sábado, 30 de septiembre de 2017

Pablo Anadón, poesía y verdad


Hostal Hispania. Poesía 2009-2014
Pretextos. Valencia, 2017.

No es un diario Hostal Hispania, pero podría serlo. El diario de una catástrofe, no por frecuente menos dolorosa: una ruptura familiar, el brusco abandono, en torno a los cincuenta años, de un hogar y unas costumbres que se creían para siempre.
            Pablo Anadón (Córdoba, Argentina, 1963), acercándose en esto a los poetas que confunden el verso con el desahogo sentimental, no elude la anécdota. Léase, por ejemplo, el poema “Casa”, que al margen de su perfección formal, de su cuidada y tácita orfebrería, conmueve por lo que cuenta, sobre todo a tantos lectores que han vivido una situación semejante: “Después de un día juntos, por la noche, / cuando deja a los hijos en su casa, / la casa que también fuera su casa, / el padre los observa desde el coche”.
            El poema siguiente, “La visita”, ofrece una variación del mismo asunto: “Ya no es su casa la que fue su casa. / Ha pasado la tarde con sus hijos / en ella, y se ha sentido en ella extraño / entre las mismas cosas conocidas. / No está el azúcar donde un tiempo estaba; / pidió permiso para hacer un té / (así deben sentirse los ancianos / que la piedad filial acepta en casa)”.
            En Hostal Hispania la poesía de Pablo Anadón bordea peligrosamente la falacia patética en Hostal Hispania (el título, que se repite en varios poemas, parece aludir al lugar en que se fue a vivir tras el abandono del hogar familiar); más de una vez puede darnos la impresión de que es el tema, y no el poema, lo que nos hace leerlo con un nudo en el corazón.
            Él es consciente de que podría hacérsele ese reproche y responde en “Razón de ser”: “Que otros sigan haciendo divertidos / malabarismos con la poesía; / da gusto verlos con sus coloridos / versos sin duelo, sin melancolía, / jugando al juego de olvidar la vida”.
            Pero esta poesía tan directa, tan llena de detalles realistas, de estampas familiares, es una poesía muy ligada a la métrica tradicional y eso la hace extraña hoy, no solo a la poesía argentina (donde Pablo Anadón, como Alejandro Bekes, a quien dedica el libro, juega estar al margen), sino a la poesía española en general.
            Abundan los sonetos, hay un poema en pareados a la manera que popularizaron Rubén y Lugones y otro en tercetos encadenados. El utilizar las mayúsculas al comienzo del verso, según la antigua costumbre que entorpece un tanto la lectura, me parece que cumple la misma función de distanciamiento. Se trata de subrayar lo que el libro tiene de obra de arte –y por tanto de artificio– y no de simple desahogo.
            Lo consigue plenamente en un puñado de poemas que no condescienden con la queja, que aciertan a trascender la anécdota para convertirse en una meditación sobre el destino humano. Lo consiguen también los poemas en los que el paisaje resulta protagonista. A menudo son estampas de suburbio, que nos recuerdan a Fernández Moreno (citado en algún poema); otras, como en “Desde las altas cumbres”, nos describen la geografía argentina en torno a su Córdoba natal. Varios de estos textos –“Un alto en el camino”, “Una hoja seca”– tienen un empaque unamuniano.
            El mejor Pablo Anadón aparece en poemas como “Deriva”, “Hacia el sur” o “Far South”, en los que la anécdota se reduce al mínimo y que logran que el paisaje se convierta en un estado del alma y el autorretrato –Anadón justa de presentarse fumando, bebiendo café y escribiendo en la terraza del bar de siempre– en un retrato del lector y una indagación en los enigmas del destino humano.
            Los poemas más discutibles –el caso de “La almohada” o de “El cepillo violeta”– nos traen a la memoria el sentimentalismo postmodernista (o posbecqueriano). “Hallé sobre la almohada, / como en otras mañanas del pasado, / uno de tus cabellos, / largos, densos y oscuros”, leemos en el primero de los citados.
            Hay algunas referencias culturalistas, pocas, en Hostal Hispania y casi todas ligadas a la propia biografía: “Releyendo a Vittorio Bodini” y “Palabras para Alfonso Berardinelli”, por ejemplo, aluden a los años juveniles pasados en Italia (Anadón, de origen italiano, como tantos argentinos, es un excelente traductor y estudioso de la poesía italiana).
            Hostal Hispania, un libro en el que no escasean los poemas memorables, a ratos nos da la impresión de volar en exceso pegado a la biografía sentimental del autor, pero ello no lo hace menos lúcido ni menos desasosegante. El lector, mientras cree escuchar ajenas confidencias, “piensa en su vida, que también se apaga, / se hace sombra, y silencio, y lejanía”.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Aurora Bernárdez, la mujer invisible


El libro de Aurora
Textos, conversaciones y notas de Aurora Bernárdez
Edición de Philippe Fénelon y Julia Saltzmann
Alfaguara. Madrid, 2017.

Hasta hace bien poco resultaba frecuente escuchar la frase “detrás de todo gran hombre, hay una gran mujer”, dicha siempre –y eso es lo que más nos sorprende hoy– con intención elogiosa hacia las mujeres. La mujer, por mucho talento que tuviera, debía colocarse en el matrimonio unos pasos más atrás que el marido, no hacer sombra, convertirse en una eficaz secretaria y ayudante para todo.
            Aurora Bernárdez, que nació en Buenos Aires en una familia de origen gallego, era hermana del poeta Francisco Luis Bernárdez, que marcó el regreso al orden  –liras, odas, sonetos– tras la aventura vanguardista; en 1948 conoció a Julio Cortázar, un joven escritor que ya había demostrado su talento con el cuento “Casa tomada”.
            En 1952, marchó con Cortázar a París, donde se casaron y se ganaron la vida como traductores. El prestigio de Cortázar fue creciendo progresivamente, mientras que Aurora guardaba sus textos en un cajón y se centraba en las traducciones, ese trabajo perfecto para quien no le importa demasiado pasar desapercibido.
            Incluso ya separados, siguió estando al servicio del gran hombre y, tras su muerte (le sobrevivió veinte años), fue la más eficaz y puntillosa albacea.
            Lo que queda de su trabajo literario se reúne en un volumen misceláneo, El libro de Aurora, que vale sobre todo por su valor documental, por el retrato que nos ofrece de una mujer inteligente y laboriosa, acostumbrada y gustosa al segundo plano.
            La literatura, cuando no es excepcional, envejece peor que la simple anotación memorialística. Los poemas de Aurora Bernárdez se lee con agrado –están escritos con emoción, distanciamiento y sin énfasis retórico–, pero al cerrar el volumen recordamos menos sus versos que la nota que pone al pie de uno de ellos: “Mi abuela era costurera en San Amaro, provincia de Pontevedra. Sus cuatro hijos emigraron a la Argentina en los primeros años del siglo XX. Una de sus hijas, con dos niños pequeños y un tercero por nacer, pierde a su marido, dueño de un almacén de ultramarinos situado en el centro de Buenos Aires. Queda ella, temporalmente, a cargo de la caja y de vigilar a los dependientes, y un día ve entrar a una mujer curiosamente vestida, como una paisana. Le pregunta: ¿Qué desea, señora? La mujer le contesta: ¿No me reconoces? Vengo porque pensé que me necesitabas.”
            De las notas de viaje, destacan dos que podrían haberse convertido en espléndidos relatos. La primera, de 1956, nos traza un aguafuerte de la España negra, con su final sorpresa: el santurrón de ojos azules con el que se encuentran una y otra vez en la catedral de Santiago resulta ser un criminal nazi.
            La segunda nota viajera, de 1989, tiene más que ver con el esperpento. Visitan el sur de España y en Sanlúcar de Barrameda se alojan en el palacio de Medina Sidonia. A su anfitriona la conocieron “en condiciones un poco desconcertantes: en lo alto de la escalera oímos tirar de la cadena de un váter y vimos salir del reducto a la propia duquesa”.
            Las notas de los cuadernos de Aurora Bernárdez tienen la gracia de lo inacabado, pero a veces nos dejan una impresión de poquedad e insuficiencia; son lo que queda de alguien que deliberadamente –por timidez, por respeto– no quiso dejar desarrollar su talento.
            “Nunca me fue mal” se titula la extensa entrevista con el compositor Philippe Fénelon, su amigo de los últimos años, que cierra el volumen. En ella nos cuenta su infancia, evoca un mundo desaparecido, se ocupa ampliamente de quien fue su marido, Julio Cortázar, a cuyo lado volvió para cuidarle en los últimos meses de la enfermedad.
            “¿El tiempo borra los malos recuerdos?”, le pregunta el entrevistador. “No todos –responde–. Hay recuerdos malos que sobreviven, otros no, otros se pierden, se borran, uno ya no sufre recordando. Pero hay cosas que sí hacen sufrir, hacen sufrir y mucho. A mí me sigue haciendo sufrir la muerte de Cortázar”.
            Hay otra cosa que le hace sufrir, pero no se refiere en ella a la entrevista. La cuenta en uno de los cuentos, “Arrancada”, que por sí mismo justificaría el volumen. Bajo la máscara de la ficción, pero una ficción transparente, cuenta cómo el éxito fue progresivamente alejando de ella al escritor, cada vez más rodeado de admiradoras, cada vez más dedicado a la vida pública y al activismo político mientras ella iba quedando reducida al papel de ama de casa. Eran los años sesenta, ya había aparecido Rayuela, ya había publicado Cortázar lo mejor de su obra cuando “pasó de la melancolía del solitario, confortada por las lecturas, los viajes y la música, a la exaltación de la historia contemporánea, de la camaradería, de la esperanza”. La artífice de esa transformación tenía un nombre, Ugné Karvelis, la agente de Cortázar en Gallimard, que pronto se convertiría en su compañera sentimental. Cuando se refiere a ella, “a su oportunismo, a su cinismo disimulado”, Aurora Bernárdez olvida los disimulos de la ficción y la nombra con sus iniciales U. K.
            Aurora Bernárdez, la mujer invisible detrás del gran hombre, nos muestra en este libro a la escritora que pudo haber sido y no fue. Queda el personaje, la novela de una vida que –como tantas– no pudo vivirse en plenitud.

viernes, 15 de septiembre de 2017

José Luis Piquero, enemigo íntimo

J

Tienes que irte
Isla de Siltolá. Sevilla, 2017.

De un poeta verdadero no se espera que nos sorprenda en cada nuevo libro con audaces cambios de rumbo y cotinuas novedades. A partir de Las ruinas, de 1989, José Luis Piquero ha ido construyendo una poesía de la marginalidad y el desencanto, a la vez muy confesional y muy apegada a la tradición literaria, de tan extremado realismo como sugerente simbolismo.
            Autopsia fue el título que dio a la primera recopilación de su poesía, pero lo que él hace es menos una autopsia que una vivisección. Su implacable bisturí se aplica sobre cuerpos vivos: el suyo propio, el de sus sucesivas parejas, el de sus amigos, y siempre sobre el de nosotros, los lectores. Por eso su obra es hiriente y breve, dolorida e inolvidable.
            Desde el principio, José Luis Piquero ha utilizado un procedimiento, el monólogo dramático, que aprendió de Luis Cernuda. Como él, y al contrario que Robert Browning, lo ha utilizado más como una máscara que transparenta su verdadero rostro que como un modo de contar otras vidas, de ver la vida con otros ojos.
            Sus máscaras suelen proceder de la tradición cristiana y de la tradición clásica. “Respuesta de Lázaro” se titula el primer poema. Ya Cernuda hizo hablar al Lázaro resucitado en un poema de Las nubes. Resulta muy ilustrativo releer ese poema junto al de Piquero. La retórica cernudiana, tan artificiosa a ratos, ha sido sustituida por un acentuado coloquialismo. “No merece la pena, no te empeñes. / Yo ya he cumplido e iba a disolverme, tan contento”, comienza. A pesar del cambio de tono, hay una referencia directa a versos de Cernuda. “La gente es tan extraña… / Años llevo intentado comprenderla”, leemos en Piquero; “No comprendo a los hombres. Años llevo / de buscarles y huirles sin remedio”, escribe Cernuda en “A un poeta futuro”.
            El uso de las expresiones coloquiales, vulgarismos incluidos, es una de las características de la poesía de Piquero, que puede parecer próxima a lo que se ha dado en llamar “realismo sucio”, a la de los herederos de Carver y Bukowski. Pero él añade algo que esos otros poetas realistas desdeñan: la métrica tradicional. Sus poemas están escritos en el mismo verso libre impar (heptasílabos, endecasílabos, alejandrinos, algún pentasílabo) que introdujo en la poesía española, ahora hace un siglo, Juan Ramón Jiménez con su Diario de un poeta recién casado. Los encabalgamientos, las elipsis, los cambios de registro hacen, sin embargo, que estos versos nos suenen de otra manera: la música va por dentro, elude el sonsonete de la versificación tradicional.
            Contrasta también el lenguaje directo con el hermetismo de muchos de estos poemas, a veces tenemos que leer más de una vez para saber de qué se nos habla. El autor ha querido darnos algunas indicaciones en la nota final, que quizá orienta tanto como desorienta: no parece que haya mucha relación, al contrario de lo que él dice, entre “El día libre del diablo” y “Lázaro otro”, del libro anterior, Un fin de semana perdido.
            Hay humor, abundante humor, en un libro que no desdeña los efectos patéticos. Un ejemplo, “Insectos”, esa personal variante de uno de los más conocidos poemas de Hijos de la ira; otro, “Matrimonio”, con su manifestación de Dios, o el misterio del mundo, en la ducha.
            El poema titulado escuetamente “Él” utiliza un procedimiento que toma de Felipe Benítez Reyes, a quien está dedicado. Poco a poco adivinamos que está hablando de Dios, un personaje del que “mejor no preguntar / a los curas: son parte. / De las beatas y de los poetas / no sacaremos nada. / Y todos esos libros, / bueno, son divertidos, con tanto asesinato”. Esta alusión a la Biblia ilustra bien el desenfado oral, con sus anacolutos, que José Luis Piquero utiliza en sus poemas.
            Junto a la historia sagrada y las referencias clásicas (hay una “Carta del Cíclope” dirigida a Ulises, un Cíclope, por cierto, que más parece Dido), recurre Piquero a la cultura popular: el mito de Elvis Presley, las abducciones alienígenas, las desapariciones en el triángulo de las Bermudas. A propósito de “El abducido” nos indica que tiene que ver con un poema de Monstruos perfectos, “Noches a solas con los amigos de antes”, mucho más explicito y divagatorio: “Te juro que de noche vienen a verme todos / aquellos que he engañado a lo largo del tiempo”.
            A los cuentos tradicionales remiten “Hansel & Hansel”, una amarga revisión del tema del doble, y “La despedida del fantasma” (Juan Lamillar tiene un poema con el mismo título), punto y aparte en una historia de amor que forma un díptico con “La visita”.
            En ocasiones, José Luis Piquero da una vuelta de tuerca al protagonista de sus poemas y lo convierte en psicópata o sociópata; él dice que algunos de sus poemas “simplemente le dan miedo”, también a nosotros, miedo y una cierta repulsión (“Postmortem”, “Quemaduras”).
            A veces, le basta una anécdota banal y cotidiana (el arreglo de un electrodoméstico) para conseguir un espléndido poema sobre la inutilidad de la cultura, de cierta cultura (es lo que ocurre en “Noli me tangere”).
            El monólogo que caracteriza a estos poemas se hace diálogo en “La oscuridad”, pero no por eso deja de ser un monólogo del autor consigo mismo, como los mejores poemas de un libro que no se puede leer de un tirón, que parece atraer y repeler con igual fuerza, un libro intenso y áspero y quizá no apto para todos los paladares. 

sábado, 9 de septiembre de 2017

Ignacio Agustí y los colaboracionistas catalanes


Ningún día sin línea
Artículos y crónicas literarias
Ignacio Agustí
Edición de Irene Donate
Fórcola. Madrid, 2017.

La primera edición de Ningún día sin línea, aparecida en 2013, cuando se cumplía el centenario del nacimiento de su autor, Ignacio Agustí, llevaba el subtítulo de “El catalanismo español”. Ahora, que parece más necesario que nunca, ha desaparecido. No resulta demasiado difícil encontrar la razón.
            A Ignacio Agustí, hoy olvidado, se le debe uno de los grandes éxitos de la novela de postguerra, Mariona Rebull, éxito pronto multiplicado por la versión cinematográfica. Azorín le dedicó un resonante artículo en el que anunciaba: “Por fin tenemos un novelista”.
            Ignacio Agustí, como tantos otros representantes de la burguesía catalana, en la hora crucial de 1936, prefirió dejar de lado sus sentimientos catalanistas y ponerse al lado de quienes pretendían mantener el orden tradicional. Tras abandonar Barcelona en un barco alemán, volvió por Lisboa a la zona rebelde y en Burgos, junto con otros catalanes, fundó la revista Destino, patrocinada por la Falange.
            La historia de esa revista, una de las más significativas de la época, es bien conocida. Pronto se apartó de sus orígenes para defender un liberalismo y un catalanismo templados. Ignacio Agustí, tras contribuir decisivamente a la creación de la editorial Destino y del premio Nadal, se apartó de ella, por discrepancias con Josep Vergés, otro de los fundadores.
            Desde muy pronto, creyó en la solución monárquica. Tras una inicial aproximación a don Juan de Borbón, fue un decidido partidario de la monarquía franquista representada por el príncipe Juan Carlos. Él es el autor de uno de los primeros reportajes laudatorios del todavía tácito heredero, muy cuestionado por los medios falangistas, “Don Juan Carlos besa la bandera”, obligatoriamente inserto, el 25 de enero de 1956, en prácticamente toda la prensa nacional.
            En 1962, Manuel Fraga Iribarne, flamante ministro de Información y Turismo que pretende darle un nuevo aire al régimen, se fija en Ignacio Agustí y decide hacerle su hombre en Cataluña. Han cenado juntos, han congeniado y el ministro le pide que le escriba un informe sobre lo que se podría hacer en una región que, en buena medida, no dejaba de sentirse “ocupada”, no “liberada”, por el régimen del 18 de julio. Agustí le expuso la necesidad de crear en Cataluña un periódico oficioso del gobierno.  El ministro le hizo caso y, tras probarle como director del semanario El Español, creación de Juan Aparicio, le concede la autorización (y en parte la financiación) para lanzar un nuevo diario en Barcelona, el primero que aparecía en España desde 1940. El nombre del periódico, Tele/eXprés, ya expresaba su intención de ser distinto, más moderno y atractivo (incorporaba el color), de no parecerse a la prensa del Movimiento, de llegar a la juventud. Ignacio Agustí –quien, en principio, no figura como director– publica una columna diaria, bien representada en esta antología.
            No habla en ella de política, pero cuando lo hace en seguida se nota “la voz de su amo”. En mayo de 1966, un grupo de sacerdotes redacta una carta de protesta por las torturas infligidas a un estudiante y pretende entregarla en mano, tras marchar pacíficamente por la Via Layetana, en la Jefatura de Policía. Una violenta marcha policial les impidió hacerlo. Ignacio Agustí se burla de los manifestantes en un artículo, “La procesión política”, en el que los llama “bonzos incordiantes” y otras lindezas. Ese artículo desencadena un movimiento de protesta contra el periódico.
            Como compensación a su papel de defensor de la España oficial, a Ignacio Agustí se le concede permiso para publicar un semanario en catalán, Tele-Estel, el primero que se autoriza tras la guerra civil. Pocos años antes, en un violento artículo de El Español, había arremetido contra quienes pedían la enseñanza del catalán y periódicos en catalán porque los quieren para poder decir cosas como “democracia” o “situación real de dictadura”. Ahora con Tele-Estel pretende demostrar que la lengua catalana puede usarse también para otros fines (aunque él dejó de usarla literariamente en 1936).
            Ingacio Austí, más que un representante del catalanismo español, que lo hay, y con figuras muy destacadas, puede ser considerado como un “colaboracionista”, en el sentido que ese término adquirió en la Francia de Vichy.
            Irene Donate estudia su trayectoria vital y literaria en el amplio prólogo de Ni un día sin línea, más de cien páginas, que tiene todas las virtudes y las limitaciones de la crítica académica. A la hora de seleccionar sus artículos no acierta a distinguir entre los que siguen vivos y aquellos otros que solo son un documento de época. En la sección que ella denomina “Intimismo” se encuentra lo más valioso del volumen (habría que añadir el que inicia “Costumbrismo”). Los años de la censura, del control político de la prensa, son paradójicamente los mejores para un cierto tipo de periodismo, el que representan González-Ruano, Sánchez-Mazas y tantos colaboradores de la tercera de ABC.
            Irene Donate podía haberse limitado a darnos una muestra de ese periodismo literario, intimista y lírico, costumbrista y evocador. Su minuciosidad académica la lleva a incluir una muestra de los que son simple papel mojado, perecedera palabrería (toda la breve primera sección). El interés de otros no es literario, sino sociológico. En 1962, y en la revista Triunfo, nos habla de “la liberación de unos pueblos que seguirán marcados durante años, o quizá siglos, por el signo de su inferioridad natural”. Y en 1964, en un artículo titulado “Nicotina”, se alegra de que, tras un informe del Gobierno de Estados Unidos que ponía de relieve los peligros del tabaco, no solo no haya disminuido su consumo, sino que la industria tabaquera “sea más próspera que nunca”. Le produce “satisfacción y tranquilidad íntima” el hecho de que “en la disyuntiva de una vida apacible y moderada, sin infarto de miocardio, pero sin tabaco, y aquella otra con tabaco, aun a riesgo del infarto” la mayoría de las personas elijan esta última. Prefiere una propaganda “portadora de la vida, vehículo de ella” –la de las tabacaleras–  a “la que preconiza y anuncia la muerte”, la de las autoridades sanitarias, como prefirió siempre la España del 18 de julio a la del 14 de abril.
            Flaco favor le ha hecho Irene Donato a Ignacio Agustí rescatando algunos de estos artículos. Pero al lector curioso le permiten ver de dónde venimos y le ayudan a entender la España de hoy.

               

sábado, 2 de septiembre de 2017

La Venezia de José María Álvarez


El vaho de dios (Poemas venezianos)
Edición de Alfredo Rodríguez
Renacimiento. Sevilla, 2017.

A los poetas de la generación de José María Álvarez, nacido en 1942, se les llamó, un tanto despectivamente, “venecianos”. Uno de ellos, Pere Gimferrer, había dedicado una “Oda a Venecia ante el mar de los teatros” en el más destacado de sus libros, Arde el mar, y de ahí quizá el nombre, con el que se quería subrayar, no tanto que dedicaran poemas a esa ciudad, como su decadentismo y su refinamiento trasnochados.
            José María Álvarez comenzó cultivando la poesía social. Entró, un tanto a regañadientes, en la antología de Castellet Nueve novísimos, que pronto ingenuos y virulentos detractores harían famosa; quiso en un primer momento distanciarse de ella: él, autor del inacabado e inacabable Museo de cera, era un poeta de vanguardia frente a tanto conservadurismo estético. El éxito del libro le hizo convertirse, ya en los ochenta, en el representante por excelencia de todos los tópicos de su generación, casi en un “novísimo” profesional.
            En 1985 organizó un polémico viaje a Venecia para llevarle flores a la tumba de Ezra Pound. Primero pretendió que corriera a cargo de la fundación Juan March, luego del ministerio de Cultura, más tarde de no sé qué bancos o cajas de Ahorro; finalmente corrió con los gastos la Autonomía de Murcia, convertida a partir de entonces en el mecenas que financió los encuentros de poesía –Ardentissima se denominaron– que permitieron a José María Álvarez acentuar su proyección internacional.
            Poeta, y solo poeta, a la manera antigua, Álvarez necesitó siempre un mecenas, Primero fueron las administraciones públicas de la reciente democracia española; luego, a la vez que se fue acentuando su rechazo de la sociedad contemporánea, ciertas aristocráticas amistades. En el prólogo a El vaho de Dios, Alfredo Rodríguez, nos informa de dónde han sido escritos estos poemas: “Un viejo amigo suyo, un noble veneciano, Gianfranco Ivancich, le pudo facilitar durante años todo lo necesario para que un gran poeta pudiese hacer lo mejor que sabe hacer: escribir poesía. Y para estos menesteres le reservó un ala de uno de sus palacios en la ciudad. Un palacio en la calle del Remedio, justo detrás de San Marco”.
            A esa generosidad, José María Álvarez corresponde con un poema, “Ante las ruinas de Villa Ivancich”, el más convencional de los antologados, cuyo verso final agradece “al último Príncipe su hospitalidad y su amistad”.
            En El vaho de Dios (Poemas venezianos) están todos los manierismos de José María Álvarez, comenzando por esa zeta conservada en el nombre de la ciudad: títulos en otros idiomas, citas variopintas y superfluas, un personaje que mira al resto del mundo (salvo a sus aristocráticos protectores) por encima del hombro y juega a lo política incorrecto, ese deporte tan común entre los españoles. Pero están también el amor a Venecia y las muestras del excelente poeta que es, quizá a pesar de sí mismo.
            En una antología universal de poemas sobre Venecia –quizá la ciudad a la que más se le han dedicado– no podrán faltar algunos de estos poemas. Los que yo prefiero son los más sencillos, como “Niños jugando en el campo de San Zan Degolà”. Hay otras admirables estampas impresionistas, que inciden y escapan al tópico –la luna brillando sobre la laguna– y que tienen títulos tan gratuitos como característicos del autor: “Nox ruit et fuscis tellurem amplectitur alis”, “Lover come back to me” o “Désespoir d’une beatuté qui s’en va vers la mort”.
            Gratuito es también el título, tomado de Conrad, “”Heart of Darkness”, de un poema que puede servir de guía para un ilustrado paseo por la ciudad. La plaza de San Marcos después de la lluvia, atardecer, los edificios reflejados en los charcos, una copa en un bar de la Piazzeta con una jovencita recién llegada de España, la explicación, como un aplicado guía de todo lo que tiene ante sus ojos (aparecen los nombres de Petrarca, Vivaldi, Marco Polo y tantos otros), seguida de un consejo: “No visite museos. Pasee / sin rumbo, contemple. Sentirá que es cierto / aquello de la plus / triumphante cité. Véala / cómo muere. Como un animal. / Es la mejor metáfora / del destino de nuestra Cultura, / de los mejores de nosotros”. Luego, ya solo, el lento regreso al palacio en que habita, en la calle del Remedio, haciéndonos ver, con poética precisión, lo que encuentra a su paso: “La Salute / va desdibujándose como / en el óleo de Monet”.
            Es difícil, sin embargo, no sentir un poco de vergüenza ajena al leer alguno de los poemas de este libro, o de cualquier otro de José María Álvarez, un poeta que gusta de caricaturizarse a sí mismo y que parece considerarse como el último representante de una estirpe gloriosa a punto de extinción. Un ejemplo, “Astarnuz”. Poema con anécdota, de los que se pueden contar: el poeta entra en la habitación de un hotel, enciende el televisor y “aparece en pantalla un rostro único / admirable, perfecto, inteligente, / cómplice”. El rostro de Sharon Stone. Y luego nos enumera lo que supone el placer de “gozar a una mujer así”: como escuchar a Bach en Chartres, acariciar el crepúsculo en Istambul, leer a Píndaro en voz alta, a Shakespeare, a Borges o a Nabokov, comprender el Partenón, etc, etc. Y habla de “la cantidad de excitantes pensamientos / a que después diera lugar” esa contemplación de la actriz en una mala película, a lo que “ha enriquecido” su vida y su memoria. Termina diciendo que ver a Sharon Stone en el televisor aquella noche fue como para Mozart, o los santos, “ver a Dios”. Sin comentarios.
            Sin comentarios tampoco cuando repite en un poema lo que ya dijo en otro, que las palabras más hermosas que una mujer le puede decir a un hombre son: “Déjame ser tu puta”.
            Mejor quedarse con el poeta sabio, que sabe gozar de los libros y de la vida, y que termina un poema con esta variación del “carpe diem”: “Saborea / tu copa, aspira el humo / de tu cigarro, / agradece algunos seres que has amado, / y el mar, los árboles, Venezia, / los perros, / los crepúsculos, / la música, / la Luna”.