sábado, 19 de marzo de 2016

La desfachatez intelectual


La desfachatez intelectual
Ignacio Sánchez-Cuenca
Catarata. Madrid, 2016.

Hace tiempo que colecciono tonterías sobre Internet. Una de mis favoritas es la siguiente: "La televisión era útil para el ignorante porque seleccionaba la información que él podría precisar, aunque fuera información estúpida. Internet es un peligro para el ignorante porque no filtra nada".
            Lo más curioso es que esa desinformada y paternalista opinión (olvida la multiplicidad de canales televisivos, cree que a la gente común hay que protegerla de los riesgos del conocimiento) la formuló Umberto Eco.
            Y no es un caso único. El curioso lector comprueba sorprendido cada semana como muy ilustres escritores pontifican en las páginas de los diarios sobre los más dispares asuntos sin el más mínimo respeto ni al rigor de los datos ni a la coherencia del razonamiento.
            A ese fenómeno, al que estamos cada vez más mal acostumbrados, lo califica muy acertadamente Ignacio Sánchez-Cuenca, en el título de su último libro, de desfachatez intelectual. Lo que él afirma seguramente que muchos lo han pensado (e incluso lo habrán dicho anónimamente en algún foro de Internet), pero solo él se atreve a afirmarlo en las páginas de un libro y con nombres y apellidos. A Gustavo Bueno, por ejemplo, lo considera "la encarnación misma del energúmeno". No le niega "inteligencia y conocimiento portentosos", pero sus libros últimos sobre la televisión, la democracia, el nacionalismo, las izquierdas "son volúmenes mayormente ilegibles, llenos de ideas absurdas y disparates reaccionarios, que reflejan con suma precisión los estragos del aislamiento intelectual".
            No se piense, por estas y otras afirmaciones al paso  (como la referencia al "matonismo verbal" de Pérez-Reverte), que nos encontramos ante un panfleto. Sánchez-Cuesta ejemplifica y trata de razonar sus afirmaciones. El análisis que realiza del libro de Muñoz Molina Todo lo que era sólido, tan unánimemente aplaudido, resulta en este sentido ejemplar. Muñoz Molina presume de que es la suya una escritura que ha aprendido en el New Yorker o en el New York Times, "el respeto estricto por los hechos, la necesidad de comprobar al máximo la veracidad de cada cosa que se decía". Pero en sus elucubraciones hay más autobiografía y abusivas generalizaciones, empalagosa quejumbre, que análisis objetivo de las razones de la crisis.
            El terrorismo, el nacionalismo y la crisis son los tres asuntos que centran el libro de Sánchez-Cuenca. Savater, Jon Juaristi y Félix de Azúa, tres de los principales protagonistas. También ocupa un lugar destacado Vargas Llosa, uno de los principales panegiristas de Esperanza Aguirre (a quien llegó a calificar como "la Juana de Arco del liberalismo"), incluso cuando sus colaboradores iban siendo imputados uno tras otro y callando que esa campeona del liberalismo financió con dinero público, a través de la fundación Arpegio, su carrera hacia el Nobel.
            No se ocupa mucho de Juan Manuel de Prada, quizá porque lo considera una presa demasiado fácil, pero todas sus intervenciones son estelares. Considera, por limitarnos a un ejemplo, los cuadernos de caligrafía Rubio como lo más decisivo en la formación de varias generaciones de españoles y "expulsar la caligrafía de las escuelas" poco menos que la causa de la decadencia del mundo contemporáneo.
            Leemos a Sánchez-Cuenca y respiramos aliviados: no somos los únicos que consideramos que una tontería es una tontería, la firme Umberto Eco, Javier Marías (el que afirmó que escribe a máquina sus artículos porque le gusta corregir a mano, sin haberse enterado al parecer de que existen las impresoras) o Félix de Azúa, cuyo creciente furor antinacionalista va acompañado de un cada vez mayor desdén por el mínimo rigor intelectual.
            Pero con los disparates de los intelectuales de cierto renombre pasa exactamente igual que con los de Donald Trump o los de los participantes de El gran hermano: cuanto mayores son más eco encuentran en la audiencia. Los directores de los periódicos y los programadores de televisión lo saben. A veces da la impresión de que los análisis políticos o sociales de nuestros intelectuales forman parte de la industria del entretenimiento o que solo son un desahogo del fin de semana.
            ¿Quiere esto decir, como afirma Sánchez-Cuenca, que hay un exceso de literatura en los periódicos? No estoy yo muy de acuerdo con ello. En las publicaciones periódicas, desde sus comienzos, no se ha publicado solo lo que llamamos periodismo; el cuento o el poema encuentran incluso en ellas un ámbito más propicio que el libro. Lo que ocurre es que literatura de no ficción, como la crónica, no pueden tomarse las libertades de la literatura de ficción.
            Haber escrito importantes novelas, admirables poemas o profundas indagaciones filosóficas (en el caso de haberlo hecho, que no siempre es así), no garantiza que nuestras opiniones, enunciadas a vuela pluma y sin mayor reflexión, aunque estén redactadas con primorosa caligrafía, valgan más que las del tendero de la esquina (a menudo mucho más sensato).
            Ignacio Sánchez-Cuenca nos ayuda a no dejarnos deslumbrar por el brillo de los nombres propios. Y añade a la particular colección de disparates de cada lector de prensa alguna insuperable perla como la afirmación de Fernando Savater de que cualquier parado cambiaría su vida por la del toro de lidia: con gusto aceptaría que le torturaran públicamente antes de asesinarle con premeditación y alevosía con tal de haber llevado antes una vida libre y regalada. En España se pueden decir tales cosas y seguir siendo considerado un intelectual prestigioso.

sábado, 12 de marzo de 2016

Sender y Casas Viejas: De nuevo aquel horror


Viaje a la aldea del crimen
Ramón J. Sender
Libros del Asteroide. Barcelona, 2016.

¿Pueden unas crónicas periodísticas derribar un gobierno, hacer tambalearse a un régimen? Ramón J. Sender se vanaglorió siempre de haberlo conseguido con los artículos sobre los sucesos de Casas Viejas que fue publicando en el diario La Libertad y que reunió luego en el volumen Viaje a la aldea del crimen, que ahora se reedita.
            En enero de 1933, aún no hacía dos años que se había proclamado la República, se anunció un levantamiento anarquista, que fracasó por la descoordinación de los organizadores y por la eficaz intervención gubernamental. Pero en Casas Viejas, una pequeña población gaditana, los rebeldes atacaron el cuartel de la Guardia Civil y luego se hicieron fuertes en la cabaña de uno de los anarquistas, apodado Seisdedos. Mataron a uno de los guardias de asalto que se acercó a parlamentar y, tras resistir todo lo que pudieron, murieron acribillados o en el incendio de su refugio.
            Eso es lo que sabía Azaña cuando fue interpelado en el Parlamento pocos días después; por eso respondió que en Casas Viejas ocurrió lo que había tenido que ocurrir. Pero había ocurrido algo más, como pronto desvelarían los periodistas que se acercaron hasta el lugar de los hechos, uno de los primeros, Ramón J. Sender, que se desplazó en avión hasta Sevilla.
            Incendiada la choza de Seisdedos, muertos sus ocupantes, huidos del pueblo los otros anarquistas, el capitán al frente de los guardias de Asalto, ordenó ir casa por casa y detener a todos los hombres que se encontraran; luego los llevó hasta los restos humeantes de la cabaña y allí dispararon casi a quemarropa sobre ellos. Fue un múltiple asesinato a sangre fría.
            Ramón J. Sender lo contó, y de muy eficaz manera. Pero a él no le interesaba encontrar culpables –ni siquiera nombra al capitán Manuel Rojas– porque antes de desplazarse al lugar ya sabía quién era el verdadero culpable. Su libro termina con este alegato: “He aquí, en pocas líneas, la conducta de la República ante los hechos: el Parlamento apoya y justifica al Gobierno, el Gobierno disculpa, rehabilita y defiende a las fuerzas represoras –Guardia Civil y de Asalto–. Estas han asesinado a los campesinos hambrientos de Casas Viejas, defendiendo a los terratenientes feudales, monárquicos”.
            Pero Ramón J. Sender mentía y pronto habría constancia de ello. Nunca rectificó como no rectificaron los que atribuyeron a Azaña la frase de “ni muertos ni heridos, los tiros a la barriga” que apareció en portada en el diario ABC. Sobre aquellos sucesos se creó una comisión de investigación en el Parlamento y luego hubo dos juicios, en 1934 y en 1935. En el segundo, fue incluso llamado a declarar Azaña, ya entonces en la oposición. A Manuel Rojas se le condenó a muchos años de cárcel; fue liberado y rehabilitado por los rebeldes del 36 y aplicó eficazmente durante la represión en Granada las mismas técnicas que en Casas Viejas.
            Al gobierno de Azaña, y al régimen republicano, no le hicieron daño los ataques de la prensa de derechas, sino los de cierta prensa de izquierdas que se alió con ella para acabar con la República “socialista y burguesa”. Hoy sabemos con claridad lo que ya se sospechaba entonces: que en buena parte eran los mismos perros con distintos collares, o que eran distintos perros pero azuzados por la misma mano. La Libertad, el agresivo diario de izquierdas para el que trabajaba Sender, era propiedad de Juan March, lo mismo que Informaciones, el diario de ultraderecha próximo al fascismo (“la jaca del contrabandista” lo llamó Prieto). Y La Tierra, el periódico anarquista que más duramente atacó al gobierno, tenía la misma fuente de financiación. Pedro Sainz Rodríguez ha contado en sus memorias cómo él mismo le daba el dinero y las instrucciones al director e incluso redactaba algunos de los furibundos artículos ácratas.
            A las derechas y a las izquierdas antirrepublicanas, en aquellos tristes días, no le interesaba condenar a los responsables del crimen, sino acabar con el gobierno. La línea de defensa de Manuel Rojas y sus cómplices era que habían cumplido órdenes, y no órdenes de cualquiera: primero se habló del director de Orden Público, luego del ministro de Gobernación y finalmente del propio Azaña. Órdenes verbales, por supuesto, y sin testigo ninguno. En el juicio –durante la propia República– se desmontaron esas patrañas, en las que intervino muy activamente Alejandro Lerroux, la gran apuesta de Juan March, entonces en la cárcel, para reconducir la República de acuerdo con sus intereses. Sender no pudo conocer los diarios de Azaña robados en Ginebra en 1937, manipulados y secuestrados por el franquismo, y que no se dieron a conocer hasta 1997. En ellos cuenta una entrevista con Manuel Rojas celebrada el 1 de marzo de 1933. Pregunta directamente Azaña: “¿No registró usted las casas, no hizo prisioneros y los mandó fusilar en casa de Seisdedos?”. La respuesta: “No, señor; es falso, es falso. Hicimos prisioneros y los entregamos al juzgado”.
            Sender no pudo conocer cómo se fue enterando Azaña de la verdad de esos sucesos y de la conmoción que le produjeron, según refiere en sus diarios. Pero sí pudo darse cuenta –el juicio de 1934 tuvo amplia repercusión en la prensa– de que su contundente “yo acuso”, su Viaje a la aldea del crimen, era parte de una interesada operación política. No rectificó, sin embargo. Pocos lo hicieron y aún hay quienes creen hoy aquellas patrañas. En el libro El caso Casas Viejas, de 2012, Tano Ramos analizó los hechos y ofreció la documentación pertinente para que cada uno saque sus propias conclusiones.
            El libro de Ramón J. Sender es, además de una excelente obra literaria, un punzante documento sobre la Andalucía del hambre y un eficaz panfleto financiado por quien no tardaría en convertirse en el mecenas por excelencia de la cultura española: un contrabandista llamado Juan March, el último pirata del Mediterráneo.

sábado, 5 de marzo de 2016

Julio Camba, oro y calderilla


Tangos, jazz-bands y cupletistas
Edición e introducción de Pedro Ignacio López
Prólogo de Javier Jiménez
Fórcola. Madrid, 2016.

Las hemerotecas están llenas de libros que esperan la mano y la voz del editor que les diga levántate y anda. Buena parte de la literatura de los siglos XIX y XX, como es bien sabido, se publicó antes que en libro en los periódicos: desde los relatos de Clarín hasta los ensayos de Ortega. Algunas de esas obras –casi todo Azorín, buena parte de Unamuno, Ferlosio o Savater– la recogieron en volumen los propios autores; otras quedaron como cosecha póstuma.
            Sorprendente resulta el caso de Julio Camba. Fue solo escritor en la efímera prensa diaria. Sus primeras recopilaciones de artículos –Alemania, Londres, Un año en el otro mundo– alcanzaron un éxito inmediato y le convirtieron en uno de los autores más leídos y admirados en los años previos a la guerra civil. Luego, hasta su muerte en los años sesenta, siguió escribiendo, pero cada vez menos y cada vez con menor interés. Su muerte lo llevó al purgatorio de las librerías de viejo.
            De ahí lo han sacado editores como Abelardo Linares, de Renacimiento, o Javier Jiménez de Fórcola. En los últimos años se han publicado tantos libros nuevos –o seminuevos– de Julio Camba como los que él publicó en vida. Y la cantera no parece haberse agotado todavía.
            Pedro Ignacio López, autor de una biografía de Camba, El solitario del Palace, reúne ahora casi un centenar de artículos, publicados entre 1905 y 1961, relacionados, a veces muy vagamente, con la música. En uno de esos artículos, encontramos esta rotunda afirmación: “Yo soy una persona inteligente que carece de sensibilidad musical. A mí me tocan ustedes Mozart o Beethoven, Bach o Wagner, y es inútil. Todos los gestos que yo haga, todas las actitudes estéticas que yo tome serán pura cortesía. En el fondo me aburro como una ostra”. Exageraba Camba, pero quizá no demasiado. Terminaba el artículo –escrito en Berlín poco antes de la Gran Guerra– diciendo que probablemente era la única persona en Alemania a la que le ocurría tal cosa, pero que no era demasiado grave porque había países enteros, como Inglaterra, en el mismo caso.
            La música que suena en las páginas de este libro es sobre todo música popular, y de esa música lo que más le interesa a Camba son sus alrededores: lo suyo es el irónico costumbrismo, no la crítica musical.
            Las crónicas más antiguas nos llevan al mundo de Luces de Bohemia y son quizá las que mayor interés conservan hoy para nosotros. La historia que se nos cuenta en “La Camelia y el rajah” la conocíamos por las memorias de Pío Baroja o por el libro Gente del 98 de su hermano Ricardo: el cuento de hadas en que una bailarina malagueña, Anita Delgado, acaba casándose con un príncipe indio. El maharajá de Kapurtala, que había venido a España como invitado a la boda de Alfonso XIII, buscaba solo una aventurilla con la bella bailarina, pero la eficaz intervención de Valle-Inclán hizo que el asunto acabara en boda. Ese final feliz no fue el final de la historia como nos ha contado Javier Moro en Pasión india.
            Tangencialmente relacionados con la música están muchos de estos artículos, pero no por ello carecen de interés. A la muerte de Leopoldo II, uno de los grandes genocidas de la historia, escribe: “Cada mes, el rey Leopoldo se pasaba en París de quince a veinte días con sus correspondientes noches. Se le veía en las terrazas de los cafés como un parroquiano cualquiera. Por eso dicen que era un rey demócrata. Era demócrata en París, constitucional en Bélgica y absoluto en el Congo. No se puede imaginar un rey más tiránico de los negros ni un esclavo más humilde de las blancas”. A una de sus amantes, la bailarina Cléo de Merode, la conoció Camba: “Fui a visitarla al hotel Inglés, donde se hospedaba, y me produjo una impresión muy agradable. Pero en aquella época yo era un chico y no sabía que aquellos dientes tan blancos de la Cléo habían masticado carne de negros”. Leemos este artículo frívolo sobre el hombre que creó el infierno al que viajó Conrad en El corazón de las tinieblas y no podemos dejar de pensar en la fórmula que acuñaría Hannah Arendt años más tarde: “la banalidad de mal”. Y la capacidad del mundo civilizado para mirar hacia otra parte cuando gente muy civilizada comente los mayores crímenes.
            Era un tiempo, el de Camba, en que la música no se escuchaba cotidianamente en las casas, sino en los cafés. “¿Y cómo deber ser la música de los cafés?”, se pregunta en un artículo. “Como la literatura del periódico: fácil, amena y digestiva”, se responde. Y luego establece una comparación entre el café y el periódico: “Ambas instituciones tienen un espíritu igualmente democrático”.
            Resulta curioso leer hoy lo que eran los café y los periódicos de hace cien años. Afirma Camba que los escritores de periódico, como los músicos de los cafés, deben renunciar a ser completamente geniales si no quieren morir de inanición. Esa idea, que se ha repetido mucho (González-Ruano hablaba de que en la calderilla del artículo desperdiciaba el oro de su talento), no es enteramente cierta y Camba, como antes Larra (o el propio Ruano, cuyas obras “mayores” –novelas, poemas– valen poco), lo ejemplifica cumplidamente.
            Claro que también hay calderilla, caedizas hojas secas, en estas páginas. Es el riesgo de pretender ser exhaustivo. El libro no habría perdido nada si se prescinde de los últimos artículos, escritos cuando ya Camba tenía tan poco que decir que se copiaba a sí mismo, como Pedro Ignacio López se encarga de demostrar reproduciendo en varias ocasiones textos casi idénticos publicados con treinta o cuarenta años de distancia.
            El prólogo autobiográfico del editor y la introducción de Pedro Ignacio López, una erudita indagación sobre tres melodías populares, añaden interés a un volumen que aúna frivolidad e inteligencia, el encanto de las fotografías antiguas y la inagotable seducción del viejo periodismo.