sábado, 27 de enero de 2018

Hoy cantemos y bebamos


Carmina Burana
Edición, traducción y prólogo de Francisco Rico
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2018.

Durante la Edad Media, en latín se escribía la literatura europea, mientras las lenguas nacionales –las únicas que entendía el vulgo iletrado– balbuceaban sus primeras tentativas. La historia literaria, sin embargo, se olvidó de toda la gran literatura de esos siglos apellidados oscuros y dio un salto de la literatura clásica latina a la francesa, italiana o española.
            Gracias a la música, a la cantata de Carl Orff, un puñado de poemas recopilados a comienzos del siglo XIII, los llamados Carmina Burana (por el nombre latino del monasterio bávaro en que se conservan), han tenido resonancia mundial y ocupan un lugar destacado en la memoria de todo lector de poesía.
            Casi todos ellos son anónimos, aunque por otros manuscritos podemos averiguar el nombre de alguno de los autores: Galtero de Châtillon, Pedro de Blois), y acostumbran a ensalzar el modo de vida de los llamados “goliardos”, clérigos vagabundos dedicados al mal vivir (que es, desde siempre, una de las formas de la buena vida). Cantan el jolgorio de las tabernas, las delicias del amor sin ataduras, la libertad de los caminos; critican el poder del dinero, la corrupción eclesiástica. Es muy posible que, como en el caso de la novela picaresca española, no siempre se confundan –o casi nunca– autor y protagonista de estos textos. Bastantes de ellos reflejan una gran cultura y un primoroso trabajo literario; probablemente están escritos por poetas cultos que llevaban una vida sujeta a la disciplina universitaria o monástica, pero que gustaban de soñar con la errabundia sin reglas.
            Francisco Rico, uno de los pocos grandes especialistas que domina el arte de la divulgación, ha preparado una espléndida antología que lleva consigo –“habent sua fata libelli”– su novela.
            Comenzó como un encargo, a principio de los setenta, de Tomás Salvador (el autor de novelas policíacas que era también policía) para su Editorial Marte; iba a ser una edición ilustrada con “dibujos picarescos” de Alberto Blecua; se publicó por primera vez en Seix Barral, con doble pseudónimo (el barojiano “Carlos Yarza” para la introducción, “Lluis Moles” para la traducción); en 2003 fue pirateada por Ediciones Áltera, atribuida la traducción a una inexistente “María del Carmen Robles”; hubo denuncia y condena de cárcel al editor, un excomunista reconvertido (como suele ser habitual) en adalid de la nueva derecha.
            Por fin, cuarenta años después, podemos leer la obra con todas las garantías y con el nombre del autor. La introducción –“Invitación a la lectura de los Carmina Burana”, dedicada a Gabriel Ferrater– resulta modélica: esas pocas páginas valen por voluminosas monografías.
            Con excesiva falsa modestia, se nos indica que “la traducción es ajena al menor valor artístico y únicamente busca, extremando a veces la libertad hasta las mismas fronteras de la corrección, ayudar a la comprensión directa del original”.
            Y si bien resulta cierto que ayuda, y mucho, a la lectura directa (es un placer seguir estas canciones en su latín original, tan distinto del de Horacio o Virgilio), no por ello pueden considerarse estas versiones meramente auxiliares. Como indica Pere Gimferrer en la contraportada, “aun en su estricta fidelidad no desconocen ciertamente el vigor y la elegancia expresiva”.
            Continuas variaciones del “carpe diem” encontramos en estos poemas: “Omittamus studia, / dulce est desipere, / et carpamus dulcia / iuventutis tenere!” (Dejemos los estudios, / es dulce disparatar, / aprovechemos las duzuras / de la tierna juventud). Bien conocido resulta –gracias a Karl Orff– “In taberna quando sumus” (un verso que no necesita traducción, como tantos otros, de estos cantos).
            Apelaciones al “carpe diem”, sátiras de una iglesia muy alejada de los principios evangélicos. Uno de los textos más impactantes del libro –escrito en prosa– es precisamente un evangelio apócrifo (“Principio del Santo Evangelio según San Marco de Plata”), que vuelve del revés, con citas estrictamente literales, la doctrina evangélica para adaptarla a los usos habituales del papado.
            Abundan también los poemas de amor, ingeniosos o líricos, tiernos o procaces, alusivos algunos a ciertos comportamientos abusivos que chocan a la sensibilidad contemporánea, como el que se cuenta y canta en XXXII: “Y se defendía con su rueca. / Por fuerza la eché al suelo / –y no hay bajo el cielo nada más bello / tras tan pobres ropas. / Fue cosa harto dura para ella; / para mí, grata y dulce”. Ese hecho al autor del prólogo solo le merece el comentario de que la protagonista es “una salada figura”, más temerosa de su familia “que preocupada por la pérdida de su doncellez –suponiendo que de veras la perdiera en la contienda” (llamar elegantemente “contienda” a lo que tiene todas las trazas de una violación todavía era posible en los años setenta; hoy, ya no).


                        

sábado, 20 de enero de 2018

Ángel Sánchez Rivero, correo de Venecia


Correo de Venecia y otros ensayos
Ángel Sánchez Rivero
Edición, introducción y notas de Enrique Selva
Pre-Textos. Valencia, 2017.

Una época se caracteriza no solo por sus grandes nombres, sino también por las figuras menores que están tras ellos y los sostienen. Los años veinte no serían lo que fueron sin figuras como la de Ángel Sánchez Rivero, ligado tan estrechamente a la Revista de Occidente, que en ella dejó lo mejor de su reflexión intelectual, solo póstumamente reunida en libro.
            Era pocos años menor que Ortega, pero enseguida –como tantos jóvenes de entonces– supo reconocer su magisterio. Correo de Venecia y otros ensayos –donde por primera vez se recopila su obra dispersa– incluye en apéndice unas cartas a quien sería su mejor amigo de juventud, Ricardo Gutiérrez Abascal, que pronto se haría famoso como crítico de arte con el pseudónimo de Juan de la Encina. En ellas deja constancia de su descubrimiento de Ortega y de lo trascendental que resultaría en su vida: “Sabe usted que he asistido al curso de Metafísica de Ortega en la Universidad. Ya le dije que como profesor es admirable. He tenido algunas conversaciones con él. Es un valiente, amigo mío. Ha tenido la decisión de formarse una cultura orgánica, la única cultura posible; fuera de eso no hay más que confusión, charlatanería, nada”. La influencia de Ortega le lleva a aprender alemán y al idealismo filosófico.
            Ángel Sánchez Rivero –primero como crítico de arte, luego como crítico de la cultura– estaba destinado a ser uno de los nombres fundamentales del siglo XX, pero se quedó en una sombra desvaída y menor por uno de esos inesperados golpes del destino: murió en 1930, poco después de contraer matrimonio. Había nacido en 1888, el mismo año que autores tan dispares y fundamentales en la modernidad como Gómez de la Serna, Pessoa y Eliot.
            Para preservar su memoria, Benjamín Jarnés –estricto coetáneo suyo y otro de los pilares de la Revista de Occidente– reunió parte de sus trabajos en Meditaciones políticas (1934). Luego la guerra hizo que se le olvidara y hasta que, en 1997, Manuel Neila recuperó sus Papeles póstumos. Fragmentos de un diario disperso, no volvimos a saber de él.
            Ahora reaparece, entero y verdadero, en el volumen que ha recopilado, prologado y anotado, de manera ejemplar, Enrique Selva. Las setenta páginas del prólogo constituyen un ejemplo de biografía intelectual, con todos los datos necesarios para entender al hombre y a su tiempo, sin acumular superfluos, enfadosos alardes eruditos.
            Al comienzo de la recopilación, y dándole título, se sitúa la última de las colaboraciones publicadas de vida por Sánchez Rivero en la Revista de Occidente, y sin duda su obra maestra. Pocas veces se ha escrito sobre una ciudad de la que tanto se ha escrito con semejantes lucidez y belleza.
            Una beca de la Junta para Ampliación de Estudios le permitió, a partir de 1925, residir en Italia, visitando sus principales ciudades, frecuentando sus museos. La huella especial que le dejó Venecia tuvo también razones personales. Allí conoció a una joven historiadora, Angela Mariutti (1900-1981), con la que acabaría casándose.
            La Italia que recorrió Sánchez Rivero era la que parecía recuperar su grandeza perdida de la mano del fascismo, movimiento que trata con cierto distanciamiento pero también con simpatía. Es posible que, de haber vivido más tiempo, hubiera sido uno de los intelectuales, seducidos por la cultura italiana, que como Sánchez Mazas o Eugenio Montes contribuyeron a la creación de la Falange. De hecho, su viuda, durante la guerra civil, participó en las actividades de la Sección Femenina.
            Sánchez Rivero, siguiendo a Ortega, quiso siempre darle al ensayo dignidad literaria, pero solo en “Correo de Venecia” se atrevió a hacer literatura, a demostrarnos hasta dónde podría llegar si una cierta modestia intelectual no se lo impidiera: “En el pretil del puente de Rialto hay un hombre apoyado. Sobre las aguas del canal bailan destellos de las luces que salpican las fondamenta y las ventanas de los palacios silenciosos. Tenues rumores suben por el aire tranquilo de la noche estiva. El raso de la superficie se desgarra bajo las cuchillas de los vaporcitos, y en las riberas se apaga el chapoteo de un incipiente oleaje. La góndola se desliza, apenas empujada por la inclinación decisiva de su barquero. Suena a lo lejos una canción cualquiera...” Ese hombre que escucha la canción es Nietzsche, quien dejó constancia del momento en uno de sus poemas: “Apoyado en el puente / estaba solitario / en la noche oscura. / De lo lejos venía / hasta mí una canción. / Gotas de oro fluían / sobre el temblor del agua. / Góndolas, luces, música”.
            Pero Sánchez Rivero no se limita a hacer literatura sobre Venecia, nos ofrece uno de los más atinados análisis de su peculiar estructura política.
            No es el único tema tópico del que consigue darnos una visión original. También lo hace sobre el Quijote y su interpretación no gustó nada a Américo Castro, que le replicó con cierta aspereza. La respuesta de Sánchez Rivero, recogida en este volumen, nos lo muestra como un inteligente polemista, que sabía defender con diplomacia y buenas razones sus puntos de vista.
            El azar no quiso que Sánchez Rivero llegara a ser lo que pudo haber sido. Pero lo que fue basta para convertirlo en uno de los nombres que enriquecen un tiempo, la Edad de Plata, central en la historia de la cultura española.

sábado, 13 de enero de 2018

Joan Margarit, verdad y belleza



Un asombroso invierno
Joan Margarit
Visor. Madrid, 2017.

En el epílogo a Un asombroso invierno, Joan Margarit nos explica su concepción de la poesía: “El peor error que puede cometer un poeta es pensar que, al encontrar solo belleza o solo verdad, ya puede escribir el poema, porque detrás de una ha de seguir por fuerza la otra. La inspiración es, precisamente, ese acto tan raro y difícil que consiste en localizar un lugar donde sea bastante probable que puedan estar juntas e inseparables verdad y belleza”.
            Los poetas testimoniales, los poetas sociales, han tendido a sobrevalorar el primero de esos aspectos, también quizá en ocasiones el propio Margarit. En muchos de sus poemas hay una conmovedora, heridora verdad biográfica. Pensemos en su libro Joana, leamos el poema “Cuesta de Atocha”, casi al comienzo del nuevo libro: “Ellos dos van subiendo y nos cruzamos: / en la silla de ruedas, / sentado y encogido, solloza un hombre joven. / El padre, que la empuja, / echa hacia atrás los pies y, para hacer más fuerza, / estira cuando puede las fuerzas y los brazos. / Así, encorvado y tenso, / puede vencer apenas la subida. / Sé lo que siente: que se ha hecho viejo. / Por un maldito instante / compadezco a ese padre: un error, / puesto que él todavía tiene a su hijo. / Esbozo una sonrisa mientras van alejándose. / Desde un portal, / una mujer me mira con reproche. / No comprende en qué escena de amor se está metiendo”.
            El poema –como tantos de Joan Margarit– bordea peligrosamente la falacia patética: es la anécdota la que nos conmueve, no los versos que parecen atenerse a la simple anotación (salvo el último, que trata de darles otro sentido).
            A la confidencia autobiográfica, se añade la denuncia de tiempos oscuros: “Nunca he olvidado el pescozón de un guardia / que con voz fuerte y seca me decía: Habla en cristiano, niño. / Duró hasta que tuve cuarenta años: / la policía, en Cataluña, / llevaba a cabo interrogatorios / con torturas tan solo en castellano”.
            Joan Margarit nació en 1938. Su vida se divide exactamente en dos periodos de cuarenta años: los de la dictadura, los de la democracia. Comenzó publicando poemas en castellano, luego lo hizo en catalán; finalmente decidió no renunciar a ninguna de sus dos lenguas y sus libros últimos –los que le han convertido en uno de los poemas más leídos y admirados– aparecen siempre en edición bilingüe, debiendo considerarse ambas versiones como originales, ninguna como traducción. Un hermoso ejemplo de coexistencia de dos lenguas y dos tradiciones poéticas (hay un poema dedicado a Verdaguer y otro a Manrique).
            Gusta Margarit de la anécdota y del lengua directo, pero no es –o no es solo– un poeta confesional y conversacional. Sabe convertir la cotidianidad en símbolo, la viñeta biográfica en emblema existencial; darle una y otra vuelta de tuerca al lenguaje para que acierte a decir más de lo que está acostumbrado a decir.
            Un ejemplo, de los muchos que se encuentran en este libro, lo encontramos en el poema “Tramontana”: “Aúlla transparente, de una plaza a la otra / de piedras duras, lisas. / Hace brillar el mar, barriéndolo con furia. / Nos busca, nos conoce, era su viento. / Como suntuosos restos de una mitología / son el azul del cielo y el del mar. / Miro el pequeño puerto: ya no quedan / ni barcas ni veleros. En otoño se van / en busca de un amarre más seguro. / El insistente y sordo ruido del oleaje / y el del desafinado violín de cada ráfaga / son esa misteriosa respuesta del futuro. / Es la primera vez que lo escucho confiado. / Habla de ti y de mí. Y de un puerto seguro. / hoy que no quedan ya ni veleros ni barcas”.
            Poesía de senectud la de Un asombroso invierno. Poesía, sin embargo, que no mira hacia atrás más de lo necesario, que habla del presente con consoladora, pero nunca engañosa, sabiduría: “En lo alto de la noche, la mecánica cuántica / es un callado Homero que compone su Ilíada”.
            Hay confesión, pero sobre todo hay reflexión en este libro escrito desde la serena aceptación de la vida, con sus luces y sus sombras, y en el que abundan los poemas memorables (“Lucha libre” sobre la historia de España; “Cabalgadas” sobre las relaciones entre el sexo y el amor), porque verdad y belleza –de acuerdo con la intención del autor– caminan en él casi siempre de la mano.

martes, 2 de enero de 2018

Josep Pla y otras notas dispersas


Hacerse todas las ilusiones posibles y otras notas dispersas
Josep Pla
Edición de Francesc Montero
Destino. Barcelona, 2017.
  
Cuando un escritor se convierte en mito, sus textos dejan de valorarse literariamente para pasar a ser reliquias. No vamos a discutir la categoría literaria de Josep Pla, pero sí el valor literario de buena parte de lo que escribió en la posguerra, cuando poco a poco se metamorfoseó en símbolo y personaje y los tomos de sus obras completas en un contenedor que había que llenar de cualquier manera.
            Francesc Montero, quien con tediosa minuciosidad nos informa de los avatares de las “notas dispersas” reunidas en Hacerse todas las ilusiones posibles (el título es responsabilidad del editor), nos informa de que, cuando Josep Vergés, recibe el original de Notas dispersas (duodécimo volumen de sus Obras completas), se quejó de que Pla se había quedado corto y que faltaban muchas páginas para llegar al número adecuado. Se puso a escribirlas de inmediato. Llenar páginas divagando sobre cualquier tema no era para él ninguna dificultad, sino su manera de ganarse la vida como periodista al que, tras la guerra civil, le estaban prohibidos todos la mayor parte de los asuntos que le habían obsesionado en su etapa anterior.
            Aunque lleno de páginas prescindibles, de anotaciones inanes y escritas de cualquier manera, no deja de tener interés Hacerse todas las ilusiones posibles, pero su interés es menos literario que sociológico y psicológico.
            Al enterarse de la muerte del duque de Las Torres, Gonzalo de Figueroa (en 1958 y no en 1985, como por error se indica en nota), nos cuenta lo siguiente: “El día en que, borracho de whisky, tiró por la ventana de una casa que tenía alquilada en la Carrera de San Jerónimo, en Madrid, a una puta que le molestaba, Cacho y yo estábamos con él. Nos dio un ataque de pánico terrible y nos escabullimos del piso como pudimos. Durante dos día tuve la sensación de que la policía iba a aparecer de un momento a otro, pero no pasó nada”.
            ¿Qué iba a pasar? El probable homicidio de una prostituta era muy poca cosa para molestar a un grande de España, o para que a Pla le quedara alguna preocupación por la víctima.
            Otra anécdota significativa tiene lugar en la rotonda del hotel Palace. Allí se encontró con un amigo, el periodista Carles Sentis, y se puso a hablar con él despreocupadamente, de esto  y de aquello, también la situación política. “En esto –cuenta Pla– entró un señor Orbaneja, jefe de orden público de Madrid. Sentís, supongo que para hacerse el gracioso, le contó todo lo que le había dicho. Orbaneja me obligó a presentarme en Seguridad, que estaba en el edificio del Ministerio de la Gobernación del Estado –Puerta del Sol–. Pasé dos días en un salón durmiendo sobre una otomana. Logré enviar un mensaje a Sentís pidiéndole que su socio, Gregorio Marañón, hiciera que me pusieran en libertad. Me dieron un salvaconducto y me fui a casa”.
            Una carta de Sentís, que se incluye en apéndice, aclara el incidente, del que Pla salió muy bien parado gracias a los servicios prestados como espía al servicio de Franco durante la guerra. Pero aprendió para siempre de la libertad de expresión, de la que tan buen uso había hecho durante la República contra la República, había terminado para siempre. Ya había tenido antes una advertencia: “Después de la entrada de los nacionales en Barcelona, un día apareció, en el hall del hotel Ritz, el embajador alemán (Von Stohrer) con uniforme de gala. Yo presenciaba el espectáculo al lado de J. F. de Lequerica. Le dije muy bajito: Este señor tiene cara de imbécil. Lequerica me dio un pisotón que me hizo ver las estrellas mientras en su cara se dibujaba una gran sonrisa de admiración por el diplomático”.
            Pronto aprendió que, durante el franquismo, que él había contribuido a traer, lo más conveniente era hablar del tiempo, de los vinos del Penedès, o de la gastronomía, y eludir cualquier tema que pudiera resultar comprometido. Una de las notas cita una carta al director de uno de los periódicos en que colaboraba: “El genio José Pla, ese nunca desmentido fecundo escritor que se saca de la manga con la mayor naturalidad y bonhomía los más enjundiosos artículos sobre el tema más baladí…”
            Lo que pensaba de la España de Franco, que él tanto había contribuido a traer, lo sabemos por alguna de las notas ahora rescatadas (“es un pantano de mierda”), pero tras la guerra civil (y el incidente del Palace) siguió al pie de la letra el consejo del Caudillo, no meterse en política: “He escrito en los periódicos, he hablado en la radio, he publicado libros, he obtenido un premio. Todo lo he hecho para ganarme la vida. Nunca he hablado de política”. Trata de consolarse: “En los tiempos que me ha tocado vivir, no podía hacer nada más. Nunca he sido un héroe, que quede bien claro”. Y termina el párrafo exculpatorio con un “qué pena”.
            Literariamente Hacerse todas las ilusiones posibles vale poco. A quien no le guste el grafómano Pla, encontrará buenas razones para seguir detestándolo; sus numerosos admiradores, deben dejarlo de lado si no quieres encontrarse en el riesgo de dejar de serlo. Pero los interesados en el personaje y en el tiempo sombrío en que le tocó vivir, no dejarán de encontrar pasajes de interés en estas páginas dejadas de lado por diversos motivos y que quizá habrían encontrado mejor acomodo como apéndice en algún estudio o tomo de obras completas..