contar, no lo cuento. Hay muchas cosas que callo en mis diarios. Y en ese callar está buena parte de su gracia. Ya conoces la frase de Voltaire (que Savater suele repetir): "El secreto de aburrir está en contarlo todo".

–-¿No crees, sin embargo, que entre no contarlo todo, para no aburrir al lector, y no contar nada, o poco menos, hay un término medio que sería el adecuado?

––Completamente de acuerdo. Ese término medio es el que yo busco. Pero eso no quiere decir que lo consiga.

––Otro rasgo estilístico de tus diarios es el uso repetitivo de un relato entre nebuloso y onírico que casi siempre comienza con un personaje desconocido que llama a tu puerta y dice conocerte de toda la vida, entrando en tu apartamento con toda  naturalidad y desapareciendo misteriosamente a la mañana siguiente, después de contarnos una historia extraña. ¿Esa reiterativa cuña cuentista, entre el misterio y el terror, es simple material de relleno u obedece a otras causas?

 –-Mis cuentos de terror suelen ser muy verdaderos. Cuando uno llega a cierta edad, tiene muchos esqueletos escondidos en el armario.

 ––¿No te parece que quizá esos "esqueletos escondidos en el armario" constituyan esa intimidad que se nos oculta?

––Es probable. Pero yo escrito un diario, no sigo una terapia psicoanalítica. No pretendo sacar todos mis trapos sucios a la luz. Eso queda para los biógrafos no autorizados. Claro que yo, para evitarlos, he tomado la precaución de no ser importante. No creo que nadie se tome la molestia de rebuscar en mi basura.

––Philippe Lejeune dice que "un diario es una serie de huellas fechadas". A pesar de lo que dices, yo sigo pensando que tus diarios tienen poco de diario íntimo (de vez en cuando se encuentran aquí y allá tímidos apuntes y rasgos de verdadero diario íntimo, pero parece que te costara trabajo vencer esa barrera de lo íntimo vecina de la timidez y del miedo), tienen más un aire de crónica, una crónica con una marcada mirada subjetiva, incrédula y hasta desafiante, con un estilo personal de línea clara y bien construida; la crónica es de una amenidad indiscutible, pero de ahí a hacerla pasar por un diario media un abismo ¿no?

 ––-No acabo de entender lo que quieres decir. "Una serie de huellas fechadas" me parece una hermosa definición que se ajusta exactamente a mis diarios. Eso de que mis diarios son "nada íntimos" me parece una afirmación más que discutible. Cierto que no hablo de mis borracheras ni de mis amores adúlteros ni, como Unamuno, de mis angustias religiosas, pero es que no practico esas cosas. Mi intimidad está llena de libros, de charlas con amigos, de viajes solitarios, de melancolías y de fantasmas. Y es de esa intimidad mía, que nada tiene que ver con la de otros, de la que hablan mis diarios.

 ––- El carácter independiente del personaje protagonista de tus diarios, su extraterritorialidad y ese afán de desmarcarse constantemente (esas intensas y reiteradas pugnas dialécticas en las que siempre sale vencedor, ufanándose de ello) dan la sensación en el lector de estar ante un artista que vive en una placenta, tan confortable y tan a gusto de haberse conocido que, al margen de su trabajo y afición, no le interesa nada o poco menos.

––Pues si el lector tiene esa sensación, me temo que me explico muy mal. Pero en algo tienes razón. La verdad es que, aparte de mi trabajo y de mis aficiones, lo único que me interesa es el resto del mundo. Fuera de eso no me interesa nada.

–– La anterior pregunta me lleva a esa elemental honestidad que el escritor debe tener: no hay que engañar al lector, hay un acuerdo tácito en el que todo escritor de diarios (novelas, cuentos, teatro...) sabe lo que sus lectores esperan; no se puede dar gato por liebre ¿no te parece?

–-No hay que engañar al lector, pero sí jugar un poco con él. Lo único que no le debería estar permitido al diarista --a cualquier escritor--  es aburrir. Yo procuro que eso no ocurra nunca. Me va la vida como escritor en ello. Nadie tiene la obligación de leerme. No soy de lectura obligatoria en los colegios ni de los autores traídos y llevados en los suplementos a los que el lector que quiere estar al día se siente en la obligación de conocer. Si aburro al lector, con mis diarios o con lo que sea, no tiene más que cerrar el libro o pasar la página del periódico y a otra cosa mariposa. Y yo respeto mucho los acuerdos con el lector, pero no con el lector distraído que se queda con lo que la frase parece decir y no con lo que realmente dice. Mis lectores saben de sobra que casi nunca hablo en serio, salvo cuando hablo en broma. Y que tienen que estar muy alerta si no quieren que les tome el pelo y les dé gato por liebre.

 ––-Sí, hay bromas que suelen ser muy serias y lo serio casi nunca viste bien si no es con un disfraz, pero eso sigue siendo un juego retórico, casi un sofisma, ese juego de la inteligencia tan sutil y persuasivo como engañoso (no nos engañemos).

––¿Quieres decir que soy un retórico y un sofista? Pues quizá tengas razón. Pero yo prefiero considerarme como un amante de la paradoja, algo en lo que coinciden tres personajes tan dispares como Oscar Wilde, Pessoa y Unamuno. Si no soy capaz de tomarme completamente en serio a mí mismo, ¿cómo voy a ser capaz de cultivar algún género literario sin tomarme algunas libertades? O de fingir que me las tomo, porque, digas tú lo que digas, no creo que me tome ninguna.

––Puede que sea en esas libertades donde resida el secreto y la novedad de tus diarios (entre el juego y el engaño se encuentran todas las libertades, solo hay que elegir) y en ese sentido estamos asistiendo a una variante del diario íntimo más libre y exento de corsés y cautelas restrictivas que no le dejaban levantar el vuelo. ¿Estás de acuerdo con esa afirmación?

––Sí y no. Yo nunca he creído que el diario tuviera leyes rígidas. Cada escritor lo llena con su personalidad. Y unos tienen más interés que otros, al igual que ocurre con los escritores. Afortunadamente, al contrario de lo que ocurría en otras épocas, no es un género de escaso cultivo hoy en día. El lector encuentra dónde escoger. Yo agradezco que algunos me escojan a mí, pero no tengo nada en contra de los que prefieren a otros. Si me apuras, incluso te diría que yo también prefiero a otros.



viernes, 14 de marzo de 2014

El mejor periodismo


Lo mejor de Ambos Mundos
Edición y prólogo de Ignacio Peyró
Renacimiento. Sevilla, 2014
  
¿Cuál es hoy el papel del papel? ¿Se ha convertido, o está a punto de convertirse, en materia de museo, en soporte de la nostalgia, en antigualla donde pronto solo seguirán leyendo los que no son capaces de ponerse al día? Ese es el discurso que escuchamos habitualmente, pero no parece que resulte cierto. La literatura, como la información en general, nos llega hoy a través de muchos soportes: el ordenador, las tabletas, el libro electrónico, los llamados teléfonos inteligentes. Ninguno de ellos ha sido capaz de desterrar el diario impreso, el libro en papel.
            Ambos Mundos es el título de una revista cultural digital publicada por la Universidad Internacional de La Rioja. Duró apenas un año, el 2012, y aunque continúa con otro nombre y sus contenidos se pueden rastrear en la red, para que lo más valioso de su contenido permanezca ha tenido que recurrir al papel. Lo mejor de Ambos Mundos se titula la selección que ha preparado su director, Ignacio Peyró, un volumen que no es solo lo que indica su título, sino también una excelente antología del mejor periodismo literario actual.
            “El último poema de Osip Mandelstam” y “Hopperiana” son dos pequeñas obras de Eduardo Jordá, especialmente la segunda, que convierte la semblanza del pintor más literario de todos en el capítulo de una novela gótica.
            También Juan Bonilla demuestra que sabe transformar la erudición en literatura, en excelente literatura. Sus artículos se refieren a raros vanguardistas latinoamericanos, todos tan inverosímiles que parecen inventados. La historia de Nellie Campobello, “realismo mágico hecho vida” la subtitula, está llena de inverosimilitudes y termina como un relato de terror, pero todo en ella resulta rigurosamente cierto: la realidad, al contrario que la literatura realista, puede permitirse el lujo de ser inverosímil.
            Nuevas teselas para su inagotable e inacabable Diccionario de las vanguardias, resultan las colaboraciones de Juan Manuel Bonet, tan minimalistas como sus poemas, que parecen hechos de nada y están llenos de vida vivida y leída, sugerencia y magia. “París: elegía por la vieja Hune”, la librería que estaba entre los dos cafés míticos del Boulevard Saint-Germain, me parece la miniatura más lograda y más Bonet.
            De su poesía, por cierto, se ocupa José-Carlos Llop, otro de esos maestros que manejan como nadie la orfebrería del artículo literario. Y que acierta a poner en su sitio a un autor como Carlos Fuentes, que acabó confundiendo la literatura con el pedestal sobre el que elevar su figura de prócer.
            No faltan las excelentes reseñas en esta recopilación. Enrique García-Máiquez se ocupa de la poesía completa de Víctor Botas, cuyos poemas “se salen del papel, para saltar a nuestra memoria, sí, pero también para darnos una lección fundamental: la poesía está viva, es de carne y hueso, se menea –y cómo, ay, a veces–, nos seduce, nos hiere, nos sonríe, nos salva…”
            Juan Marqués se ocupa del libro en que Julio Neira analiza la imagen de Nueva York en la poesía contemporánea. Trata de justificar su carácter de acrítico centón: “a veces los malos poetas iluminan zonas y aspectos en los que jamás se pararían los maestros, o, mejor dicho, los versos de los poetas más despistados son insoslayadamente imprescindibles para entender cómo ha sido recibida esta ciudad, cómo ha sido traducida a poema, cómo es sentida, recordada o imaginada”. Pero esta afirmación tiene más que ver con la cortesía literaria que con la crítica. De sus palabras se deduce que solo vale la pena ocuparse de los poetas que extraen poesía de Nueva York y no de los que simplemente mencionan a Nueva York, como la mayoría de los enumerados por Julio Neira.
            Nombres bien conocidos, como Andrés Trapiello o Luis Alberto de Cuenca, contribuyen igualmente a esta miscelánea, pero sus aportaciones son meramente testimoniales, prescindibles. No ocurre así con las de Jordi Amat ni, sobre todo, con las de Fernando Castillo, quizá el más reiterado de los colaboradores, y toda una sorpresa, al menos para mí; habla de cine y de fotografía, de los cafés históricos, de la arquitectura militar y de un pintor tan literario como Damián Flores. El más sugerente de sus artículos –muy en la línea de Juan Manuel Bonet– se titula “Los Modiano de Pierre Le-Tan” y trata de las portadas que el pintor Pierre Le-Tan preparó para las primeras ediciones de bolsillo de las novelas de Patrick Modiano, en las que aparecen sus más característicos escenarios: “las calles solitarias, los bulevares nocturnos, los coches, los edificios oscuros, solo iluminados por alguna luz débil de una ventana en la que parece existir vida, los neones, los garajes, algún hotel, las farolas, un poco de desolación…”
            No suelen tener mucho atractivo las recopilaciones de artículos, piezas de circunstancias que a menudo pierden su valor cuando pasa la ocasión para la que fueron escritos. No es el caso de este volumen, de una sorprendente unidad de visión y tono a pesar de la diversidad de autores.
            Del mismo modo que la poesía, la gran poesía, como saben muy bien los lectores del siglo de Oro español, se encuentra más a menudo en una cancioncilla o en un soneto que en el ambicioso poema épico, la literatura gusta del pequeño formato y puede encontrársela con mayor frecuencia en las páginas del periódico, en papel o digital, que en los pretenciosos volúmenes de muchas páginas. 

viernes, 7 de marzo de 2014

Giovanni Papini, acabado, inacabable


Un hombre acabado
Giovanni Papini
Traducción de Vicente Santiago
Cálamo. Palencia, 2014
  
Giovanni Papini siempre nos sorprende. Para muchos lectores, no es más que un vago recuerdo de las lecturas de adolescencia perpetuamente condenado a los estantes más altos de las bibliotecas y a las librerías de viejo. La admiración de Borges logró rescatar un puñado de sus cuentos, poco más. Le perjudicó su aparatosa conversión al catolicismo, la admiración por Mussolini –a quien dedicó uno de sus libros–, su inagotable grafomanía. Le creíamos catalogado como una figura de su tiempo a la que el tiempo ha situado en su lugar, no en la primera fila, y sin embargo…
            Y sin embargo leemos Un hombre acabado, que acaba de reeditarse, y nos golpea como la primera vez. “Jamás he sido niño. No he tenido infancia” comienza. Los títulos de las distintas partes nos señalan que debe leerse como se escucha una sinfonía: “andante”, “appassionato”, “tempestoso”… Una vez comenzado es difícil hacer una pausa, aunque cada capítulo esté concebido como una unidad y admita una lectura independiente.
            El tono es retórico, con un inevitable sabor de época. Papini utiliza continuamente la anáfora, gusta de la hipérbole, rara vez abandona el énfasis: “Desde niño me he sentido tremendamente solo y distinto…, ignoro por qué. ¿Tal vez porque los míos eran pobres, o porque no nací como los demás? No lo sé. Solo recuerdo que una joven tía me apodó el Viejo a los seis o siete años y que toda la familia lo aceptó”.
            Un hombre acabado, autobiografía que no abunda en anécdotas, es la crónica de un triunfo exterior y de un fracaso íntimo. Da la impresión de que se escribió al final de una larga vida, pero fue escrita a los treinta años y publicada poco después. Al autor todavía le quedaba casi medio siglo por vivir y más de un centenar de títulos por publicar.
            A medida que avanza, el libro se va volviendo más autoflagelador, sin dejar nunca de ser un tanto jactancioso. El autor no consiguió lo que pretendía porque su ambición era desmesurada, no estaba al alcance de ningún ser humano.
            Desde niño quiso saberlo todo, sus lecturas favoritas eran las enciclopedias, y a los quince años decidió componer una que superase a todas, “una enciclopedia que no solo contuviera los temas de todas las enciclopedias de todos los países y de todas las lenguas, sino que las superase y las sobrepasase; donde se encontrara todo cuanto en ellas estaba disperso y desparramado, y más aún; y que no fuera solamente mera copia o retoque de viejas enciclopedias, sino un trabajo nuevo, conseguido a base de diccionarios, manuales y libros recientes y especializados sobre cuanto abarca la ciencia, la historia y la literatura”.
            Cuando más adelante quiso ser poeta, su empeño fue escribir un poema que estuviera a la altura de la Divina Comedia o del Fausto; todas las otras obras, aunque las firmaran los propios Dante o Goethe, le parecían cosa de poco empeño. Dies irae se iba a titular ese poema grandioso y uno de los capítulos del libro resume lo que sería su argumento (un eco de aquel proyecto queda en la obra póstuma El juicio universal).
            También la filosofía le defraudó, también fracasó en su intento de encontrar un sistema que explicase el mundo. Y entonces decidió fundar una nueva religión.
            Mucho de quijotesco hay en estas sucesivas aventuras de Papini, siempre seguidas de fracaso; mucho también de Unamuno, al que leyó y admiró. Nada más unamuniano que las exclamaciones de uno de los capítulos: “¡Yo no puedo morir! ¡Yo no quiero morir! ¡No moriré jamás!”. Y algo –bastante– del Nietzsche de Ecce homo.
            Pero sus reflexiones nos importan menos que la crónica de las primeras ávidas lecturas, tan difíciles de encontrar, y el descubrimiento de la biblioteca pública, cuando tuvo que falsear su edad para que le dejaran acceder a los libros. O el encuentro, tras el abandono de la infancia solitaria, con amigos que compartían sus mismas aficiones. Las tertulias adolescentes, en un rincón del café o al aire libre, las interminables discusiones, el sueño de fundar una revista.
            La revista apareció por fin con el título de Leonardo y supuso, combativa y demoledora, el nacimiento de una nueva generación: “Para un hombre de veinte años cualquier anciano es su enemigo; cualquier idea resulta sospechosa; cualquier gran hombre debe ser sometido a proceso; la historia pretérita parece una larga noche solo iluminada por los relámpagos, una espera gris e impaciente, un eterno crepúsculo de aquel amanecer que surge ahora precisamente con nosotros”.
            ¿Anticuada retórica? Sí, algo hay de enfática retórica de otro tiempo en Papini. Pero si a veces se encuentra a un paso del ridículo, nunca da ese paso. Pocas veces se ha escrito un elogio de la amistad como el que encontramos en “Él”, donde se trasluce un homoerotismo compatible con las relaciones femeninas de las que se habla en “Yo y el amor”: “amores ilegítimos” y también –parece que sin ironía–“las alegrías legítimas del santo matrimonio”. Pero a “la historia íntima de su alma” solo han contribuido los libros y algún amigo, ninguna mujer. Las mujeres, “por cuanto sé, veo y recuerdo, jamás me han dado nada, ni una pizca de fuerza, ni mucho menos me han impelido hacia las alturas divinas a las que siempre ha aspirado mi espíritu inquieto”. Por eso despacha en un capítulo, sin dar ningún nombre, a las mujeres de su vida.
            Aún le quedaba mucho por vivir, mucho por escribir al Papini de Un hombre acabado, pero todo él, en su grandeza y en sus limitaciones, se encuentra en este libro ardiente que a ratos parece quemarnos en las manos. 
            Conmovedor resulta el capítulo “El fin del cuerpo” en el que escribe: “Si no muero ciego, moriré paralítico”. Murió ciego y paralítico, pero activo hasta el fin, comunicándose por gestos que solo su hija entendía.
            Pocos días antes de morir, en julio de 1956, apareció en el Corriere della Sera su última colaboración: “Mira atentamente las estrellas. El grano de polvo que pisan tus pies no es más que un grano estelar en un precipicio sin orillas. No te hinches de soberbia, no te creas un dios padre, un rey terrestre; confiesa que no eres un creador, sino una criatura”.
            Esa confesión ya la había realizado él antes, mucho antes, en Un hombre acabado, después de hincharse de soberbia, creerse el rey del mundo y despreciar al resto de los hombres.