sábado, 31 de enero de 2015

El amor, la poesía


Versos de amor
Rosa Navarro Durán
Alianza Editorial. Madrid, 2015

Hay quien piensa que el amor es un invento de los poetas y quizá no ande muy descaminado. Lo que llamamos amor es menos un sentimiento natural que una invención cultural.
            Todo lo que hay que decir sobre el amor lo dijeron antes que nadie los poetas. Por eso abundan tanto, y tienen tanto éxito, las antologías de poesía amorosa. Versos de amor, de Rosa Navarro Durán, gran estudiosa y divulgadora de los clásicos, se centra en la poesía española (no incluye a los poetas latinoamericanos) y deja fuera la poesía contemporánea (los más recientes seleccionados pertenecen a la generación del 27).
            En la introducción, inteligentemente incitativa de la lectura, se refiere a una posible “utilidad” de la antología: “¿Qué mejor que regalar un libro de hermosos versos amorosos a la persona amada? No hay más que hacerlo con el marcapáginas en el lugar adecuado, pero sin indicarlo; con ese cuidado descuido –la esencia de la elegancia– que tan bien se sabían los renacentistas, damas y caballeros”.
            Al igual que Tirante el Blanco utilizó para declararse un espejo y los pastores de Sannazaro o Garcilaso una fuente, según se nos refiere en el prólogo, este libro también podría servir para una “declaración de amor”.
            No estaría yo tan seguro, sin que eso suponga restarle ningún mérito a la colectánea que nos ofrece Rosa Navarro Durán. Predominan en ella, junto a los cancioneros medievales, los poetas del siglo de oro y cuesta imaginarse a un amante de hoy declarándose, por ejemplo, con un soneto de Fernando de Herrera: “Cubre en oscuro manto y sombra fría / del cielo puro el resplandor sereno / l’húmida noche, y yo, de dolor lleno, / lloro mi bien perdido y mi alegría”.
            La antología de Rosa Navarro Durán se dirige a dos tipos de lectores. El prólogo y la disposición temática de los versos van encaminados hacia el lector común, al que pretende ayudar a decir lo que siente, a “declararse” (“Todo gran poeta nos plagia”, escribió Ortega), pero el núcleo de los textos seleccionados se encamina a poner de relieve a poetas que para muchos tienen ya solo un valor arqueológico.
            El índice podría servir para un tratado sobre la pasión amorosa: “¿Qué es amor?”, “El enamoramiento”, “La mirada”, “La declaración”, sin faltar los capítulos dedicados al beso, a los celos o a la ruptura.
            Entres las definiciones de amor destaca el conocido soneto de Lope de Vega que comienza con “desmayarse, atreverse, estar furioso” y, tras la enumeración de efectos contradictorios a lo largo de trece versos, termina con el rotundo endecasílabo que todos hemos citado alguna vez: “Eso es amor. Quien lo probó lo sabe”. Compite con él otro soneto, el de los oxímoros, que Francisco de Quevedo tomó de Camoens y en el que el amor “es yelo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente, / es un soñado bien, un mal presente, / es un breve descanso muy cansado…”
            Como una antología de los sonetos del siglo de oro puede considerarse este libro. Aquí están, junto a los citados Lope y Quevedo, los otros grandes, Góngora, Garcilaso, Villamediana, pero junto a ellos poetas que suenan menos, salvo a los estudiosos (Francisco de Figueroa o Luis Martín de la Plaza) y que quizá constituyen el aliciente mayor para el buen lector de poesía.
            La poesía posterior está más pobremente representada: con un poema aparecen Lorca, Cernuda, Antonio Machado; con ninguno, Miguel Hernández. Pero a una antología hay que juzgarla por lo que ofrece, no por lo que deja fuera. Y Rosa Navarro Durán ha optado, muy claramente, por el campo de su especialidad, no limitándose solo a los poemas líricos, sino incluyendo también –con muy buen criterio– fragmentos teatrales.
            Los poemas, ya lo hemos dicho, se distribuyen temáticamente, sin tener en cuenta la cronología y sin notas que dificulten la lectura. Las precisiones eruditas quedan para el apéndice “Localización de los textos”, que a menudo ofrece algo más.
            Al margen de los poetas del siglo de oro, Bécquer y Salinas, como no podía ser de otra manera, son los poetas más representados. De Gerardo Diego se seleccionan dos sonetos, uno de los cuales, “Insomnio”, puede competir con los clásicos.
            Quizá, más que a los enamorados en general (que preferirían a Benedetti o a la tuitera Ajo), este libro se dirige a los enamorados de la poesía. No les defraudará.

sábado, 24 de enero de 2015

Guillermo Carnero: Culturalismo y poesía


Una máscara veneciana
Guillermo Carnero
Institució Alfons el Magnànim. Valencia, 2014.


En abril de 2011, una institución cultural invitó al poeta Guillermo Carnero a pasar un mes en Venecia, “sin las limitaciones de un turista” (suponemos que tales limitaciones consistirán en tener que abonar los propios gastos). Resultado de esa estancia es este libro, que es menos un libro sobre Venecia que un minucioso recorrido erudito por las huellas de Italia y Venecia en la poesía del propio Carnero.
            En el epílogo, afirma haberlo escrito “sin el lastre que son las reglas de investigación y de documentación erudita”. Se ha permitido la “leve pillería” de sustituir “el placer de la servidumbre” por el de la transgresión.
            Pero esa “pillería”, esa transgresión, si existe, es tan leve que no la nota el lector. En Una máscara veneciana utiliza Carnero para hablar de su propia poesía la misma minuciosidad erudita que empleó para estudiar el grupo Cántico o la poesía dieciochesca. No se permite el menor rasgo de humor, salvo decir que disfruta al hacerlo “como un lechón albino”.
            Buena parte del breve volumen se dedica a la defensa del culturalismo, como rasgo característico de la poesía de su generación –la de los novísimos– y de la suya propia en particular. El culturalismo sería “un procedimiento renovador de la expresión de la intimidad y superador del intimismo primario, en tanto hace posible dar cuenta de la experiencia cotidiana a través de la cultural y evitar las limitaciones del yo lírico neorromántico. El culturalismo permite hablar del yo sin mencionarlo, y referirse del mismo modo a las situaciones existenciales de la vida cotidiana, por el procedimiento de expresar lo uno y lo otro por analogía”.
            Pero el culturalismo, que se puso de moda en los años setenta, a la vez que el rechazo de la poesía social, comenzó a ser denostado en la década siguiente, cuando otra generación entró en escena, y Carnero tantos años después sigue anclado en aquellas viejas polémicas. Para él todo lo que no es culturalismo es “intimismo primario”, “social realismo de crítica y denuncia”, utilización de un lenguaje directo “similar al usado en la comunicación no literaria, y la limitación a los referentes procedentes de la vida cotidiana y contemporánea”. Gustavo Adolfo Bécquer representaría así el ejemplo de lo que él más detesta (“¡A otro perro con esas golondrinas!” tituló su colaboración en un homenaje al autor de las Rimas): un lirismo “facilón y primario”, una “reducida y previsible gama de situaciones existenciales”, a la que se añade “sensibilidad en bruto y exclamativa sensiblería” junto con “desdén de la exigencia y la inteligencia del lector”.
            Guillermo Carnero, en su afán polémico, confunde a Bécquer con sus imitadores, lo que sería como confundirle a él, que pasó –según indica– “más horas en los museos que en el campo” con los presuntos culturalistas que sacan las referencias eruditas de sus poemas de cualquier diccionario enciclopédico o directamente de la Wikipedia.
            Los ataques de Guillermo Carnero a los presuntos enemigos del culturalismo son siempre en defensa propia. Por eso pierde a menudo la objetividad crítica que suele caracterizar sus trabajos académicos y no duda en arremeter incluso contra Manrique, a su entender responsable último de los desvaríos realistas de la llamada poesía de la experiencia: “Cuando Jorge Manrique escribió lo de dejemos a los romanos fundó, sin saberlo, un peligroso pacto demagógico de incalculables consecuencias garbanceras”.
            El culturalismo extremo de los primeros libros de Carnero cambió, tras un largo periodo de silencio, con Verano inglés (1999), su libro  más aplaudido y premiado, pero él pone todo su esfuerzo en que no se vea “como una defección o una adjuración”, no quiere ser confundido como un converso al intimismo.
            Una antología con los poemas citados completa el volumen, junto con una reproducción de las obras de arte mencionadas. ¿Es Guillermo Carnero un poeta erudito, un poeta cuyos poemas necesitan abundantes notas a pie de página? En su primera época así es, y ello explica el éxito de su poesía en el ámbito universitario. A menudo sus referencias resultan tan recónditas que el poema se volvería indescifrable sin la colaboración del propio autor, el más eficaz comentarista de sí mismo.
            No ocurre eso con su poesía última, en la que cultiva lo que él mismo denomina “un culturalismo de baja intensidad”, que es en realidad otra manera más efectiva, más atenta al lector. de utilizar las referencias culturales. Buen ejemplo de ello lo constituye el poema “Al salir de la ducha”, de Verano inglés, que menciona las odaliscas de Ingres y las pastoras de Boucher, entre otros pintores y escultores de la belleza femenina, pero que comienza con un verso de los tan denostados por el primer Carnero: “Me gusta contemplarte al salir de la ducha”. ¿Intimismo primario, lenguaje directo “similar al utilizado en la comunicación no literaria”?
            Guillermo Carnero, al contrario que Gimferrer, su compañero generacional, es un poeta que ha sabido evolucionar: su poesía actual no es una parodia de su poesía primera. Ha aprendido la lección de sus antagonistas literarios, aunque él se niegue a reconocerlo, y sus poemas últimos –los inéditos que se incluyen en este libro, por ejemplo– tienen más en común con Miguel d’Ors o Fernando Ortiz que con los suyos propios en la época de Ensayo de una teoría de la visión (1979). Así comienza uno de ellos, puesto en boca de Boecio: “No me diste paciencia ni humildad; / tampoco astucia para parecer, / plácido y obediente en un rincón. / feliz en la renuncia y el servicio”.  Compárese este monólogo dramático con el de “El príncipe Ludovico Manín contempla el apogeo de la primavera”, por citar solo un ejemplo de su rebuscada, y ya a menudo mera arqueología, poesía primera.
            En Una máscara veneciana no es Venecia lo que más importa. Da la impresión de que a Carnero un mes en cualquier biblioteca rodeado de libros sobre Venecia le habría resultado más útil para su visión de la ciudad que un año de estancia en ella.
                       


              

sábado, 17 de enero de 2015

El periodismo permanece y dura


Cuando en España estalló la paz
Valentín de Pedro
Edición de Aníbal Salazar
Renacimiento. Sevilla, 2014.

En 1917, cuando aún no ha terminado la Gran Guerra, un joven escritor argentino llega a España como corresponsal de varios periódicos de su país. Una selección de sus crónicas las reunirá en un volumen de significativo título, España renaciente, aparecido en 1922. Refleja ese libro un momento de esplendor de la cultura española. En sus páginas se retrata o entrevista a Ortega, a Unamuno, a Azorín, a Pérez de Ayala, a Baroja, a Juan Ramón Jiménez, y también a Ramón y Cajal o Picasso. La atención intelectual de Hispanoamérica, que se había vuelto hacia Francia tras la independencia, se centra de nuevo en España.
            Veinte años después, en 1942, vuelve a publicar Valentín de Pedro una serie de crónicas españolas en un diario argentino con el irónico encabezamiento de “Cuando estalló la paz”. Al contrario de lo que ocurrió con la serie anterior, en esta ocasión han tardado más de setenta años en reunirse en volumen. Lo que tenían de actualidad hace tiempo que ha desaparecido, pero se siguen leyendo con la misma emoción que cuando se publicaron por primera vez.
            Valentín de Pedro –en un poema incluido España renaciente había declarado: “Por mi sangre y mi idioma, yo me afirmo español”– se quedó en nuestro país y se convirtió en un escritor español más. Además de su labor periodística, publicó novelas cortas (el género entonces de moda), estrenó varias piezas teatrales y, sobre todo, fundó y dirigió la colección de teatro La farsa, la más leída y difundida del momento, en la que aparecieron las primeras ediciones de las obras de Lorca, de Casona y de todos los grandes dramaturgos del momento.
            La república encontró en Valentín de Pedro a uno de sus más activos defensores y, por eso, tras la guerra civil fue encarcelado y pasó largos meses en la galería de los condenados a muerte ede la prisión de Porlier. Se salvó gracias a la intervención del gobierno de Argentina.
            Nada más llegar a su país quiso dejar constancia de lo que había visto, de lo que había vivido. Y lo hace en espléndidos reportajes. Escribe de memoria, sin consultar papeles, y por eso alguno de sus datos concretos está equivocado (como nos advierte el erudito editor, Aníbal Salazar), pero eso importa poco.
            Algunos de los protagonistas de estas páginas son bien conocidos –Julián Besteriro, Antonio de Hoyos y Vinent, Lluis Companys–, mientras que otros, como el periodista Mauro Bajatierra, están hoy olvidados. Todos los capítulos, sin embargo, se leen con el mismo interés. Los títulos, casi de folletín, ya nos indican que se dirige a un público general, no especialmente concienciado: “Al pie del patíbulo, amigos de la tertulia literaria lograron el indulto de Diego de San José”, “Querían ajusticiar a seis republicanos y les faltába el delito de qué acusarles”, “Se desvivió por defender la vida de los facciosos, pero ellos le hicieron ejecutar”.
            No es posible leer sin emoción los últimos momentos de la vida de Javier Bueno. Estaba consultando un diccionario de latín cuando le llamaron. “¿Vas a jueces? Eso es el indulto”, le dijeron sus compañeros. “Dejó el libro abierto sobre el petate –cuenta Valentín de Pedro– y echó a andar apoyado en el bastón, pues la herida de Asturias le impedía el normal movimiento de un pie”.
            No volvió más, el libro quedó abierto por la última página que estaba consultando. ¿Por qué aquella llamada camuflada?, se pregunta Valentín de Pedro. “Conociendo a Javier Bueno no era presumible que ofreciera resistencia. ¿Temieron acaso que los demás condenados se amotinaran para impedir su fusilamiento?”. Cuando se supo que había entrado en capilla, “no hubo más que silencio, un silencio compuesto de cinco mil silencios que ahogaban la protesta y el dolor de cinco mil corazones”. Los últimos momentos los pasó charlando de literatura y filosofía con el capellán que debía asistirle espiritualmente, quien al referírselos a los que sabía que habían sido sus amigos “se le quebraba la voz por la emoción y no pudo sofocar una frase que le salió del alma: ¡Qué hombre han matado! ¡Qué hombre!”
            A la vez que se publicaba en el diario porteño Ahora la serie “Cuando en España estalló la paz”, aparecía en el semanario Crítica otra serie “Quiebros de la cárcel”, donde los protagonistas son gentes anónimas y no falta ni el costumbrismo ni el humor. En la antesala de la muerte, aquellos hombres, cuando no había habido “saca”, entre el recuento de la tarde y el toque de silencio, aún encontraban momentos para contar chistes, cantar, hacer teatro en una falsa emisora a la que llamaban Radio Pepa.
            Aníbal Salazar reúne en Cuando en España estalló la paz las dos series de artículos de Valentín de Pedro, más algunos poemas de su experiencia carcelaria, y les añade un minucioso prólogo y, en apéndice, las semblanzas de los personajes evocados. No necesita esos eruditos aditamentos el volumen para constituir la mejor demostración de que el periodismo, el gran periodismo, resiste el paso del tiempo y de que las hemerotecas están llenas de libros que solo esperan el tino y la voz del editor que les diga “levántate y anda”.

sábado, 10 de enero de 2015

José Carlos Llop, verdad y manierismos


La vida distinta
José Carlos Llop
Pre-Textos. Valencia, 2014.

Hay autores que constituyen por sí mismo un género literario. Como en el caso de Miguel de Unamuno y de Ramón Gómez de la Serna, las novelas, los diarios, los artículos o los poemas de José Carlos Llop se parecen más entre sí que a otras novelas, diarios o poemas.
            El personaje que construye en todos ellos –directa o indirectamente– es el de un amante de la alta cultura, del mundo de ayer del que habló Stefan Sweig, un personaje, desterrado en un tiempo de decadencia, a medias entre el Montaigne retirado en su torre y el “príncipe de Aquitania en su torre abolida” que cantara Nerval.
            La vida distinta comienza con lo que podía haber sido un artículo necrológico; termina con las notas de un viaje a Burdeos (lo titula como el libro, lo subtitula “La Chandon de Bordeaux”), que es el poema más extenso y que el que ejemplifica mejor sus aciertos y sus insuficiencias.
            Comencemos por estas últimas: varios de los textos dan la impresión de haber sido alargados innecesariamente. Suelen comenzar de una manera prosaica (“Mi amigo ya no recibirá el New Yorker. / que seguirá llegando a su despacho, a nombre / de alguien que ahora ya no es nadie”) y luego van alternando la anécdota con la reflexión, la imagen precisa y brillante con el llano decir. A veces la mezcla funciona y otras no, porque las transiciones no están bien resueltas o porque se excede en uno de los elementos (“Rising Splendor”).
            El mejor Llop es el de poemas como “Sábado de invierno” o “Un día feliz”. El primero –podría ser una nota de diario– nos habla de un día de nieve que transfigura la ciudad cotidiana: “Al despertar, he abierto las persianas / y los árboles del jardín eran lámparas de mármol blanco / y la tierra, alabastro. Tenían algo palaciego las plantas, / como criados con librea nueva y el mirlo negro del laurel / ejercía de mayordomo”.
            “Un día feliz” evoca una escena en la vida Pasternak, su conversación con Stalin, cuando le preguntó si consideraba a Maldelstam un buen poeta. El poema comienza muy eficazmente poniendo al lector en situación: “Imagina que estás con un grupo de amigos / en una casa de campo. Ya no sois jóvenes / y las palabras oscilan entre la brillantez / adulta, que es otra, y la piedad / de saberse hombre y por tanto débiles”. En ese momento el timbre suena al fondo del pasillo y el dictador pregunta a uno de los poetas más conocidos del momento por otro al que ha decidido exterminar. Y Pasternak, que lo veía como un rival literario, no acierta a defenderlo.
            Sobre la poesía en el mismo tiempo de miseria trata también “Cuarteto ruso”, uno de los ejemplo en que la reflexión –sobre la función del poeta, el dolor y la belleza– y la anécdota (la visita de Chatwin a Nadezha Mandestam) se entretejen de manera adecuada.
            Bruce Chatwin, el escritor viajero, es el protagonista de “Escolio”, una poema que, según nos indica a pie de página, es solo “una nota a pie de página” de la biografía que le dedica “otro novelista, apellidado / como el gran bardo de Inglaterra”, esto es Nicholas Shakespeare. Los fantasmas de Chatwin –“viajes, arte y literatura”– son los mismos que los de Llop, quien igualmente gusta de llenar sus páginas con “fragmentos de su colección particular”: “un cuenco de alfarería china / con manchas azules; una primera / edición de Flaubert; una caja / japonesa de laca, del siglo XVI; / una taba egipcia de turquesa, / que era su talismán; / un cuchillo / aborigen y un vestido de Fortuny…”
            Leer a José Carlos Llop –tan gustoso de los pequeños detalles y de las enumeraciones inacabables, como listas de un catálogo: “Jardines del Luxemburgo”, su homenaje a París, puede servir de ejemplo – proporciona un placer semejante al de visitar anticuarios, librerías de viejo, lugares prestigiados por el arte y la literatura.
            El humor asoma en un poema como “La tentación del geómetra”, que algo tiene del juguetón erotismo rococó del XVIII. También da una nota distinta al tono grave del volumen la “Balada del señor Pepys”, retrato a dos voces del famoso diarista, una que nos describe su vida de gran señor, figura destacada en la corte inglesa, y otra que nos descubre lo que solo se sabría muchos años después al publicarse sus diarios: “Nos os engañéis, amigo mío; / tras esa máscara triunfal / por fuerza se esconde / el cinismo y el humus negro / de la melancolía y de ahí / el misterio de sus papeles…”
            Ciudades vividas, ciudades leídas, ciudades soñadas las de José Carlos Llop; “Veo esta mañana unas fotos de Burdeos / bajo la nieve. El Garona es ahora el Neva / y la fachada dieciochesca de la ciudad / –sus casas y palacios teñidos de blanco– / recuerdan a San Petersburgo, Leningrado…”
            Hay quien dice que los géneros literarios son convenciones, y tiene razón, pero solo en parte. “La vida distinta”, el extenso poema final que da título al libro, podía haber sido un cuaderno de notas sobre Burdeos, pero al disponerse en verso y como un único poema el lector busca una intensidad y una coherencia estructural de la que carece. Los géneros literarios son propuestas de lectura: la propuesta que nos ofrece Llop para este parte fundamental de su libro me parece fallida.
            Como el libro en su conjunto, quizá; un libro que, sin embargo, no defraudará a los admiradores del escritor, que aquí está con toda su verdad y casi todos sus manierismos. 

sábado, 3 de enero de 2015

Miguel Dalmau, Román Piña Valls: Requiem por la literatura española


La mala puta. Réquiem por la literatura española
Miguel Dalmau / Román Piña Valls
Sloper. Mallorca, 2014.

La literatura española ha muerto. Miguel Dalmau y Román Piña Valls certifican su defunción en un libro al que han dado el llamativo título de La mala puta, que es como al parecer calificó Hemingway a la literatura española en un encuentro con Carlos Barral allá por 1959.
            ¿Cómo han llegado a esa conclusión? Román Piña Valls se basa en un cuestionario a diversos escritores; Miguel Dalmau prefiere remitirse a algunos episodios autobiográficos.
            “He aquí los hechos”, comienza. Resulta que él, en el año del centenario cortazariano, había preparado una magna biografía del autor de Rayuela, pero las citas que incluía no fueron autorizadas por los propietarios de los derechos y al final la editorial que se la había encargado renunció a publicarla. “Esto ha ocurrido este mismo invierno en un país presuntamente libre y democrático”, denuncia Dalmau, quien además se queja de que ese acto de censura –a cualquier cosa se le llama hoy censura– no haya despertado un movimiento de solidaridad entre los escritores.
            Sus choques con la “censura” vienen de lejos. Cuando Juan Luis Cebrián publicó su primera novela le encargaron la crítica en el suplemento cultural de La Vanguardia. Parece que el exdirector de El País no la encontró suficientemente elogiosa y llamó para quejarse al director del diario de la competencia y este inmediatamente exigió que a Dalmau se le apartara de la sección de libros; el encargado de esa sección, sin embargo,  se plantó y pudo seguir colaborando en el periódico barcelonés. “Este episodio de primera mano –glosa Dalmau– demuestra hasta qué punto ya existía la censura hace treinta años”.
            El asunto no acabó ahí: “Inútil añadir que jamás he recibido una buena crítica de El País dedicada a mis libros”. Cierto que cuando apareció su biografía de Gil de Biedma le dedicaron dos páginas, pero enseguida comenzaron los ataques de “tipos que tenían allí una columna cada semana, o un espacio de crítica, y estaba claro que no podían sufrir que su propio periódico jamás hubiera acogido su trabajo con la misma generosidad”. Uno de ellos, Jordi Gracia, a quien se califica –citando a un anónimo editor barcelonés– como “un profesor universitario oportunista y tontito”.
            Sigamos con las desventuras de Dalmau que le han llevado a entonar un réquiem por la literatura española. “Razones para detestar a Gimferrer” titula uno de los capítulos del libro. ¿Y cuáles son esas razones? Pues que no le publicó su primera novela, a pesar de que Dalmau, gracias según dice a sus contactos familiares, consiguió una carta de recomendación nada menos que de un intelectual tan prestigioso como Laín Entralgo, entonces director de la Real Academia, de la que era miembro Gimferrer. Dalmau no se amilanó por el rechazo: “Aprovechando de nuevo contactos familiares me presenté en el despacho de José Pardo, subdirector general de la editorial Planeta, propietaria de Seix Barral”. No era un cualquiera: “En aquel momento solo el magnate Lara tenía más poder que él”. No pudo contener su asombro al enterarse del caso: “Se quedó blanco: no todos los días llega a su despacho un autor novel avalado por el presidente de la Real Academia, y con una recomendación por escrito declarando que el cadete posee talento e imaginación. Pardo comprendió en seguida que yo tenía todo el derecho del mundo a preguntarle por qué aquel incompetente que les aconsejaba al otro lado de la calle insistía en no publicarme”.
            De este estilo son las anécdotas autobiográficas que le sirven a Miguel Dalmau para certificar el estilo catatónico en que se encuentra hoy la literatura española. Las reflexiones sociológicas que extrae de ellas resultan, cuando menos, sorprendentes. Quien cuenta como recurrió a recomendaciones y a sus relaciones familiares para publicar sus libros denuncia que la clase literaria derroche su tiempo y energía “diseñando estrategias en la sombra para promocionarse”.  Y sermonea a sus colegas: “El artista verdadero no malgasta el tiempo en este tipo de estupideces. Cada minuto de teléfono perdemos un adjetivo, cada correo la opción de una frase afortunada. Pero vivimos en un país de vagos y el mejor modo de allanar el camino no es el trabajo bien hecho sino la intriga”.
            De trabajo bien hecho no parece que pueda dar muchas lecciones Miguel Dalmau; tampoco Ramón Piña Valls, aunque no resulte tan minuciosamente vacuo y desopilante. Sin desperdicio, digno de figurar en cualquier antología del disparate, resulta  “Tocador de señoras”, el capítulo que Dalmau dedica a las mujeres de los escritores (a las escritoras ni se refiere): “Esposas, compañeras, amantes… Obviamente no las considero responsables del hundimiento de nuestra literatura, pero sin duda son cómplices de su mediocridad”. ¿Y por qué? Pues porque son sumamente prácticas: “Les gusta ayudar al escritor rentable que quizá haya en nosotros, pero reprimen al verdadero artista”. No son buenas consejeras literarias y eso él lo sabe bien: “Por azares de la vida he tenido la suerte o la desgracia de vivir en pareja con siete mujeres: todas fueron musas, todas me quisieron mucho y me aguantaron bastantes perrerías; todas leyeron puntualmente mis manuscritos, pero os juro por Snoopy que no eran Natalia Ginzburg. Aunque todas poseían estudios literarios y amaban la lectura, incluso habían publicado libros, lo cierto es que solo dos de ellas eran ‘críticas literarias’ fiables. Y eso ya es la leche. Estadísticamente es casi imposible, pues, que si solo has vivido con una mujer te haya tocado a ti, precisamente a ti, la Sontag que circulaba libre por el éter. Esperándote con los brazos abiertos”.
            En la literatura española, como en cualquier otra, hay mucho que criticar, sin duda alguna. Pero Miguel Dalmau se limita a ejercer su derecho a la pataleta y a generalizar con escaso conocimiento de causa y evidente desprecio del más mínimo rigor intelectual. Román Piña Valls, quizá para no dejarle en mal lugar, tampoco se esfuerza mucho en su encuesta sobre la profesión de escritor y sobre los novelistas que tuvieron un momento de éxito en los ochenta o los noventa y luego desaparecieron.
            “Los muertos que vos matáis”, habría que decirles a ambos, “gozan de buena salud”.