sábado, 28 de enero de 2017

Vicente Luis Mora y el sujeto boscoso


El sujeto boscoso
Vicente Luis Mora
Iberoamericana Vervuert. Madrid-Frankfurt, 2016.

Hay libros que se leen, si se leen, solo por obligación profesional. Es lo que ocurre con El sujeto boscoso. Bastan su portada y contraportada, basta abrirlo por cualquier página para intuir que su interés para el estudioso o el interesado en la poesía española actual resulta escaso: mucho neologismo terminológico y escasa consistencia conceptual. Pero obtuvo el primer premio Ángel González de investigación literaria y su autor, Vicente Luis Mora, goza de amplio prestigio en determinados ámbitos como renovador de la teoría de la literatura. Parece inevitable que quienes hemos seguido con atención el desarrollo de la poesía española en los últimos cuarenta años justifiquemos, o tratemos de justificar, tras una o dos lecturas minuciosas, lápiz en mano, esa descalificadora intuición.
            El título resulta ciertamente llamativo. Está tomado de una cita del poeta Antidio Cabal que figura al comienzo: “En este libro podrás reconocer / el método de tu yo, el sujeto boscoso”. Hasta trescientas páginas después, en el penúltimo párrafo, no se desarrolla esa cita, que parece resumir el objeto de la investigación: “El yo no es uno, pues, ni doble, ni trino: es boscoso, según la honda declaración de Antidio Cabal”. Y luego continúa con la metáfora: “Nuestro yo boscoso se forma a lo largo de los años y se adensa ocupando llanos, colinas y valles; ninguno de esos árboles individualmente tomado somos nosotros; nosotros somos la suma, el bosque entero, la proliferación”.
            Pasemos por alto que “boscoso” (“que está poblado de bosques”, “que tiene muchos bosques”) y “bosque” no son enteramente sinónimos, pero ¿aclara algo sobre la poesía española desde 1978 hasta 2015 (el ámbito que el estudio pretende abarcar) la comparación de las diferentes personas que pueden coincidir en una persona con un bosque o con un lugar lleno de bosques? ¿No bastaría con hablar del “yo plural”?
            El libro se subtitula “tipologías subjetivas de la poesía española contemporánea”, cuando en realidad quiere decir “tipologías del sujeto en la poesía española contemporánea”, lo que no es exactamente lo mismo. Tal como está parece que no se trata de un estudio con pretensiones científicas, sino solo de darnos la opinión ("subjetiva", como todas las simples opiniones) del autor.
            El "sujeto boscoso" aparece en el título y en las últimas líneas del volumen. En medio nos encontramos con muchos otros pintorescos sujetos: el yo líquido, el yo histórico, el yo sociológico, el yo vacío, el yo dramático, el yo prisionero, el yo penúltimo, el yo mediático (que relaciona con el vampiro), los yoes femeninos vaciados.
            La definición de cada una de esas variantes del yo que caracterizarían a la poesía actual se limita a menudo a una cita en que se los menciona. Vicente Luis Mora construye su libro sobre un conjunto innumerable de citas, no importa si contradictorias o incompletas. Las citas provienen de poetas, de filósofos, de periodistas, de científicos o divulgadores científicos. La bibliografía final enumera medio millar de volúmenes de versos, entremezclando los de poetas destacados –no importa si pertenecen o no al periodo estudiado– con los de autores desconocidos e irrelevantes. Y como en el libro no cabrían tantas citas como ha encontrado sobre los temas que estudia nos remite a un “suplemento” que puede consultarse solo en Internet.
            Vicente Luis Mora colecciona citas alusivas al espejo, a la sombra, al doble, al yo. De vez en cuando hace juicios de valor, que siempre son negativos cuando se refieren a lo que él llama “poesía de la experiencia”. A Benjamín Prado llega a reprocharle “su falta de urbanidad” al titular un poema “Yo y Anna Ajmátova” en lugar de, como haría una persona bien educada, "Anna Ajmátova y yo". Al conjunto de los poetas de la experiencia, de escribir “una poesía narcisista, poco solidaria y estructuralmente burguesa”. Hacer juicios de valor sobre un grupo de poetas innominados no parece precisamente un ejemplo de rigor científico. Y decir que se basan en la filosofía de Althuser y en la poesía de Campoamor (“un poeta, a todas luces, menor y caduco”, según lo despacha Mora citando a Brines) no hace que nos lo tomemos más en serio.
            La llamada “poesía de la experiencia” es lo único que pone en cuestión Vicente Luis Mora. Su método es el viejo criterio de autoridad. Jamás cuestiona lo que dice cualquiera de los múltiples autores citados, aunque resulte contradictorio con lo que acaba de afirmar o carezca de sentido. Y para citar lo mismo le vale un poema que un tratado de sociología o una entrevista periodística; todo lo considera al mismo nivel, a todo concede idéntica validez argumentativa. Eso explica que fundamente “la disgregación identitaria”, “la multiplicidad” del sujeto posmoderno con la afirmación de Mariano Antolín Rato en una entrevista promocional publicada en un periódico cordobés: “Vivimos en un tiempo en que las cosas, multiplicidad de cosas, ocurren simultáneamente”. ¿Y en qué tiempo no fue así?, le preguntaríamos al novelista y al teórico de la literatura,
            He mencionado el sujeto posmoderno. Vicente Luis Mora, como no podía ser de otra manera, alude mucho a él, contraponiéndolo al sujeto moderno cartesiano. Nunca lo define. Y más de una vez utiliza "moderno" en el mismo sentido. Al final del libro, por ejemplo, cuando habla de “la angustia que provoca en el sujeto moderno y contemporáneo la persecución de la identidad”.
            Tras una sorprendente, pero hueca, terminología ("La destrucción identitaria: la notredad" se titula la última parte), El sujeto boscoso viene a ser una variante de los tradicionales estudios temáticos ("El tema del espejo y el tema de la identidad en la poesía española contemporánea" podría titularse) realizada sin más criterio que el meramente acumulativo y camuflada con continuas referencias a contradictorios conceptos filosóficos que no parecen bien entendidos. Todo su aparente rigor teórico se desvanece tras la lectura, resulta pura superchería. Quien lo leyó, lo sabe. Pero resulta un trabajoso y poco provechoso ejercicio que yo no me atrevería a recomendarle a nadie.

sábado, 21 de enero de 2017

Blas Matamoro, tango y más


Con ritmo de tango
Blas Matamoro
Fórcola Ediciones. Madrid, 2017.

Pocos países tan noveleros, fantasiosos y contradictorios como Argentina, un país que antes de convertir a los exiliados en su principal materia de exportación se vio a sí mismo como una ciudad europea, Buenos Aires, transplantada al remoto continente austral y rodeada de inmensas extensiones de terreno aptas solo para la explotación ganadera.
            La indagación sobre la identidad argentina es uno de los temas fundamentales de su literatura y cuenta con importantes aportaciones ensayísticas y narrativas, de Ezequiel Martínez Estrada a Eduardo Mallea o Julio Cortázar.
            Blas Matamoro, que nació en Buenos Aires en 1942, pero ha pasado la mayor parte de su vida adulta en España, es hombre de muy varios saberes y aficionado a las indagaciones arriesgadas a las que no se atreven los especialistas en una sola materia. Ha estudiado la vida familiar de los escritores, el amor en la literatura, la relación de Nietzsche o de Proust con la música. En Con ritmo de tango nos ofrece “un diccionario personal de la Argentina”, dirigido en primer lugar a los lectores españoles, pero que sin duda podrá ser consultado con provecho y alguna controversia por los propios argentinos.
            El género, o subgénero, del diccionario personal resulta más atractivo que la convencional monografía. No necesita ser leído de la primera a la última página. Como cualquier diccionario, está hecho para ir directamente a la entrada que más nos interese en cada momento. Pero es importante subrayar el adjetivo “personal”, que permite una cierta arbitrariedad en la selección de entradas. Aquí está Jorge Luis Borges, pero no Adolfo Bioy Casares; Victoria Ocampo, pero no Silvina Ocampo. Se habla ampliamente de Julio Cortázar, como no podía ser de otra manera, pero muy parcialmente de Ernesto Sábato. Y las tres líneas dedicadas a Julio Camba, cuya iniciación adolescente al anarquismo tuvo lugar en Argentina, parecen una broma.
            No importa demasiado. El retrato que Blas Matamoro ofrece de Argentina también tiene algo de autorretrato. Autobiográficas resultan las líneas dedicadas al fútbol, esa gran pasión argentina y universal, y en ellas se habla del caso Maradona, que no cuenta con entrada aparte.
            Las páginas dedicadas a Eva Perón y a Juan Domingo Perón están entre las primeras que buscarán los lectores. No les defraudarán. Ayudan a entender a esos contradictorios personajes, héroes de polichinela, y a la mitad del país que los endiosó y a la otra mitad que los odió y los ridiculizó impiadosamente.
            Otro tirano contradictorio, de mucha presencia en la literatura, Juan Manuel de Rosas, recibe también la atención adecuada, lo mismo que el héroe de la independencia, José de San Martín, o los prohombres que dieron solidez intelectual al país: Juan Bautista Alberdi, Bartolomé Mitre, Domingo Faustino Sarmiento, famoso por su dilema “civilización o barbarie” (Matamoro nos explica cuánta barbarie había en lo que en el siglo XIX, y después, se entendía por civilización).
            La entrada dedicada al psicoanálisis (ese embeleco vienés que acabó siendo tan argentino como el tango) estará, sin duda, entre las que más curiosidad despierten en los lectores y entre las que pueden leerse con mayor provecho, como todas las dedicadas a música y músicos, una de las grandes pasiones del autor.
            La devoción por Francia, la conflictiva relación con Inglaterra (sin olvidar la historia y la guerra de las Malvinas), el amor-odio hacia España son otros de los temas tratados con inteligencia y las adecuadas dosis de humor.
            Un libro este (como todos los diccionarios, sean personales o no) para leer a saltos, para picotear acá y allá, aunque no sea propiamente una obra de consulta, pero que acabamos leyendo entero y que nos ayuda a entender mejor un país que periódicamente gusta de asomarse al abismo, pero que nunca acaba de caer en él, un país cuya historia parece imaginada por algún melodramático folletinista que gusta de la inverosimilitud, el país de Borges, de Maradona y de Jorge María Bergoglio, un país que nunca parece que dejará de asombrarnos, irritarnos y fascinarnos al mismo tiempo.
           

            

sábado, 14 de enero de 2017

Antonio Gamoneda, tribulaciones y mudanzas



La prisión transparente
Antonio Gamoneda
Vaso Roto. Madrid, 2016.

En diciembre de 1976, puso Antonio Gamoneda punto final a su libro Descripción de la mentira, aparecido al año siguiente. Ese extenso poema en versículos --pronto iría abriéndose camino hasta señalar para muchos un antes y un después en la poesía española– constituía una especie de recapitulación personal y generacional cuando llegaba a su fin una dictadura –la del general Franco– que parecía no iba a tener fin. La novedad estaba en el lenguaje, muy lejano de los usos habituales de la poesía social (que el propio Gamoneda había cultivado en Blues castellano, por entonces inédito), muy ajeno también al hermetismo metapoético y esteticista que habían puesto de moda los novísimos: “El óxido se posó en mi lengua con el sabor de la desaparición. / El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el olvido, / y no acepté otro valor que la imposibilidad”.
            Cuarenta años después, el poeta vuelve de nuevo la mirada atrás y el resultado es La prisión transparente, el largo poema que da título a su nuevo libro, un libro de libros, que también contiene versiones personales de poemas ajenos y unas prosas de fantasiosa erudición al modo de las incluidas en Libro de los venenos.
            Como en Canción errónea, su entrega anterior, el decir se vuelve heridoramente directo, sin el recurso a las habituales metáforas irracionales: “Estoy cansado. / Cansado de mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo. / O de vivir, o de no / vivir, no / sé”.
            Ese “no / sé” escrito en dos renglones dará título al segundo conjunto del volumen, una serie de desasosegantes variaciones sobre la vejez y sobre la perplejidad como resumen último de la experiencia vital.
            Al poeta parece que le cuesta levantar el vuelo en estos versos fatigosamente entrecortados. Es consciente de ello y por eso pone en boca de su hija Amelia, sin duda su primera lectora, unas palabras críticas que se convierten en autocríticas al formar parte del poema: “Por qué / esta parodia metalírica. Vas, vienes, preguntas, te extravías. Vuelve al pensamiento impensado. Pronuncia, apenas pronuncia, las palabras inmóviles, su música intransitiva. Retorna, respira, excede los significados. Haz como la luz, como los frutos, que no significan. Vuelve a la imprecisa precisión que se dice a sí misma, solo a sí misma”.
            El pensamiento impensado, la música intransitiva, la imprecisa precisión expresan la poética a la que ha aspirado Gamoneda a partir de Descripción de la mentira y desde la que ha tratado de escribir, o de reescribir, toda su obra. No siempre lo ha conseguido y quizá sea en esos casos –la doliente verdad de una vida asomando en el poema– cuando consigue sus mayores logros, o al menos los que más llegan al corazón de los lectores.
            Más de la mitad del volumen la ocupa la sección “Mudanzas”, poemas ajenos convertidos en propios. El lector, que llega casi sin aliento a esta parte, agradece el nuevo tono. La suave flor azul que tiembla en los acantilados amarillos, el otoño que cobija aún un destello de la extinguida belleza del verano, la armonía del vuelo de los pájaros y los bosques al atardecer en torno a las cabañas silenciosas… La desesperación de Georg Trakl, el poeta expresionista alemán de breve y trágica vida, nunca sonó mejor que en las palabras de Gamoneda que no desdeñan la música de siempre ni los viejos símbolos.
            Los cantos del rey Nezahualcóyotl constituyen otro de los remansos del libro. Miguel Ángel Asturias y Ernesto Cardenal ya se sintieron tentados por la modernidad de la poesía de la América prehispánica, pero el modelo de Antonio Gamoneda es un poeta portugués, Herberto Helder, quien en su libro O bebedor nocturno recrea poemas de los más diversos ámbitos, especialmente de las culturas primitivas en las que el poeta es concebido como un mago que recrea el mundo.
            Algunas de las “Mudanzas” que Gamoneda nos ofrece recrean precisamente las recreaciones de Helder, como un poema de los indios de la América del Norte: “Somos estrellas que cantan; cantamos con nuestra luz. / Somos aves de fuego en los campos interminables”.
            De Stéphane Mallarmé (un poeta muy distante de Gamoneda, aunque teóricamente parezcan estar próximos) se ofrece una versión de “La siesta del fauno”. La nota preliminar nos advierte que ha sido realizada en colaboración con Amelia Gamoneda y que tiene más de traducción en sentido estricto que de apropiación personal. No es la primera colaboración de la profesora y el poeta; en 1996 publicaron una versión del poema “Herodías”.
            Concluye La prisión transparente con una serie de entradas para un diccionario apócrifo (de “Abrótano” a “Víbora”) en las que se recrea información de Plinio, Dioscórides y otros estudiosos de la antigüedad. Son textos que recuerdan a Borges, a Perucho, a Cunqueiro, notables ejercicios de prosa a la manera de Andrés Laguna (un judío-converso por el que Gamoneda siente especial admiración), aunque disuenan quizá en un libro de poemas. Ya sabemos que los géneros literarios son un artificio, pero también que no leemos de la misma manera un texto en prosa si se nos presenta como un artículo periodístico (y entonces nos puede parecer muy poético) o como un poema en prosa (y entonces nos parece muy prosaico).
            Imposible separar en La prisión transparente lo que hay de literatura, de gran literatura trabajosamente hecha pedazos, y de documento humano, constancia del inescrutable fracaso que es finalmente la vida, cualquier vida.      

lunes, 9 de enero de 2017

Antonio Colinas, cumbres y alrededores


Lumbres
Antonio Colinas
Introducción y edición de María Sánchez-Pérez y Antonio Sánchez Zamarreño
Ediciones Universidad Salamanca. Salamanca, 2016.


De entre los escritores de su generación, que es la que suele llamarse de los novísimos (aunque él no perteneciera a la selección de Castellet), Antonio Colinas puede considerarse sin duda alguna el más laborioso y regular. Sus libros de poemas han ido acompañados de una rigurosa y constante labor intelectual: traducciones, estudios, crítica, reflexiones viajeras y espirituales, biografías de poetas que admira especialmente como Leopardi o Aleixandre.
            Los primeros poemas conocidos de Antonio Colinas, loa de Preludios a una noche total, parecieron situarle al margen del más brillante y rupturista núcleo generacional –el representado por Gimferrer o Carnero–, como un poeta quizá excesivamente ligado a una neorromática retórica consabida. Pero muy pronto, Sepulcro en Tarquinia, le situó en el centro mismo de la poesía de los setenta. Había en ese libro culturalismo vivido, incursiones en el irracionalismo, indagación en el mito y las raíces.
            No menor asombro supuso Astrolabio (1979), donde la poesía es “sinónimo de expectación suprema, de interpretación, de revelación, de preguntas confortadoras y esperanzadas a un tiempo”. Tras una anécdota a menudo culturalista –“Freud en Pompeya”, “Crónicas de Maratón y Salamina”–, los grandes temas de siempre en un entrelazarse continuo de sentimiento y pensamiento: “el vacío astral, la intemporalidad de la materia, la fatalidad, el amor, la muerte, la capacidad del sueño, la luz que aún asciende para nuestro equilibrio del mar latino…”
            En Astrolabio se encuentran bastantes de los poemas más memorables del autor, como los incluidos en las secciones “El vacío de los límites” y “Libro de las noches abiertas”. Son poemas escritos durante su estancia en Ibiza, como los de Sepulcro en Tarquinia –y especialmente el poema que da título al conjunto– tenían su origen en una larga residencia italiana. Muy enraizado en sus orígenes leoneses –Poemas de la tierra y de la sangre se titula su primer cuaderno–, Antonio Colinas ha ido añadiendo nuevas patrias a la suya inicial, a la vez que largos viajes –especialmente a Oriente– le permitían acercarse a otras culturas, para él nunca meramente librescas, sino ligadas al paisaje y a las gentes.
            Con Noche más allá de la noche (1982), Colinas lleva a cabo su empeño más ambicioso: un poema en 35 cantos (más un epílogo) que recorre, podriamos decir a la manera de Stefan Sweig, los momentos estelares de la historia de la humanidad. Aunque algunos de esos cantos escritos en alejandrinos se encuentran entre sus textos más memorables (y citados), el conjunto quizá se resiente de un exceso de pretensiones.
            Tras estos tres libros capitales, que le situaron para siempre en la historia de la literatura española, Antonio Colinas siguió aumentando su bibliografía poética hacia adelante y hacía atrás. No solo publicó nuevos libros, progresivamente más extensos (Jardín de Orfeo, Los silencios de fuego, Libro de la mansedumbre, Tiempo y abismo, Canciones para una música silente), sino que también sacó a la luz viejos cuadernos de versos adolescentes y no dudó en añadirlos a su poesía completa, una poesía que a veces daba la impresión de haber dejado de crecer para limitarse a engordar.
            Con motivo del Premio Reina Sofía, que coincide con sus setenta años, el autor ha querido resumir su trayectoria en un centenar de poemas, que se presentan al lector en orden cronológico, pero sin indicación del libro del que proceden. La introducción, con su hagiográfico acarreo erudito, resultará sin duda útil para estudiantes. La confusa nota a la edición (los “textos base” –leemos– proceden de Obra poética completa y Canciones para una música silente, “aunque teniendo siempre a la vista, también, el texto poético que, en cada caso, tratamos de dilucidar”) parece indicar que los editores adolecen de ciertas limitaciones expresivas y conceptuales.
            No todo es prescindible, ni mucho menos, en los nuevos libros de Antonio Colinas. Hay en ellos poemas conmovedores o que abren su obra a nuevos espacios y preocupaciones (el extenso “Crepúsculo en Medellín”, por ejemplo), pero también otros que parecen solo aplicados ejercicios de redacción, aunque a menudo no exentos de brillantez. Pero el antólogo de su propia obra a la altura de los setenta años no parece distinguir entre unos y otros. Quien lo dude puede comparar el poema “Para Clara”, de Astrolabio, con “Clara en los Uffizi”, de El laberinto invisible, ambos dedicados a su hija.
            El poema inédito que Colinas ha querido escoger para cerrar el volumen –“¿Qué fue de aquellas músicas?”– nos confirma que la tensión del poema y la capacidad crítica para reconocerla ya a menudo no están presentes. El recuento de conciertos memorables a los que asistió durante sus años juveniles en diversos lugares de Europa serviría para un artículo autobiográfico en una revista musical, como poema difícilmente se sostiene: “A Bach lo interpretaba aquella noche / Sviatoslav Richter, no Karl Richter, / el que nos entregó acaso las mejores versiones / de los Conciertos de Brandenburgo.
            Lumbres que nos iluminan para siempre, y también algo de laboriosa ceniza, hay en esta recopilación que añade a los versos y al extenso estudio previo un álbum fotográfico con imágenes inéditas del autor y su entorno familiar.