sábado, 25 de julio de 2015

Manuel Moyano, cotidianidad y magia


Dietario mágico
Manuel Moyano
La fea burguesía. Murcia, 2015.

La última obra de Manuel Moyano, El imperio de Yegorov, que obtuvo uno de los premios de la reciente Semana Negra, es un thriler que combina un mito clásico, la fuente de la eterna juventud, con elementos de la ciencia ficción. En la primera, Dietario mágico, que ahora se reedita, no necesita recurrir a la ficción para descubrir los fantasiosos entresijos de la realidad más cotidiana.
            Dietario mágico es un sobrio libro de viajes, todavía en la estela del Viaje a la Alcarria (pero sin sus manierismos estilísticos), una galería de retratos y una indagación respetuosamente bien humorada en los resquicios que se abren en la realidad a otras realidades al margen del pensamiento racional.
            “No es preciso viajar al África negra o convivir con los papúes de Nueva Guinea para describir prácticas mágicas o asistir a rituales secretos”, escribe en el prólogo. Manuel Moyano se ha limitado a recorrer los pueblos de la provincia en la que reside, Murcia, “una región levantina aturdida por el sol”, y en ellos ha encontrado más de cuarenta curanderos con consulta abierta.
            Cada capítulo del libro relata una de esas visitas. En ningún caso, puede hablarse de fraude o engaño: “Estos hombres y mujeres no mienten; al menos, no de una forma consciente: están firmemente convencidos de poseer un poder especial, una gracia, un don divino, como igualmente están convencidos de ellos quienes acuden en enjambre a sus consultas”.
            Comienzan estas historias verdaderas a la manera más clásica, con una casa encantada y la descripción del escenario de la historia: “Benizar es un pueblo de montaña, blanco y muy ornado de flores, perdido en el extremo de la provincia. Además de un castillo árabe que fuera puesto de vigilancia, tiene altos acantilados de roca desnuda, frondosos álamos que se doran en el otoño y fuentes de agua fresca que son como heridas por las que supura la montaña”.
            Algunos de estos curanderos descubrieron tardíamente su poder, incluso pasados los setenta años; otros, muy tempranamente. A Julián Escribano comenzó a aparecérsele la Inmaculada Concepción cuando tenía seis años, aunque al principio solo como un resplandor que le seguía a todas partes. Aquellas apariciones le dieron mala fama y atormentaron su infancia: “siempre estaba solo, nadie quería jugar ni hablar con él y los profesores le desterraban sin contemplaciones a la última fila”. Tuvo que huir de su pueblo, Campo de Criptana, “tras recibir una monumental paliza a manos de una turba de vecinos exaltados”. Conoció también los calabozos de la Puerta del Sol, ya que el Código Penal perseguía, hasta 1989, a quienes “interpretasen sueños, hicieren pronósticos o adivinaciones, o abusasen de la credulidad pública”. Actualmente pasa consulta en Madrid, los viernes y los sábados, y sus pacientes se cuentan por cientos; es dueño de una extensa finca en la Sierra Espuña y de una mansión a la que llama Paraíso Blanco, en la que se celebran diversos ritos. “Todo el horror y la crueldad que sufrió en su infancia”, concluye el autor, que no gusta de juzgar, no habría sido en vano: “Hoy son legión quienes le siguen, quienes le rodean, quienes le quieren. Ser amado por los demás: a fin de cuentas, tal vez no sea otra la más íntima aspiración del ser humano”.
            Hay curanderos que se inclinan hacia la religión mientras que otros prefieren desarrollar su don con conocimientos científicos. Es el caso de Luis Jiménez, que impone las manos “invocando mentalmente al Altísimo”, pero que es titulado en Neuropatía e Iridología. Sus pacientes se sienten invadidos por una gran sensación de paz al ser tocados por él. Manuel Moyano que observa, anota y ni cree ni deja de creer, trata de encontrar una explicación. Es posible que esa paz que transmite Jiménez “provenga, en realidad, aunque él ni siquiera lo sospeche, de su sonrisa, una sonrisa que mana inagotable de su rostro y que actúa en el paciente como un elixir o un placebo”. Al encanto de esa sonrisa no resulta inmune ni el propio narrador: Luis Jiménez es “un hombre cuya mera presencia nos lleva a creer que existe la felicidad sobre la tierra, y que nos hace, en alguna medida, partícipes de ella”.
            Pero también se habla de curanderos sin suerte, como Joaquín Toscano, que ha construido un jardín con el Túnel del Tiempo, la Silueta del Cerebro Divino y la Columna Vertebral del Creador y ha llenado toda las paredes de su casa con breves poemas que expresan su doctrina: “Soy un defecto tan perfecto / que me tiene afecto Dios”. A visitarle, sin embargo, solo acuden “las lúgubres gaviotas, atraídas por los desechos de la cercana escombrera”.
            Notario de un mundo insólito, pero no por eso menos cotidiano, Manuel Moyano se nos muestra en este Dietario mágico como un maestro en el género quizá más difícil y versátil de todos: el de la no ficción. 

sábado, 18 de julio de 2015

Sicilia, patria del mito


Sicilia mía
Cesare Brandi
Traducción de Carmen Artal
Elba. Barcelona, 2015.

En uno de los capítulos de Sicilia mía, nos hace visitar Cesare Brandi el Biviere de Lentini, el gran lago cercano a Siracusa, en el que cuentan que Hércules llevo a cabo uno de sus doce trabajos. Del lago no queda nada: Mussolini, considerándolo un foco de malaria, mandó desecarlo, sin consideración ninguna para su riqueza piscícola ni para la prodigiosa sinfonía de aves acuáticas que en él tenían su hábitat. El lago ya no existe, nos dice Brandi, pero pasear por el campo de cultivos florecientes en que se ha convertido, "es tan relajante que compensa una semana de fatigas". La nostalgia del lago que supo de griegos y cartagineses no se compensa del todo con el disfrute del nuevo locus amoenus: "No hay ruido, la ciudad está lejos: los frutos que maduran son silenciosos. Una fragancia ligera --hay alguna flor de azahar abierta con retraso--, un hálito de hierba fresca, y la recién mojada que todavía huele a agrio. Esto es el Biviere ahora, y así de floreciente nos hace añorar aquella extensión de agua y de cañas, sobre la que planeaban flamencos y cercetas como en una reserva incontaminada".
Pero hoy lo que añoramos es aquel tranquilo valle de naranjos: el lago ha vuelto a ser reconstruido, más profundo, menos extenso, sin la silvestre belleza de antes, sin el riesgo de que se convierta en un foco de malaria.
Artificio y naturaleza, historia y mito, se entremezclan en Sicilia como en ningún otro lugar del mundo. Cesare Brandi, historiador del arte, maestro de restauradores, habla de Sicilia con la pasión del enamorado --"cuánto te he amado, desde que llegué aquí por primera vez en 1939"-- y con la precisión del poeta. En Palermo, ciudad "espléndida y horrenda", fue contagiado "por el mal sutil de este país, donde no en vano se desciende al Infierno para luego ascender con la primavera". Porque es en Sicilia "donde encuentras a Perséfone como vestida de flores de almendro y de violetas, poco vestida, lo justo para que sus ojos de carbón se enciendan de chispas y sus ojos de serpiente como los de Medusa te hagan sentir un áspero perfume de mujer y de sal".
En Sicilia mía se cita a Sciascia al hablar del castillo de Naro ("Infinitos escritos de prisioneros, grabados en las piedras, harán las delicias de Sciascia si, dado su radicalismo sospechoso, la autoridad judicial le autoriza a verlas"), pero poco tiene que ver la Sicilia de Brandi con la suya, siendo ambas igualmente verdaderas. Los desaguisados de los hombres se limitan en ese libro a algunas construcciones realizadas después de la guerra que rompen la armonía del entorno; la mafia y los análisis sociopolíticos quedan deliberadamente fuera.
¿Es Sicilia mía entonces solo una colección de hermosas postales? Es eso, una prodigiosa colección de estampas coloreadas a mano, y mucho más. Fue Cesare Brandi quien por primera vez denominó a Noto "jardín de piedra", calificativo que desde entonces acompaña para siempre a esa "dieciochesca Atlántida" que se alza "entre los olivos tupidos y los almendros como de una espuma verde" y cuya aparición solo puede compararse con la de Venecia "en su perpetuo ir a la deriva de un mar apenas más pesado que el aire".
Magia de Noto, la ciudad reconstruida tras el terremoto de 1693 como una única obra de arte; magia de las islas que acompañan a la gran isla: las Egades, "hermosas rocas, como grandes dorsos pulidos y con la epidermis áspera, pero no rugosa, de las ballenas"; Mozia, "una isla pequeñísima, en el centro ideal, si no en el centro geométrico, del Gran Estanque de Marsala"; Pantelleria, con su bahía de los Cinco Dientes, "donde el promontorio es de metal fundido y parece antimonio veteado de cinabrio, evaporándose en las crestas más aéreas".
Sicilia mía no está escrito de una vez: son viñetas trazadas del natural o coloreadas por la distancia entre los años cuarenta y los primeros ochenta. Por eso no debe leerse de un tirón, sino a pequeños sorbos, saboreando el deslumbramiento que al autor, y a nosotros, provocan los esperados y los inesperados rincones sicilianos.
El Efebo de Selinunte y la estatua de Mozia protagonizan dos de los capítulos del libro, buena muestra de lo cerca que están arqueología y poesía. El primero, robado y recuperado tras una novelera peripecia, "muestra a Grecia en su momento más fascinante"; la segunda, "extraordinaria y misteriosa", fue descubierta "tendida bajo el suelo como enterrada viva o como la Bella Durmiente del bosque en una isla púnico-fenicia donde no se ha encontrado más estatuas". Inolvidable también el capítulo dedicado a Caravaggio y a la restauración de su "Entierro de Santa Lucía", la santa de Siracusa cuyo cuerpo incorrupto se conserva en Venecia.
La Sicilia de tinta y papel de Cesare Brandi no es menos hermosa ni menos fascinante que la que baña el Mediterráneo, y ese es quizá el mayor elogio que se le puede hacer a un libro de viajes.

sábado, 11 de julio de 2015

Jerónimo Pizarro, Nicolás Barbosa y la poesía portuguesa


Escribiré en el piano. 101 poemas portugueses (antología)
Edición de Manuela Júdice y Jerónimo Pizarro
Traducción de Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa López
Pre-Textos. Valencia, 2015.

Una nueva antología de poesía portuguesa –tan lejos, tan cerca–  es siempre un motivo de celebración. La que han preparado Manuela Júdice y Jerónimo Pizarro limita la selección a 101 poemas y a casi cien poetas. Comienza con una cantiga atribuida a Sancho I o a Alfonso X el Sabio y termina con un poema de Filipa Leal, nacida en 1979. La mayor parte del libro la ocupan los autores del siglo XX y de lo que va del XXI. Salvo en el caso de los nombres estelares de Camoens y Fernando Pessoa, un único poema representa a cada autor.
            La selección tiene mucho de capricho personal, aunque esta haya sido discutida al parecer en grupo. Hay un puñado de poemas que no deberían faltar en ninguna antología de poesía portuguesa junto a otros que suponen una sorpresa para el lector español y más de uno quizá prescindible.
            Los traductores –Jerónimo Pizarro y Nicolás Barbosa López– insisten en la nota preliminar en que han procurado mantener la musicalidad del poema, algo que al parecer no les costó demasiado, “ya que la evidente cercanía entre el portugués y el español admitió ciertas facilidades que no se habrían dado si el original hubiera sido alguna lengua no románica”.
            Pero la celebración, el gozo del lector ante esta nueva muestra de la plural poesía porguguesa dura poco. Termina en cuanto Pizarro y Barbosa López se han de enfrentar a un poema con rima. Para ellos conservar la musicalidad parece consistir únicamente en conservar la rima, sin importarles los retorcimientos o alteraciones que hayan de hacer en el poema.
            Veamos algunos ejemplos. Gomes Leal, en el poema “Lisboa”, dice que es la ciudad que tiene “rios d’águas mais mansas”. Ninguna dificultad en la traducción, ningún falso amigo, la expresión en español es casi idéntica. Pero la versión que nos encontramos es “ríos de aguas más lentos”, no más “lentas” (porque entonces no rimaría con “macilentos”). ¿Pero existe en español la expresión “ríos de aguas”? Existen los ríos de sangre o de lágrimas, pero el agua ya va implícita en la palabra “río”.
            Que Jerónimo Pizarro, que ha aportado nuevos criterios a la edición de Pessoa (más atentos quizás a su valor documental que literario), y Nicolás Barbosa López, un joven traductor colombiano que escribe en varias lenguas, no tienen excesiva competencia en el lengua poética queda patente a cada paso. No parecen tener inconveniente en destrozar, ridiculizar un poema siempre que el resultado sea un texto rimado. Afortunadamente, la mayoría de los poetas contemporáneos prescinden de la rima, y eso salva buena parte el libro, pero cuando la utilizan el desastre está garantizado. La primera estrofa de un poema de António Gedeao dice así: “Sós, / irremediablemente sós, / como un astro perdido que arrefece. / Todos passan por nós / e ninguém nos conhece” (“Solos, / irremediablemente solos, / como un astro perdido que se enfría. / Todos pasan por nosotros / y nadie nos conoce”). Los dos primeros versos los traducen igual (se conforman con mantener la rima asonante con “nosotros”), pero lo siguientes quedan así: “como un astro perdido que se apoca. / Todos pasan por nosotros / y nadie nos evoca”. Un poco más adelante “todos se desconhecem” se convierte en “entre ellos no se evocan”. Habría que citar el “Arte poética” de Verlaine para glosar estos disparates: “O qui dira les torts de la Rime?”
            Pero sería injusto achacar solo a la rima los desajustes de esta traducción. Algunas peculiaridades se explican por tratar de conservan el mismo número de sílabas. Un poema de Afonso Duarte termina con el verso “o amor das coisas remoça”. “El amor de las cosas remoza”, o rejuvenece, se convierte en “lo amoroso lo remoza”.
            Ante esos deliberados destrozos, fruto de una concepción equivocada de lo que deber ser la traducción poética, importan menos los raros casos en que no parece haberse comprendido el original. Hay un soneto satírico de Nicolau Tolentino de Almeida en que una madre le reprocha a su hija, que no le hace caso: “Tu respondes-me assim? Tu zombas disto? / Tu cuidas que por ter pai embarcado, / já a mae nao tem maos?”. Nada que objetar al primer verso: “¿Con que así me respondes? ¿Te hace gracia?”, pero los siguientes no parecen haber sido entendidos: “¿No entiendes que con tu padre embarcado, / me hacen falta manos?”. Quienes no entienden son los traductores. Lo que la madre dice a su hija díscola, antes de darle un manotazo que le destroza el peinado a la moda es “¿Crees que por tener al padre embarcado / la madre ya no tiene manos?”
            André Schiffrin publicó un libro, que fue muy comentado, con el título de La edición sin editores, sobre los males que acarreaba la concentración editorial. Pero también los pequeños editores, en buena parte, han dejado de lado su labor y publican, sin revisión, textos subvencionados. Es el caso de esta antología coeditada con la Casa de América Latina, de Lisboa, y que habría necesitado el visto bueno de un lector competente en poesía de lengua española antes de ser publicada por una editorial prestigiosa.

             

sábado, 4 de julio de 2015

Anna Caballé y el diarismo español


Pasé la mañana escribiendo. Poéticas del diarismo español
Anna Caballé
Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2015.

Nadie podría parecer más adecuado que Anna Caballé, responsable de la Unidad de Estudios Biográficos de la Universidad de Barcelona, para llevar a cabo el estudio de un género, el del diario, íntimo o no, que en las últimas décadas ha alcanzado un gran protagonismo en la literatura española.
            Pasé la mañana escribiendo. Poéticas del diarismo español se estructura en dos partes: el estudio propiamente dicho y un diccionario (que ocupa la mayor parte del volumen) de autores y conceptos.
            La parte más interesante es la segunda, especialmente en algunas modélicas entradas (la dedicada a Manuel Azaña, por ejemplo), pero lo mismo que en la primera se echa en falta un mayor rigor conceptual.
            Comienza la autora con citas de diversos filósofos sobre el “yo postmoderno”, una entelequia que no se sabe cuando empieza ni cuando termina y de la que puede afirmarse cualquier cosa y la contraria. Solo de tarde en tarde nos encontramos con alguna afirmación concreta sobre la realidad histórica y entonces resulta fácil comprobar que Anna Caballé no ha entendido la fundamental diferencia entre “privacidad” e “intimidad”. En “Teoría de la intimidad”, su fundamental contribución al monográfico de Revista de Occidente (julio-agosto 1996) dedicado al tema, señala Castilla del Pino que la privacidad resulta “necesariamente observable, porque, aunque se hagan a solas, son actuaciones exteriorizadas”. La intimidad, en cambio, “posee la propiedad de ser observable solo para el sujeto”.
            Anna Caballé, confundiendo uno y otro concepto, escribe: “Hasta hace pocos siglos lo que los seres humanos particulares pensaban y sentían cada uno era tan transparente para los demás como podían serlo las propias vivencias. Sus pensamientos eran magnitudes públicas y la gente, de las clases públicas a la nobleza, no disponía de espacio que no fueran compartidos, observados, dispuestos a la vista de todos”.
            Nunca, por mucha falta de privacidad que hubiera en otras épocas, los sentimientos y los pensamientos de un ser humano han sido transparentes para los demás. Incluso cuando la familia entera debía dormir en un mismo camastro, lo que cada uno soñaba solo era accesible si el soñador lo contaba. También en la Edad Media, cuando un amante se quedaba ensimismado, el otro debía preguntarle “¿en qué piensas?” y tenía que conformarse con lo que le dijera, no podía leerlo en su frente.
            No menos grave resulta la no distinción entre el diario como documento histórico o psicológico y como género literario. Anna Caballé no parece encontrar diferencias entre el Diario de un testigo de la guerra de África, de Pedro Antonio de Alarcón, y el diario de Leandro Fernández de Moratín. El primero, publicado por entregas en la prensa antes de recogerse en libro, es una obra maestra del periodismo contemporáneo; el segundo, una serie de anotaciones privadas útiles solo para el estudioso o el biógrafo de Moratín.
            A Anna Caballé lo que le interesa fundamentalmente es el diario como documento y por eso se refiere, siempre que se conservan, a los manuscritos originales, en los que importa tanto lo que se dice como el papel o la tinta con que se escriben. Al ser un documento no puede ser alterado, por eso rechaza cualquier tachadura o reescritura posterior.
            Al contrario que en los documentos históricos, en el diario literario, como en los demás géneros literarios, el primer borrador no es más verdadero ni más auténtico que la versión final. Decir lo primero que a uno se le viene a la cabeza, como hacen los adolescentes en sus diarios, no es el mejor modo de decir de la manera más precisa posible lo que uno quiere decir.
            Esa confusión explica que, dentro de la entrada “Censura” de su diccionario, reproche a los diaristas españoles contemporáneos su “autocensura” y su “inmenso silencio” sobre la sexualidad: “una reticencia infinita parece contener a los diaristas y les impide siquiera el intento de explorar su lenguaje para referirse a ella”.
            ¿Sería más verdadero y más auténtico diario el maravilloso Champán y sapos, de José Carlos Llop, si su autor nos detallara cuándo y cómo tiene relaciones con su mujer? La pregunta, así formulada, resulta bastante ridícula, pero esa es la idea que parece tener del diario íntimo una de las máximas autoridades académicas en el tema. Explica ello que trate con tanta displicencia –“notas algo pretenciosas”, “desvaídas, con escasa garra, convicción y profundidad”, “apuntes escuálidos”, “falta de análisis”, “escaso acento personal”– los admirables “Diarios de un pintor” y “Retales de un diario”, de Ramón Gaya, mientras se extiende elogiosamente en otros que no pasan de una curiosidad; sin duda estos últimos le parecen más verdaderos, menos reescritos (o corregidos solo antes de las doce de la noche del día de la fecha, como llega a afirmar).
            A la hora de estudiar los diarios hay que comenzar estableciendo la fundamental distinción entre el diario como género literario y como documento, aunque el segundo vaya firmado por un escritor (nada tiene que ver el diario de Gide, una de sus obras fundamentales, con el de Thomas Mann, una serie de minuciosas anotaciones sin interés literario alguno). Los segundos no están destinados a la publicación, sino a la consulta por parte del historiador o del estudioso, aunque a veces se publiquen; los primeros sí, aunque a veces queden inéditos o tarden en ser editados por razones ajenas al autor. Los segundos pueden no tener en un cuenta al lector, ser un desahogo o una anotación de uso personal; los primeros, como cualquier obra literaria, siempre lo tienen presente y no les resta ni les añade valor el que su edición tenga lugar a los pocos días de la escritura (como los diarios que se anticipan en la prensa: los de González-Ruano, Torrente. Delibes), años después (la mayoría de los diaristas contemporáneos, de Pániker a Trapiello) o póstumamente, como la edición definitiva de los diarios de Gil de Biedma.  
            La erudición, casi siempre admirable (hay algún error, como las referencias bibliográficas de la página 181), de Anna Caballé no va acompañada del adecuado andamiaje teórico (que nada tiene que ver con citar a Sloterdijk o a Heidegger) ni de ideas precisas sobre el género, pero eso no le resta valor como guía de lectura de diaristas poco conocidos a esta benemérita monografía.