sábado, 25 de abril de 2015

Poesía y pseudociencia curricular


El canon abierto. Última poesía en español
Remedios Sánchez García
Selección de poemas de Anthony L. Geist
Madrid. Visor, 2015.

Remedio Sánchez García, profesora de la Universidad de Granada, ha querido ofrecernos la primera antología verdaderamente rigurosa, elaborada por expertos, de la nueva poesía de lengua española. Al comienzo del volumen se enumeran las más de cien universidades que han colaborado en el proyecto; en el anexo I, los cerca de doscientos críticos e investigadores participantes. Interviene también, según se nos recuerda varias veces, un notario “del Ilustre Colegio de Andalucía, D. Joaquín Mateo Estévez, con domicilio en Málaga, calle Hilera 8, Edificio Scala 2000, portal 4, 5º A”. Cada participante debería aportar “un máximo de cinco nombres de autores nacidos a partir de 1970, a ser posible no todos de la misma nacionalidad”. Los cuarenta más votados son los que se incluyen en la antología; en dos apéndices, se nos ofrece el listado de los que les siguieron en número de votos y el de los que fueron menos votados (en total, unas tres centenas de autores).
            Una antología consultada, pues, que se quiere presentar, si no como definitiva, sí como la primera que cuenta con todas las garantías de objetividad. Se trata de aplicar la ciencia de la literatura, tal como se practica hoy en las universidades, a un campo tan plural e inabarcable como es el de la poesía que se está escribiendo ahora mismo en todos los países de lengua española.
            Pero tal alarde de cientifismo no parece demasiado consistente. Las universidades participantes se enumeran, si están “indexadas”, de acuerdo “con el ranking de Shangai”, y si no por orden alfabético.  Sus nombres, en la mayor parte de los casos, no tienen otro valor que el meramente publicitario. ¿Destaca la Universidad de Harvard, aunque esté entre las primeras del mundo, por sus especialistas en la última poesía española? ¿Lo hace la École des Hautes Études en Sciences Sociales-París o la Universidad de Fez, en Marruecos?
            Tampoco Remedio Sánchez García, a pesar de la amplia bibliografía que maneja en su estudio inicial, da la impresión de ser una buena conocedora de la poesía española de las últimas décadas. Algunos ejemplos: califica a la poesía de los años cuarenta como “poesía desarraigada”, sitúa en la década de los cincuenta a poetas como Antonio Hernández, José-Miguel Ullán, Félix Grande o Ángel García López; habla de un grupo denominado la “Poesía del Desconsuelo” cuyo principal integrante es Jorge Riechmann… Cita mucha bibliografía secundaria y hace abundante uso de etiquetas ocasionales como si fueran definiciones científicas, pero no da la impresión de conocer de primera la obra de los poetas, la materia prima de cualquier estudio y de cualquier antología.
            A pesar de ello, El canon abierto resulta una antología en absoluto desdeñable. Entre los poetas con mayor número de votos se encuentran algunos destacados discípulos de García Montero (ganadores muchos de ellos del premio Emilio Alarcos y de otros premios de la factoría Visor), junto a autores hispanoamericanos poco conocidos del lector español.
            El poeta más votado fue Fernando Valverde, director del Festival Internacional de Poesía de Granada y uno de los propulsores de la antología-manifiesto Poesía ante la incertidumbre (2011), de la que este libro puede considerarse una versión ampliada y amparada en una coartada académica.
            El lector puede prescindir de toda esa parafernalia y comenzar la lectura directamente con los poetas seleccionados (la muestra de cada uno de ellos, muy acertada a jugar por los que conozco, se debe a Anthony L. Geist). El realismo, la denuncia, el lenguaje conversacional, se encuentran presentes en muchos de ellos. También un cierto ternurismo (muy en la línea García Montero), del que “Palabras a una hija que no tengo”, de Andrés Neuman, puede servir de ejemplo. Excelente resulta su “Oda sobre la oda del viejo ruiseñor” y sorprenden los poemas de Ana Merino. De los poetas americanos, destaca el dominicano Frank Báez, con su irónico “Autorretrato” que es una nueva versión del “Poema en línea recta”, de Álvaro de Campos; la colombiana Catalina González Restrepo, minimalista y recreadora de viejos mitos, como el de Penélope, en “Acertijo”; Roxana Méndez, de El Salvador, o Mario Meléndez, de Chile. De este último merece la pena subrayar “Mi gato quiere ser poeta”, un poema “basado en una historia real”, según el irónico subtítulo, que nos permite cerrar el libro con una sonrisa en los labios.
            Para entrar en contacto con la poesía más joven suelen resultar más útiles las cafeterías universitarias que las aulas; las revistas y los blogs de poesía en la Red que los catedráticos de Harvard; los recitales y las polémicas entre poetas que los forzados trabajos curriculares como el de Remedios Sánchez García, con mucho ruido bibliográfico y muy pocas nueces aprovechables.
              
           

             

sábado, 18 de abril de 2015

Emma Reyes, nacer en el infierno


Memoria por correspondencia
Emma Reyes
Prólogo de Leila Guerriero
Libros del Asteroide. Barcelona, 2015.

La novela de la vida de Emma Reyes (1919-2003) daría para muchos volúmenes. Ella solo escribió uno y para ello tuvo que fingir que no lo hacía, que solo escribía cartas a un amigo, Germán Arciniegas. Ese delgado volumen, Memoria por correspondencia, se publicó por primera vez en una editorial colombiana el año 2012 y tuvo, con razón, un éxito inmediato: es una obra maestra.
            Cuando llegó a París en los años cuarenta, Emma Reyes no solo ignoraba el francés, sino que apenas había aprendido a leer y escribir. Tenía, sin embargo, un don innato para el dibujo y una ancestral sabiduría que no pasaba desapercibida para nadie. Vivó en Roma y en Jerusalén, asistió a las tertulias de Sartre, fue gran amiga de Alberto Moravia, protectora de buena parte de los pintores y escultores latinos que pasaron por París. Siempre se quejó de que recibía invitaciones de todas partes, salvo de su país, Colombia. No tenía ninguna cultura académica, pero, al contrario que Borges, sabía qué invitaciones debía aceptar y cuáles no. En 1983 fue invitada a una gran exposición que se celebraba en Santiago de Chile. Ella cogió un gran papel en blanco y escribió: "Regularmente yo pinto flores, pero donde no hay libertad no hay flores", firmó y lo envío para que fuera expuesto. No lo fue, naturalmente. Casada con un médico de la Armada francesa, pasó sus últimos años en una finca de los alrededores de Burdeos, bajo la sombra protectora de Montaigne.
            Emma Reyes era una gran narradora oral, contaba con gracia los episodios de su vida, llena de azares y encuentros inesperados. Pero nunca hablaba ni de su familia ni de su infancia. Se decidió a hacerlo cuando cumplió los cincuenta años, cuando podía contar todas aquellas desdichas como si le hubieran ocurrido a otra persona. Y lo hizo de la mejor manera posible, hablando por escrito con un amigo, sin preocuparse de las faltas de ortografía, que tanto la avergonzaban. Se tomó su tiempo: la primera carta es de 1969, la última de 1997. Pero parecen escritas de un tirón y de un conmovido tirón, aunque a veces nos dejen sin aliento, las leemos nosotros.
            La historia que nos cuenta Emma Reyes tiene dos partes y no sabemos cuál de las dos resulta más terrible: si la que vivió en la calle o la que pasó encerrada en un convento.
            El sabor de una magdalena mojada en té le trajo a Proust toda la memoria perdida de su infancia. Muy otro fue el acontecimiento que sirve de partida para estas evocaciones. Así comienza la primera carta: "Hoy a las doce del día partió del Elysée el general De Gaulle, llevando como único equipaje once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres noes lanzados por los once millones novecientos cuarenta y tres mil doscientos treinta y tres franceses que lo han repudiado". La renuncia del general le trae a la memoria su primer juguete, casi su único juguete, un muñeco de barro al que llamaban General Rebollo.
            Emma Reyes carecía de cultura literaria, más de una vez declaró que apenas había leído ningún libro, pero tenía una gran cultura, adquirida en su trato con gentes de toda clase y condición. Su libro podía tener solo un valor documental, ser una denuncia contra el maltrato de la infancia y el siniestro papel que la moral católica ha tenido en él, especialmente cuando se trataba de niños que era "hijos del pecado".   Pero es algo más, bastante más. Copio el final de una de las cartas: "Sentimos un ruido terrible, un ruido que no se parecía a nada, la gente empezó a correr en todas direcciones, la mayor parte se refugió en la iglesia, otros entraban a las casas, los chicos se subían a los árboles, el ruido se aproximaba cada vez más. De pronto vimos aparecer por detrás de la iglesia un monstruo negro terrible que avanzaba hacia el centro de la plaza. Los ojos enormes y abiertos eran de color amarillento y tenían tanta luz que iluminaban la mitad de la plaza. La gente se tiró al suelo de rodillas y empezó a rezar y a echar bendiciones; una mujer que tenía dos niños chiquitos los tiró al suelo y se acostó sobre ellos cubriéndolos como hacen las gallinas con los huevos. Unos hombres avanzaron hacia la plaza con unos grandes palos en la mano. El animal se detuvo en mitad de la plaza y cerró los ojos. Era el primer automóvil que llegaba a Guateque". García-Márquez no lo habría contado mejor. Y nada tiene que envidiar en irreverencia y gracia al famoso poema VIII de El guardador de rebaños la historia de un niño que se llamaba Jesús: "Ese niño Jesús tenía tres papás, uno que vivía con su mamá, que se llamaba José y que era carpintero; el otro papá era viejo con barbas y vivía en el cielo entre las nubes y ese papá si era muy rico. La monja nos dijo que él era el dueño de todo el mundo, de todos los pajaritos, de todos los ríos, de todas las flores, de las montañas, de las estrellas; todo era de él. El tercer papá se llamaba Espíritu Santo y no era un hombre sino una paloma que volaba todo el tiempo".
            Hay lugar para el humor y el amor en este libro que, a pesar de su minuciosa enumeración de estúpidas crueldades contra los seres más indefensos, carece del menor resentimiento y está escrito con la gracia de una narradora excepcional, cuya mayor virtud es respetar siempre el punto de vista de la niña que fue. No hay lugar para el rencor, aunque si infinidad de razones.
            Crónica de un tiempo sombrío, relato de terror con final feliz, Memoria por correspondencia es un de esos libros que, leídos una vez, nos acompañan siempre, una obra memorable escrita paradójicamente por quien --según sus detractores y según ella misma-- no sabía escribir.

sábado, 11 de abril de 2015

Manuel Neila, signos de admiración


El escritor y sus máscaras
Manuel Neila
Pigmalión. Madrid, 2015.

La crítica literaria se ejerce de muchas maneras. La que se publica en la prensa diaria, la que da cuenta de las novedades que acaban de llegar a las librerías, cumple una doble función: informativa y valorativa. Pero ambas, muy a menudo, no son otra cosa que la prolongación de la publicidad editorial.
            No es el caso de Manuel Neila, poeta, diarista, traductor, cultivador y estudioso del aforismo. Los libros de los que él se ocupa no aspiran nunca a la categoría de best seller, sino más bien todo lo contrario. Sus preferencias van hacia los raros y olvidados, pero sin desdeñar por eso a los clásicos que están en la mente de todos, a sus maestros, por lo general autores que se movieron en los terrenos fronterizos en los que no resulta fácil distinguir literatura y pensamiento, poesía y filosofía.
            En Los escritores y sus máscaras, colección de reseñas y ensayos escritos a lo largo de una década, nos encontramos con Leopardi y Nietzsche, con Juan Ramón y Antonio Machado, pero los capítulos más memorables del volumen, y los que más agradece el lector, son los que se ocupan de nombres menos canónicos.
            No podían faltar los aforistas, como el desconocido Antoine de Rivarol y el cada vez más apreciado Joseph Joubert. También se ocupa de los aforismos de Rabindranath Tagore, un escritor que hoy nos fatiga un tanto con su pedagógica sensiblería, y de los del casi secreto Nicolás Gómez Dávila, que se declaraba “enemigo de la modernidad” y aspiraba a ser “el perfecto reaccionario”, sin que eso le restara un ápice de lucidez ni de deslumbrante inteligencia.
            Dos son los momentos a mi entender más destacados de esta miscelánea. Uno de ellos lo constituyen las páginas dedicadas a Cristóbal Serra, el raro escritor mallorquín del que Manuel Neila es uno de los primeros especialistas. Se trata de un escritor sin género, muy parsimonioso en sus primeros años, y de abundante producción en la senectud. Serra comienza inventándose un heterónimo, escribe después un viaje imaginario a la manera de Swift, Viaje a Cotiledonia, y una Guía para el lector del Apocalipsis. Cultiva a su manera, heredera del surrealismo y de la filosofía de Oriente el aforismo y en uno de sus más sugerentes libros, Efigies, retrata y antologa a los más destacados cultivadores del género. Cristóbal Serra es uno de esos escritores al margen sin los cuales cualquier literatura está incompleta.
            El otro momento culminante del libro lo encontramos en el estudio sobre Guillermo Carnero, titulado,  muy atinadamente, “El hedonismo de la inteligencia”. No es un poeta fácil Guillermo Carnero. Tras deslumbrar, a los veinte años, con el culturalismo de Dibujo de la muerte, se internó luego por abstrusos caminos metapoéticos en los que al común de los lectores le resultaba muy difícil seguirle. Después de un dilatado periodo de silencio volvió con un libro, Verano inglés, en el que aunaba cultura y vida, hedonismo e inteligencia. Manuel Neila consigue hacernos ver “el dibujo en la alfombra”, la coherencia secreta de esos aparentes zigzagueos.
            En un libro titulado El escritor y sus máscaras, llama la atención la inclusión de un nombre que, si abundantemente citado como crítico y lingüista, rara vez resulta mencionado entre los creadores: Emilio Alarcos Llorach, quien aparece, además de en su calidad de estudioso, como creador empeñado “en mostrar la paradoja de la vida humana, que radica en el anhelo de eternidad del hombre, a sabiendas de que solo le está permitido conseguir la permanencia en el momento finito, temporal, del lenguaje; antinomia que se ha convertido en la piedra de toque de la mejor poesía de los tiempos modernos”.
            Termina esta miscelánea –en la que no quiero dejar de subrayar la evocación de Hélène Berr, una de tantas vidas “antes de tiempo y casi en flor cortadas” por el Holocausto– con un capítulo dedicado al filósofo italiano Franco Volpi con motivo de su libro El nihilismo. Las líneas finales valen tanto para el libro de Volpi como para El escritor y las máscaras o para la obra entera de Manuel Neila: “Es una invitación al placer de pensar libremente, sin las ataduras ideológicas habituales, antes de que otros lo hagan por nosotros”.

viernes, 3 de abril de 2015

Miguel Brieva, la realidad y otros delirios

José Luis García Martín

Lo que está pasando
Miguel Brieva
Penguin Random House. Barcelona, 2015.

El humor siempre ha sido una de las mejores herramientas para conocer la realidad, para saber lo que está pasando, como se titula la primera novela de Miguel Brieva, un humorista gráfico que es algo más que un humorista gráfico.
            Miguel Brieva se inició como autor y editor de la revista Dinero (recopilada luego en un volumen) y destacó pronto por la mezcla de unos dibujos que recordaban a las imágenes publicitarias de los años cincuenta y unos textos que daban la vuelta, o ponían de vuelta y media, a los adormecedores tópicos de la ideología neocapitalista.
            Lo que está pasando o Lo que me está pasando, que de las dos formas aparece el título, adopta la forma del diario (“Diarios y delirios de un joven emperdedor” se subtitula). Se trata de una novela gráfica, pero el texto tiene tanta importancia como las imágenes. Desde el primer capítulo –ciertamente impactante– sabemos que vamos a encontrarnos con algo más que con costumbrismo y sátira. Así comienza: “He muerto. Mi cuerpo yace sin vida en la sala principal de la oficina de empleo. Sin embargo, todo transcurre con absoluta normalidad: la gente aguarda su turno, los empleados teclean en sus ordenadores, los fluorescentes del techo emiten su zumbido monocorde… Al cabo de unas horas, de mi cadáver comienzan a brotar unos filamentos luminosos que se propagan en ondulaciones por toda la estancia, pero tampoco esto parece llamar la atención de nadie”.
            Miguel Brieva es un buen lector de Kafka y el capítulo inicial de su novela –que tiene valor independiente, como todos los del libro, sin que eso impida la unidad del conjunto– podría formar parte de cualquier antología de la literatura fantástica, pero de una literatura fantástica que a la vez fuera minuciosamente realista, como toda la obra del autor de La metamorfosis.
            El segundo capítulo, tras el prólogo espectacular (técnica muy cinematográfica), comienza parodiando la escritura diarística: “Antes de nada, quisiera disculparme ante mí mismo por estar haciendo esto. Esto de escribir un diario o lo que sea. Odio este tipo de cosas. No entiendo a la gente que va por el mundo escribiendo todo el rato sobre sí misma… ¿No se aburren? ¿Qué interés le pueden encontrar?”
            Junto a Kafka, otro de los maestros de Miguel Brieva es Fernando Pessoa. Como Pessoa, ha jugado también a la invención heteronímica y uno de sus libros –que incluye poesía en línea y poesía en verso, aforismos y ocurrencias varias– se titula Obras incompletas de Marcz Doplacié.
            Aforismos de diversos autores (reales o inventados) separan los capítulos de esta peculiar novela, de este libro de humor que es algo más que un libro de humor: “Porque yo soy del tamaño de lo que veo y no de mi estatura” (Pessoa), “Los ángeles vuelan porque se toman a sí mismos a la ligera” (Chesterton), “La imaginación es libre, el hombre no” (Buñuel), “Para vivir fuera de la ley tienes que ser honrado” (Bob Dylan). Pero también muchos comienzos de capítulo no desmerecerían en cualquier recopilación aforística: “La mirada de un niño pequeño siguiendo la trayectoria de un sonajero es la misma de un astrónomo escrutando los confines del universo. Máxima curiosidad, plena atención de los sentidos, total entrega… y absoluta ignorancia de lo que en verdad acontece ante sus ojos”. En ocasiones parodia el arte de la alusión y elusión gongorinas. Así nos informa de que se dedicó a repartir propaganda por las calles: “También pasé horas y días repartiendo árboles seccionados  en formatos cuadrados y cubiertos con inscripciones”.
            Víctor Menta, el protagonista del libro, tiene treinta y dos años, ha estudiado Geología, vive solo en casa de su abuela (muerta hace un año), de vez en cuando come con sus padres, solo encuentra trabajos ocasionales (en los que dura poco), está deprimido, visita a una psicóloga (que le aconseja escribir un diario “para ordenar sus ideas”), fuma porros, participa en algunas protestas ciudadanas y recibe los palos de la policía… Pero también conoce a un hombre invisible, le acompaña un doble, habla con las plantas, no distingue bien entre el sueño y la realidad. Lo que podría quedarse en un panfleto, en un ejercicio más de denuncia y demagogia, se convierte en una caja de sorpresas que no condesciende jamás con la obviedad ni con el tedio.